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Itinerario afectivo de una cartografía narrativa escrita por mujeres

Foto de Clarice Lispector por Claudia Andujar. Tomada de www.culturamas.es
Foto de Clarice Lispector por Claudia Andujar. Tomada de www.culturamas.es
09 de marzo de 2015 - 00:00 - Alicia Ortega Caicedo, Crítica, investigadora y docente universitaria

Mi exploración alrededor de la narrativa producida por mujeres latinoamericanas, a partir de la segunda mitad del siglo XX, expresa una muy breve cartografía afectiva. Son apenas ocho novelas, entrañables, que forman parte de una lista más amplia de lecturas obligatorias como parte de una asignatura en curso. El diálogo con mis estudiantes hace parte de estas líneas. Por supuesto, no están todas las que son. Elena Garro es una de las escritoras mexicanas más importantes del siglo XX. Autora de una significativa obra, de la destaco Los recuerdos del porvenir (1963). La voz narrativa de la novela es el pueblo de Ixtepec (referente de la canción que lleva su nombre, de Café Tacuba), que rememora su propia historia bajo el impacto de la post-revolución. Sorprende en la novela el manejo de múltiples temporalidades y el trabajo con la memoria (el porvenir como repetición del pasado), en el contexto de una violencia racializada y sexualizada, ejercida sobre el cuerpo y la palabra de mujeres e indios. Imposible no reconocer un aire de familia con la estética del así llamado “realismo mágico” en el tratamiento de los personajes, del tiempo y de los afectos. La novela conjuga un “tiempo quieto”, la inmovilidad que instala el espejismo de la crueldad, y una suerte de tiempo líquido que tiene que ver con lejanías, un tiempo que está más allá de lo visible y lo racional. Ese que se esconde “detrás de los párpados”. Los personajes más entrañables –Juan Cariño (el loco del pueblo), Julia, el mago forastero– habitan ese tiempo de insondables lejanías, allí en donde coinciden formas de amor y de encantamiento que rompen la solidez de los días petrificados. Elena Garro es sin duda una de las grandes voces de lo que fue el boom latinoamericano, aunque así no haya sido reconocida por la crítica de su momento.  

La hora de la estrella (1977), de Clarice Lispector narra las pobres aventuras de una migrante norestina, en una ciudad “hecha toda contra ella”. Macabea es un personaje propositivamente insignificante: “como la norestina, hay millares de muchachas diseminadas por chabolas, sin cama ni cuarto, trabajando detrás de mostradores hasta la estafa”. Simultáneamente, la autora construye un narrador, Rodrigo S. M., que entra como personaje y a la vez escritor de la novela que estamos leyendo. La voz del narrador interpela al lector, quiebra la linealidad del texto, abre innumerables paréntesis explicativos, en el ejercicio de una escritura que no deja de interrogarse acerca de sí misma: “Como que estoy escribiendo en el momento mismo de ser leído”. Esta dimensión experimental y meta-literaria centra la mirada en el devenir del relato y los códigos de su propio artificio: cómo se narra la miseria, cuáles son los recursos de una escritura que busca desnudar el grito, la culpa, el desamparo, son preguntas que hilvanan la narración: “De pronto me apasioné por los hechos sin literatura; los hechos son piedras duras y obrar me está interesando más que pensar, de los hechos no hay cómo huir”. No podemos huir de Macabea, tampoco de los guiños de una escritura que plantea el problema ético y literario acerca de la narración del otro. Para conseguir hablar de la mujer que Lispector no es, vale advertir la ironía que camufla el enmascaramiento de su propio yo que pasa a masculino: “nadie podría hablar de su protagonista, solo un hombre con sus características podría hablar de ella; si lo hiciera una mujer escritora lloriquearía blandenguemente”. Observa Lispector en su “Dedicatoria”: “Se trata de un libro inacabado porque le falta respuesta. Respuesta que, espero, alguien en el mundo me dará. ¿Ustedes?”. Cuando a Macabea le llega la hora de la estrella, la única respuesta que tal vez podamos ofrecer es “creer llorando”, como lo sugiere la autora de esta “historia en tecnicolor”.  

La novela de la argentina Sylvia Molloy, En breve cárcel (1981), elabora un intenso diálogo con la pregunta que plantea Una habitación propia de Virginia Woolf: qué necesitan las mujeres para escribir. En breve cárcel es un texto fragmentado, que hilvana trozos de la vida de quien escribe la historia que leemos. La protagonista busca fijar una historia que “no la deja”. Así mismo, ese deseo coincide con uno de conjuro, con respecto a un pasado de abandonos y dolores. El inicio de la novela pone el acento en la descripción del cuarto de la escritura: un cuarto pequeño y oscuro, en un hotel de paso. Ella escribe mientras espera a quien no llegará, Renata. La escritura deviene, entonces, soporte de una espera. Es esa misma escritura la que permite recuperar una vida que, como totalidad, parece escaparse: como si la sola materialidad del oficio permitiera, a quien lo ejecuta, la recuperación de su propia vida. La novela articula significativos nexos entre espacio, escritura femenina y vida: “Encerrada en este cuarto todo parece fácil porque recompone. Querría escribir para saber qué hay más allá de estas cuatro paredes; o para saber qué hay dentro de estas cuatro paredes que elige, como recinto, para escribir”. Este encierro, como paréntesis de escritura, deviene puente para rearmar una vida que se percibe rota. En el proceso de escritura, su autora va juntando recuerdos de infancia, sueños, fantasías, fragmentos de su relación amorosa con Vera, primero, con Renata, después. Cómo escribir la memoria de esa pasión, cómo traducir la vida en escritura, cómo interviene el cuerpo en ese ejercicio, son preguntas que recorren la novela, en el marco de una exploración del amor de una mujer por otra mujer.

Si la novela de Molloy transcurre en un espacio de encierro, La nave de los locos (1984), de Cristina Peri-Rossi, se abre a uno radicalmente abierto, alrededor del motivo del viaje. La novela evidencia una estructura también fragmentada, rica en resonancias intertextuales y de intensidad poética en la construcción de sus personajes. Uno de los ejes de la novela remite a Equis: personaje que vive pasando de ciudad en ciudad, en permanente desplazamiento. La extranjeridad, en “tiempos difíciles”, deviene condición adquirida: “No nací extranjero, dice Equis. Es una condición que he adquirido con el tiempo y no por voluntad propia”. Otros elementos que complejizan la escritura son el tema de la soledad en la gran ciudad y el de la mujer. Ambos parecen cruzarse, pues es la mujer quien porta una condición que la hace aún más vulnerable. Especial lugar ocupa Lucía, a quien conoce Equis como responsable de un autobús que traslada a mujeres que se dirigen a Londres para realizarse un aborto voluntario. La mirada de Equis confirma la existencia de una práctica social regulatoria que excluye a la mujer: ¿Qué hacen las mujeres cuando están tristes? ¿A qué lugares van? ¿Qué hace una mujer con su tristeza?, se pregunta Equis. A raíz del encuentro final con Lucía, Equis puede resolver un enigma que venía persiguiéndolo en sueños: “¿Cuál es el mayor tributo, el homenaje que un hombre puede ofrecer a la mujer que ama?” El mayor tributo, dice Equis, es “su virilidad”. Se trata de un cierre perturbador. Como perturbador resulta el encuentro de Equis con Lucía, bajo su indumentaria ambigua, andrógina, travestida en el escenario de un performance musical. Ese juego paródico escenifica el artificio que regula las convenciones sexuales. ¿Qué significa la entrega de su virilidad para Equis? Es posible leer en esa respuesta la idea de un despojamiento: el de un patrón masculino dominante. Ese despojamiento podría ser la única posibilidad para resignificar la relación entre los sexos.

Una invitación a repensar la relación con la Naturaleza, desde la perspectiva de los afectos y una estrategia política que bien coincide con lo que Arturo Escobar denomina “la defensa del lugar”, podemos reconocer en La loca de Gandoca (1992), de Anacristina Rossi (Costa Rica). La novela desmonta los mecanismos de destrucción medioambiental, como resultado de la implementación de proyectos de “ecoturismo” en complicidad con instancias de corrupción estatal. Esta novela entreteje dos historias paralelas: la lucha que lidera la protagonista, Daniela, por preservar el refugio de Gandoca va de la mano con el relato de una historia de amor. El entorno de Gandoca es el soporte espacial de una memoria afectiva: allí se juntan los cuerpos de Daniela y su esposo José Manuel: “Y sellamos nuestra unión en ese mar, el sitio más hermoso sobre la tierra”, afirma la narradora desde el recuerdo. El encuentro amoroso sensibiliza la piel frente al lenguaje del entorno natural, de allí que el conocimiento acumulado por Daniela acerca de esa naturaleza ancla en los afectos: el lazo que junta los cuerpos es el mismo que los afirma en Gandoca. Es ese conocimiento al que recurrirá Daniela en defensa del lugar, puesto que “de un tiempo para acá amanecen árboles talados, se levantan hoteles y cabinas sin ton ni son y echan aguas cloacales y basura en las playas y río”. Daniela interpela a la Ley en su esfuerzo por salvaguardar el Santuario. Una Ley de carácter arbitrario, que busca responder a la voraz lógica del capital. La narración reviste un tono coloquial al momento de traducir los innumerables diálogos de la protagonista, en su esfuerzo por desmontar un marasmo de papeles que ahoga toda posibilidad de salvaguardar la vida silvestre amenazada. Así mismo, en tanto Daniela es quien escribe el relato que leemos, como último recurso en su lucha por la defensa del lugar, la voz narrativa adquiere un tono íntimo cuando se dirige al amado ausente. Esta palabra conforma una suerte de poética del espacio, puesto que brinda imágenes descriptivas y sensoriales acerca de Gandoca como espacio plenamente habitado: la perspectiva narrativa amplifica olores, tonalidades, sonidos, de una naturaleza animal y vegetal que conforma la vida silvestre defendida desde la escritura. Memoria, afecto y conocimiento local convergen en el proyecto novelístico de Anacristina Rosi.

Cristina Rivera Garza es una escritora mexicana, galardonada con importantes premios en reconocimiento a su carrera literaria. Nadie me verá llorar (1999) también vuelve sobre el tema de la Revolución mexicana, desde una mirada que problematiza el proyecto de modernización urbana, el discurso clínico y la noción de futuro, como instancias llamadas a regular cuerpos y subjetividades en nombre de la razón, la disciplina ciudadana, la sanidad pública, la decencia y el progreso. La narración transcurre a inicios del siglo pasado, alrededor de una compleja relación que se va construyendo entre Matilda, reclusa en un psiquiátrico, y Joaquín, fotógrafo de locos. Parcelas del pasado de Matilda van estructurando una narración que intenta responder a la pregunta que le formula Joaquín: “Mejor dime cómo se convierte uno en una loca”. Ese pasado puntea la trayectoria de un devenir: campesina, migrante, obrera, militante, prostituta, loca (su patología: “hablar demasiado”, según reza la ficha médica correspondiente). Estaciones de una misma condición que coloca al sujeto femenino fuera de lugar, en relación a una matriz de conducta que pretende el control y la reclusión de los cuerpos insometidos a los ojos del poder. La pasión por la mirada ocupa un lugar importante, convoca una reflexión permanente a propósito del oficio de Joaquín y se amplifica a la luz de la idea del fracaso y la pureza. Los protagonistas eligen voluntariamente saludar el “fracaso”, sentarse junto a él e ir a contracorriente del progreso, puesto que se trata de aprender a moverse “en las orillas de la historia”.  En el proceso de ese aprendizaje, es central el reconocimiento del lugar en el que “una mujer se acepta a sí misma”. La novela da cuenta de una valiosa hibridez textual, como resultado del trasiego que la autora realizó en diferentes archivos históricos: el texto remite a una reescritura de la novela de Federico Gamboa, Santa, en clave lésbica, fragmentos de crónicas, relatos fotográficos, el ritual de los voladores de Paplanta, fichas médicas, diarios y cartas de los asilados del Manicomio General; todo un legajo documental alrededor “la enferma que hablaba mucho”.  

La escritora chilena Guadalupe Santacruz, fallecida hace pocas semanas, es autora de una obra clave en el marco de la tradición narrativa latinoamericana. Artista visual, traductora, ensayista de crítica cultural, escribió sobre arte, literatura, ciudad. Difícil escoger una novela para hablar de ella, toda su obra es poderosa. Voy a concentrar mi reflexión alrededor de Los conversos (2001), novela que gira alrededor de una indagación: la de Nesla en torno a su memoria familiar. De estructura fragmentada, mezcla de códigos dramatúrgicos y cinematográficos, tiende puentes de reflexión entre lenguaje, memoria, maternidad, exilio. La novela narra el viaje de un clan familiar en su proceso de migración. El último trámite que debe cumplir el clan es la entrevista con el médico. Todos, excepto Lara, superan exitosamente el obstáculo final. Ha sido retenida y marcada. Cuando finalmente sale y atraviesan el río hacia la Gran Ciudad, Lara ha perdido el uso de la palabra. Cuando Nesla nace, Lara inventa una lengua para su sola comunicación con la hija. Una cosa por otra, era el lema de Pompeyo, hermano de Lara. Según la mitología griega, Ifigenia es sacrificada por Agamenón para apaciguar la ira de los dioses y obtener éxito en la guerra. El cuerpo de Lara es sacrificado siguiendo esa misma lógica: aplacar el deseo masculino, conseguir pase de entrada a la Gran Ciudad. Entregada por el padre al hermano, éste a su vez la entregará al cuerpo de la ley que autorizará la entrada del clan a la ciudad. Este pago a cosa del cuerpo y de la lengua de Lara bien se corresponde con lo que Gayle Rubin denominó “tráfico de mujeres” a propósito de una reflexión sobre la economía política del sexo. El clan pagó su peaje de entrada a la Gran Ciudad en “carne de mujer”. Se trata de una novela tremendamente rica que abre varias líneas de reflexión: la lengua materna (la que inventa Lara para su hija, estallada e incomprensible desde la racionalidad social) y el concepto de “cora semiótica” según Kristeva (ese lenguaje, entrelazado a lo arcaico materno, que antecede al orden de lo simbólico), el proceso de conversión que experimenta el sujeto migrante, el devenir animal de Nesla, la compleja relación del “cuerpo-a-cuerpo” madre/hija.

Lo que no tiene nombre (20013), de la escritora colombiana Piedad Bonnett, es una novela testimonial, que narra el suicidio de su hijo Daniel tras el padecimiento de una larga enfermedad. Esta novela elabora una honda reflexión en torno al duelo, la maternidad, la escritura. Cómo se narra el dolor es la primera pregunta que explícitamente aborda la escritora en las primeras páginas de su novela: “aunque sé que mi lengua jamás podrá dar testimonio de lo que está más allá del lenguaje, hoy vuelvo tercamente a lidiar con las palabras para tratar de bucear en el fondo de esa muerte”. La novela se construye precisamente en esa herida que se abre ante la necesidad de contar una realidad para la que no hay palabras, y el imperativo de comprender lo que en sí mismo carece de todo sentido: la muerte. Justamente en el hecho de nombrar el suicidio y poner nombre a una enfermedad, la esquizofrenia, esta novela cobra un aliento de enorme impacto político. El suicidio y la esquizofrenia es aquello de lo que no se habla ni se pronuncia, aquello que ha sido convertido en estigma por una sociedad punitiva y normalizadora. Por tanto, narrar el suicidio y la esquizofrenia en términos testimoniales nos interpela éticamente acerca del sentido de comunidad que hemos construido como seres humanos. De hecho, dicha dimensión política se explicita en la manera cómo la novela interpela el discurso médico y la institución psiquiátrica, la ortodoxia de una sociedad que determina cuáles son las formas del éxito. La novela interroga los alcances de instituciones y discursos que han olvidado el sentido de la ética, los lazos de solidaridad, la posibilidad de compasión, la apuesta por una vida que haga posible una forma básica de comunidad. La novela es la narración de un suicidio, pero es también la defensa de una vida no solo preservada en la memoria sino con derecho a ser nombrada justamente en razón de su misma vulnerabilidad. Según la filósofa norteamericana Judith Butler el tema del duelo nos convoca a pensar cómo nosotros acogemos la vulnerabilidad física de lo humano.

Sintetizar más es difícil. Sobrepasé el generoso espacio concedido. Más bien cierro con la enumeración de otras novelas, muy contemporáneas, que formaban parte de este entramado de lecturas. Quizás como guiño de una siguiente entrega: El cuerpo en que nací (2009), de Guadalupe Nettel; Sangre en el ojo (2012), de Lina Meruane; El mar que nos trajo (2013), de Griselda Gambaro; Distancia de rescate (2014), de Samantha Schweblin. Este mapa tuvo como propósito visibilizar algunas novelas que quizás no han circulado con la suficiente presencia en nuestro país. No quiero cerrar estas reflexiones sin celebrar el reconocido mérito de dos escritoras ecuatorianas: Natasha Salguero, con su novela Azulinaciones (1990) –verdadero parteaguas en el tratamiento de lenguaje, del personaje femenino Gabriela y la temática del aborto– y Alicia Yánez Cossío, la más grande escritora ecuatoriana, autora de emblemáticas e inolvidables novelas: Bruna, Soroche y los tíos (1971), La cofradía del mullo del vestido de la virgen pipona (1985), La casa del sano placer (1989), Aprendiendo a morir (1997), mis más queridas en el marco de un vasto y prolífico conjunto narrativo.

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