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El Telégrafo
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Wilson Pico / artista escénico

Cincuenta años de moldear un cuerpo mestizo y festivo en el escenario

Cincuenta años de moldear un cuerpo mestizo y festivo en el escenario
Foto: Marco Salgado / El Telégrafo
10 de julio de 2016 - 00:00 - Fausto Rivera Yánez

Se despierta en la infancia, dentro de un barril. El padre, trabajador en una fábrica de vinos en Cotocollao, al noroeste de Quito, alzaba al diminuto hijo agarrándolo desde los sobacos para depositarlo, como si lo regresara al útero materno, en el centro de un tonel lleno de uvas frescas. El niño, con los brazos estirados, apretaba las manos sobre los bordes del repositorio para no perderse en ese vacío de base húmeda y pegajosa. Respiraba con calma, se quedaba quieto, cerraba los ojos y, al abrirlos, sus pies actuaban sobre los frutos con pisadas justas para extraer lo que para muchos es un líquido vital.

La conciencia del cuerpo de Wilson Pico se despierta antes, en la tierra, en la misma infancia. La pesada lluvia que bajaba desde la loma del Itchimbía hasta la calle Iquique, en el popular barrio La Tola, en el centro de Quito, tumbaba con frecuencia las ‘media aguas’ en las que él vivía junto con sus once hermanos y sus padres. Con los pies calientes por el juego, por el baile, por las andanzas, por la uva, el niño pisaba con fuerza la tierra y el agua con los que se hacían los adobes de las paredes derrumbadas de su vivienda.

Los pies para el trabajo. Los pies funcionales. La inicial vocación productiva del cuerpo de Wilson Pico (Quito, 1949) evolucionó y se transformó en movimientos incandescentes sobre cualquier escenario. Ahora pies de mariposa. Pies ligeros. Pies del hombre que, con los años, se convirtió en uno de los pioneros de la danza contemporánea y experimental en Ecuador.

*


El silencio se prolonga en la sala de artes escénicas Mariana de Jesús, ubicada en las entrañas de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, donde, desde hace más de 15 años, es maestro Wilson Pico. Hay un corredor lateral que atraviesa el escenario pintado íntegramente de negro y, al final, está el camerino del que cuelga ropa desgastada de colores grises y terrosos.

Wilson usa unos lentes de pasta mediana y viste una holgada camisa morada, con un pantalón de tela azul. Se lo ve liviano. Sus palabras son lentas, prudentes. El tono de su voz es lánguido como el movimiento de sus montañosas manos, que usa a cada momento para evocar un recuerdo.

Las eleva, las empuña, las desliza de izquierda a derecha, las coloca sobre las piernas relajadas, las constriñe, las afloja. No les da tregua y con ellas responde a la primera pregunta: “¿A qué edad empezó a bailar formalmente?”. Con la cabeza levemente recostada sobre su hombro izquierdo y la mirada estática, dibuja con los dedos una parábola y responde: “El próximo año cumpliré 5 décadas de actividad artística y recién acabé de cumplir 67 años. Con esta ubicación en el tiempo te digo cuándo inicié”.

¿Cómo sucedió?

Para ser honesto, no me interesé en la danza. Lo que quería era buscar una enamorada e ingresé con mi hermano mayor, Julio Pico, que lamentablemente falleció, a la Escuela de Ballet de la Casa de la Cultura. Y luego no paré.

¿Sospechó, en ese entonces, que no pararía?

Dentro de mí tenía un miedo enorme a la danza, porque en ese tiempo, a finales de los sesenta, ser bailarín era muy mal visto, sobre todo en los sectores populares. Yo venía de La Tola y ahí era bien visto ser torero o boxeador.

¿Nunca se sintió atraído por esas actividades?

Sí. Antes de llegar a la danza, con Julio, pasamos por algunos gimnasios, pero era muy duro. Había muchos golpes y no aguantamos. La tauromaquia era difícil porque los chicos que eran aficionados en ese tiempo a los toros, se levantaban muy temprano, tenían una mística que hasta ahora tengo una sana envidia.

¿En qué consistía esa mística?

Era levantarse a las tres de la mañana, caminar dos o tres horas hasta la hacienda más cercana para poder, de alguna manera secreta, entrar a los chiqueros donde estaban los toros o las vacas. Con frecuencia, quienes toreaban a los animales eran atrapados, ortigados y ‘jueteados’ (golpeados) para que no regresen. Y estos chicos del barrio La Tola, que eran como unos diez, doce, persistían y persistían. Yo no pude soportar eso, aunque me gustaba. Secreta e ingenuamente pensé que de la noche a la mañana podía salir de la pobreza con el box o el toreo.

¿Tuvo una infancia difícil?

Vengo de una familia numerosa. Soy el hijo número once de ocho hermanos y cuatro hermanas. Además de ser suficientemente grande mi familia había primos, tías y tíos, entonces, fácilmente, a la hora del almuerzo, éramos entre treinta o cuarenta personas. Esa era la única comida. Nuestra pobreza era real, pero lo lindo de esa pobreza era que nos gustaba cantar y bailar cuando estábamos todos juntos.

¿Qué cantaban y bailaban?

Sanjuanitos, pasacalles, boleros, tangos… Nos gustaba bailar de todo. Y papá, cuando vivía, como cocinábamos con fogón, nos contaba cuentos alrededor de las llamas. Los cuentos, las canciones, el baile eran una manera de distraer el hambre, de fortalecernos interiormente. Yo agradezco ahora ese período que pasé, era un alimento espiritual, poderoso. Agradezco haber tenido la madre que tuve, ese milagro de mujer que pudo parir doce personas y, sin embargo, seguir, como mi abuela, que tuvo 19 hijos. Ambas eran parteras.

Wilson y Julio Pico no encontraron el amor que buscaban, pero sí el encanto por la disciplina corporal que otorga el ballet clásico. A los 17 años ingresaron a sus primeras clases formales de baile y su primera profesora, Noralma Vera, desde el primer día de estudio llegó con advertencias que ellos asumieron como retos. “Si faltan una vez, no vuelvan más”, les dijo y, en vez de asustarse, se sintieron seducidos.

La técnica del ballet clásico entrenó el cuerpo de Wilson dándole líneas conspicuas a sus extremidades, pero limitándole las posibilidades de expandir el conocimiento somático sobre el escenario. Todo era muy ensayado y atado a elementos por fuera el cuerpo. Primero estaba el texto, la música, el vestuario y al final, el actor. Wilson se desencantó hasta que en un día se cruzó con un discípulo del maestro polaco Jerzy Grotowski, creador del Teatro Pobre, un teatro experimental que se centraba en el individuo sobre las tablas por sobre otros elementos, como la música o el maquillaje, que son eliminados de la puesta en escena. Se trataba del francés Pascal Monod, quien llegó al Ecuador gracias a un convenio que había tenido la Casa de la Cultura con la Unesco.

¿Ahí fue cuando empezó con la danza moderna?

Sí. Curiosamente este instructor arrancó con noventa personas, entre actrices y actores, y pocos aguantaron el rigor del entrenamiento físico.

Recordemos que aquí no se daba mucha importancia al cuerpo. Los ensayos se hacían con la ropa con la que se llegaba de la calle, apenas se sacaban los zapatos. Era aprender el texto y, más o menos, mover el cuerpo.

¿Cómo fue el trabajo con Pascal Monod?

Él vino con una propuesta diferente que, a mi modo de ver, rebasó la propuesta de Fabio Pacchioni, que en ese tiempo era como la ‘vaca sagrada’.

Pascal puso al cuerpo primero y su entrenamiento te permitía descubrir tus mentiras. Pascal se quedó con apenas seis alumnos. Cuando se venció el convenio tuvimos que pagarle, por fuera, para que nos dé más clases y luego trabajamos un año entero con él en la Alianza Francesa. Nunca me arrepiento de haber pagado por aprender.

¿Quedó algo del ballet clásico en su cuerpo?

Claro, quedó la disciplina. Por eso suelo decir que poseo un mestizaje de técnicas. Están los bailes de niño, el pasacalle, el sanjuanito, los ritmos urbanos, el tango, el bolero, la cumbia, el ballet clásico y también el entrenamiento grotowskiano. Todo eso está en mi cuerpo. Como mestizo que soy, con el tiempo fui redescubriendo, sobre el escenario, los ritmos que experimenté en mi vida.

Ritmos que incluso pertenecían a la cultura negra…

Tuve la oportunidad, en el 74, de salir por primera vez del Ecuador hacia Venezuela y tomé uno de los últimos talleres que dictó Katherine Dunham, una bailarina negra extraordinaria que tenía como unos 85 años. Fue un seminario intensivo que me hizo descubrir que podía bailar ritmos afros, negros, porque soy andino.

Con esa formación, en los setenta, inició el Ballet Experimental Moderno…

Sí, digamos que fue el primer grupo de danza moderna y contemporánea en Ecuador, no solamente en Quito. Lo formamos con Diego Pérez y Julio Pico. Los tres éramos los puntales y alrededor de nosotros había compañeros y compañeras con los que llegábamos a ser diecisiete. Eran personas con menos experiencia, pero con quienes estrenamos nuestras primeras obras en la Concha Acústica de Luluncoto.

¿Qué se proponían?

El grupo duró dos, tres años, y fue el primero que se lanzó a bailar no solamente en la calle, sino en hospicios, hospitales, prostíbulos o en galleras. El espacio de los teatros era algo ocasional. Había una actitud política, de descubrir nuevos sitios, incluso Diego Pérez le puso un nombre hermoso: Taller Coreográfico del Hambre. Todos nuestros temas tenían que ver con las necesidades más apremiantes del pueblo.

América Latina vivía las secuelas de lo que fueron las cruentas dictaduras en el Cono Sur y, Wilson Pico, no se sintió aislado de esa realidad a la hora de componer sus obras. Lo que creaba no eran panfletos políticos, sino piezas dancísticas basadas en el Teatro Pobre, que recogían el desasosiego de la época. En ese tiempo, además de lo que hacía con el Ballet Experimental Moderno, montó en las fábricas obreras funciones junto con el músico Jaime Guevara, el actor Carlos Michelena y el mimo José Vacas. Piezas como Historia de una muchacha llamada América, Obreros, Los Mendigos o Los Cargadores se convirtieron en trabajos generacionales que, con la potencia de la danza, matizaban la opresión que vivían.

Wilson Pico nutrió su repertorio de la memoria que lo visitaba insistentemente, de los individuos que vio de niño cruzar las calles de su barrio, mientras golpeaba la tierra con los pies descalzos. Cargadores, beatas, reclutas, prostitutas y amas de casa se convirtieron en el corpus de los personajes que nunca lo abandonarían. “El príncipe quedó donde debía quedarse”, dice con los hombros levemente encogidos, al referirse a los papeles que interpretó, como el Cascanueces, cuando hacía ballet clásico.

¿Usted fue encontrando su camino por sí solo?

Si bien he viajado a México, donde conocí a Guillermina Bravo, y luego llegué a Nueva York, donde me pagué las clases que creí que necesitaba, con Martha Graham y Louis Falco, al otro lado de eso hay una línea de trabajo importantísima, que es la autodidacta, que nunca la  abandoné. Entonces esa experimentación fue la que me permitió encontrar, en un proceso de largos años, la gestualidad, el movimiento, digamos, ecuatorianos.

Tuvo la necesidad de formarse íntegramente, que hasta entró al Conservatorio de Música…

Entré ahí no tanto para ser músico, sino para saber solfear. ¿Y qué me daba el solfeo? La métrica, que me permitía contar mejor la música cuando daba clases, hasta ahora. A mí me tocó ser profesor desde los inicios, con lo que sabía, porque había atrás tanta gente que pedía eso. También tuve tres años de artes plásticas. ¿Para qué? Para el vestuario, para el color, para el manejo de las luces. Iba completando intuitivamente lo que iba necesitando.

Antes de convertirse en el embajador de la danza moderna ecuatoriana, a mediados de los setenta, Wilson Pico estrenó dos obras fundamentales en el país que marcarían rupturas en cuanto a las técnicas y contenidos corporales que se practicaban en ese entonces: Beata y Mujer. Por esos trabajos, que representan desde el cuerpo de un hombre las interminables labores en una jornada habitual de trabajo de una mujer y el disciplinamiento religioso, Wilson ha sido llamado desde Estados Unidos, México y Europa para remontar las obras.

Sin perder el asombro de cómo resiste, opera el cuerpo femenino, el maestro recuerda con respeto que, desde niño, no sabía por qué las mujeres no descansaban de trabajar. “Las mujeres populares —remarca— cargan sobre sus espaldas un niño que está durmiendo y, además, están lavando la ropa y, si no, están pelando las papas, o están desgranando los choclos, barriendo”.

¿Cómo definió la religión su obra?

Yo fui católico, apostólico y romano hasta los 24 años. Ahora soy una persona laica, un libre pensador, pero en mi cuerpo, en mis huesos está experimentado lo que hace la religión, no solamente la católica. Con razón de causa diría que las religiones provocan en el ser humano un miedo terrible, y yo conozco cómo era el confesarse, el comulgarse. Confesarse y volver a pecar. Yo conozco, mi cuerpo conoce. Entonces tenía que hacer ese baile de la beata.

¿Qué sintió al interpretar personajes femeninos, luego de haber retratado a obreros, cargadores...?

Más allá del contenido, lo importante fue que para ejecutar Mujer y Beata tenía que vestirme de mujer. Era la primera vez que en Ecuador, en las artes escénicas pasaba eso. Me daba un miedo enorme hacerlo. Pero ¿dónde encontré la motivación para hacerlo? Al toparme con el Diccionario del Folklore Ecuatoriano, de Paulo de Carvalho Neto. Ahí él registra lo que hay a dos horas y media de aquí (Quito), en Latacunga: la Mama Negra. En esa fiesta popular están las camisonas y tantos otros personajes hechos por hombres vestidos de mujeres.

¿Lo criticaron negativamente por hacerlo?

No era fácil. Quito, por 1975, todavía era una ciudad franciscana y si ya era un reto que alguien esté haciendo danza, imagínate si lo hacía vestido de mujer. Pero lo hice y fue como una inauguración de esa temática. Sin darme cuenta, también fue el primer trabajo con una posición, una defensa de género. Luego vinieron más personajes masculinos: ‘El recluta’, ‘El mendigo’ y ‘El hombre de las medallas’, una sátira los dictadores de ese tiempo.

Con esas y otras obras Wilson Pico emprendió, por su propia cuenta, una gira junto con su esposa, la escritora y periodista Natasha Salguero. Juntos, antes de tener a sus dos hijos, viajaron por varias ciudades de América Latina. Cuando llegaron a Colombia, el músico Jorge López, que dirigía el célebre grupo Yaki Kandru (que significa ‘tenemos hambre’), vio el trabajo de Wilson y le dijo que lo que él hacía eran “Crónicas Danzadas” y, con ese nuevo nombre, terminaron de recorrer su ruta, que llegó hasta los Estados Unidos.

En México hicieron amistad con el grupo de teatro Los Mascarones, en Cuernavaca, y ellos los vincularon con el movimiento escénico de California, que albergaba a una considerable cantidad de gente chicana. Así fue como participaron en varios festivales en la ciudad de San Diego.

Natasha Salguero había estudiado en el Colegio Americano de Quito y hablaba fluidamente inglés. Cuando Wilson entraba al camerino para cambiarse de ropa, ella, en los intermedios, explicaba a la audiencia la violenta realidad que vivía la región y, así, el nombre con el que habían sido bautizados en Colombia tuvo mayor sentido.

El proyecto de Crónicas Danzadas terminó cuando Natasha tuvo a su primera hija, Amaranta, y, dos años después, al siguiente, Manuel. Wilson empezó a viajar solo y a hablar por sí mismo. “Tengo siempre mi memoria corporal despierta en el escenario”, dice mientras su mano derecha se abre como una tarántula y se acomoda en el centro de su corazón.

Ya en Ecuador, la pulsión por diseminar sus conocimientos se materializó en dos conjuntos que fundó: el grupo Estudio, en 1979, junto con José Vacas; y el Vivadanza, en 1982. En 1984 fue cofundador y director (de 1985 a 1992) del Frente de Danza Independiente, del cual nació la primera sala independiente para el público capitalino, con el nombre José Limón, otro de los pioneros de la danza moderna.

De no contar con espacios ni formación para la danza moderna, se crea un Frente nacional, ¿cómo sucedió?

En ese tiempo, digamos, el movimiento dancístico había crecido, eso facilitó que sea haga el Frente con personas como Kléver Viera y María Luisa González, entre otros. Nuestra intención fue clara desde el inicio: apoyarnos administrativa y artísticamente.

Por esa época también encontró la sala Mariana de Jesús, en la cual se ha mantenido hasta ahora.

Esta sala tiene 18 años. Yo llegué solito acá, buscando. Cuando les llamé a los demás compañeros, se asustaron. Dijeron que ahí no había cómo trabajar, que era muy húmedo y que me iba a enfermar. Pero luego recibí una llamada de la fundación holandesa Hivos, que me auspició un proyecto y gracias a ese apoyo hicimos esta sala.

¿Qué le ha dado la danza contemporánea?

Todo. Primero diría que aparece porque las necesidades del ser humano son diversas, entonces el lenguaje clásico no alcanza a reflejar lo que el individuo quiere decir. La danza contemporánea entrega cuerpos diferentes. Pero luego ha estado la danza experimental, que no se conforma con un lenguaje codificado, pasa buscando y permite, por ejemplo, que gente sin piernas, que personas ciegas bailen. Creo que cada cuerpo —alto, bajo, gordo o flaco— tiene dentro de sus huesos una historia personal que es interesante explorar, y yo lo hice bailando.               

                                                                                                                            *

Un golpe metálico viaja desde el otro extremo de donde está sentado el maestro Wilson Pico. Es uno de sus alumnos que, horas antes del ensayo de la tarde, tras unas rejas, viene a pedirle un favor. Él lo escucha y le dice que regrese luego, que ahora está ocupado, como siempre lo ha estado, desde que empezó a amasar su futuro con sus escasos pies de niño.

En 2007 creó el Teatro del Cuerpo Hilo de Plata, que este año presentó varias obras. En 2011, juntó con su hija Amaranta, publicó Cuerpo Festivo, una investigación de doce fiestas populares de Ecuador; y fundó la Escuela Futuro Sí, de educación dancística.

El diálogo termina y la memoria de Wilson Pico descansa, se nota en las manos acurrucadas sobre los muslos, en los pies fijos y transparentes  sobre el piso de la sala que lo ha visto estallar, íntegro. (F)

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