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Ecuador, 26 de Diciembre de 2024
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El Telégrafo
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El chulla quiteño

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Parecía ser ya una especie en extinción. O extinta. El personaje costumbrista de una comarca olvidada. El hombre de las esquinas que fueron. De la ciudad que cambió. El recuerdo estropeado que el paso de los transeúntes se empecina en borrar. O en ignorar. Porque su facha ya no le dice nada a nadie. Solitario y observador. Presto al piropo y a la conquista rápida. Embustero, plantilla y picarón. Empobrecido y alegre. Experto en el arte de la seducción mezquina y risible. Un clase media embutido en elegancias desgastadas. El viejo traje bien planchado. El lustre que disimula el trajín de los zapatos. El pelo con gomina, brillantina, o gel, como ahora se dice. Un aura pertinaz de colonia o loción. El verbo lisonjero, almibarado y sinuoso. La broma a flor de labios: la ‘sal quiteña’ lista a fluir, como un veneno, por el aguijón de la burla, el apodo o el sarcasmo. En el final del siglo XX, el chulla quiteño parecía, a lo mucho, un recuerdo.

Incluso, en 1991, Fernando Jurado, en un libro memorable, nutrido y disperso (El chulla quiteño), ya hablaba de su agonía y posible muerte, entre recuentos exhaustivos y curiosas clasificaciones.

Sin embargo, entrado ya el siglo XXI, lo he visto varias veces, apenas escondido en sus disfraces de hoy: las corbatas coreanas y los zapatos chinos y los jeans porque el terno ya no le es obligatorio. Incierto, un poco subrepticio; más que anónimo, anodino, me ha hablado de proyectos mínimos y salvadores. Atropellado, meloso, casi zalamero, a ratos inseguro, otros fingiendo una afable audacia, lo he visto encarnado en cuerpos diversos: flaco o robusto, joven o maduro, morenazo o blancuzco: no importa. Acaso no sabe que proviene de una vieja historia: la de los chullas quiteños. Una historia que sobrevive en él pero que empezó, quizá, un siglo y medio atrás.

Tratemos pues de rastrearlo: se nos viene a la mente, como música de fondo, la canción emblemática de Quito:

Yo soy el chullita quiteño

La vida me paso encantado

Para mí todo es un sueño

Bajo éste mi cielo amado.

 Al compás de su ritmo picante, hecho para el baile y los festejos, recordamos, aparte de los ya nombrados, a los chullas de la ciudad petrolera de los setenta, expertos en el arte de ‘remar’, o sea: de hacerse pagar los consumos de bares o cafés por sus contertulios de ocasión. Fieles asistentes a cócteles, a los que nunca los invitaban, a los matrimonios, bautizos y cumpleaños: uno de ellos murió en su ley: por no pagar la cuenta de un saloncito para madrugadores. Cuestión de honor. Tradición heroica. La había heredado de su padre, pues tampoco las pagó jamás. Otro, llamado ‘El 24 mil palabras’, también murió pronto, con el corazón fatigado de tanto andar y hablar. Unos cuantos, que aprovecharon el esplendor de esa época, y hasta hicieron fortuna, terminaron perdiéndola en el juego y los excesos. Otros no, por supuesto. Y ahora son caballeros acomodados y nostálgicos. O sea: el sueño realizado de los chullas que fueron.

Pero, en esta búsqueda regresiva de chullas memorables, de diez y veinte años atrás, nos encontramos con un personaje de la comedia quiteña: Evaristo Corral y Chancleta, protagonizado, en un centenar de ‘estampas’ costumbristas y políticas, por un actor mimado por su público, chulla de cepa también: el omoto Ernesto Albán.

Ese tal Evaristo, caricatura de una caricatura, criticón, dicharachero, rebelde hasta el límite que el humor resguarda, o el poder permite (aunque no siempre: porque el omoto fue encarcelado un par de veces), nos mostró que el chulla necesita de otros chullas para ser: en la jorga de la esquina, en el fútbol, en la mesa de cuarenta. Apenas en los lances amorosos y en los negocitos vivarachos, hace honor a su nombre quichua (chulla: solo, solitario. Un cazador furtivo y adornado).

Con lo dicho, vemos que es una figura más compleja de lo que creemos. No es necesariamente del puro Quito (Ernesto Albán era de Ambato). Ni es siempre un mestizo. Ni pertenece a la clase media de modo obligado. Y su indumentaria varía según las épocas. La verdad es que ocupa un no-lugar, un agujero negro en la ciudad mestiza, sí, que a un tiempo lo canta y denigra. Alguien que es y no es. Que finge ser. Quizá un payaso engalanado que llora en secreto. Un bufón festivo y trágico.

A la altura de los años cincuenta la cosa quizá estuvo más clara. Jorge Icaza lo buscó por dentro y por fuera en la más consumada de sus obras: El chulla Romero y Flores. Lo pintó como un mestizo vergonzante, desgarrado entre su fascinación por las formas del poder y sus gustos y amores más secretos; condenado a “ venerar lo que odia y esconder lo que ama”. Grandes estudiosos se han ocupado de él: antes, Agustín Cueva; ahora, Manuel Corrales Pascual, Carlos Arcos. Muchos más. Él fue el habitante típico, reconocible, de una ciudad pequeña que se preparaba a dejar de ser la capital del país rural y agrario que cambiaría también.

La memoria de esa ciudad recoge los nombres célebres de muchos chullas quiteños que pasearon, risueños y delirantes, sus retorcidas callejas: el Terrible Martínez, el Sordo Piedra, el Lluqui Endara, tantos otros.

Pero antes de ellos, a partir de 1878, José Modesto Espinosa pintó, quizá por primera vez, en sus Artículos de costumbres, con burla y desprecio, a los ‘chulla levas’, personajes que, en su ojo conservador y ya algo nervioso por el ascenso de las clases medias y la inminente revolución liberal, eran el claro antecedente de los chullas quiteños.

Decíamos que hoy, este personaje entrañable de la ciudad no ha desaparecido ni ha muerto, pero se ha transformado. Ya no lo reconocen sino quienes lo buscan. Ha perdido sus nombres y apodos propios y singulares. Porque se ha multiplicado y es anónimo. Se ha vuelto ubicuo y sorpresivo: asoma y desaparece por cualquier lado. Quizá siempre fue así y la memoria de la ciudad solo identificó a los más pintorescos y elocuentes chullas de oficio, y olvidó a los otros. En contra de lo que opinan los estudiosos, creo que el Chulla quiteño es ante todo un personaje que todos podemos actuar, hombres y, ahora, mujeres: una máscara, un comportamiento: el disfraz al que acudimos, en la ciudad de las apariencias y los reflejos falsos, para tratar de halagar, con plantilladas y chanzas, la mirada esquiva de algún poderoso señor que, a veces, también finge serlo.

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