Internet es un espacio de la realidad, de la vida del día a día de miles y miles de ciudadanos. En el mundo hay ya más de 3 mil millones de usuarios activos de Internet. Esto representa, aproximadamente, un índice de penetración del 40 %. Los países nórdicos ―Islandia, Noruega, Suecia, Dinamarca y Finlandia― son, junto a los Países Bajos y Luxemburgo, los que presentan un mayor porcentaje, superando el 90 %. En cambio, la penetración promedio de América Latina, según un informe de la agencia eMarketer, es del 51 %.
La página Internet Live Stats nos muestra, en tiempo real, que en tan sólo un segundo se realizan, aproximadamente, 50 mil búsquedas en Google, se reproducen casi 100 mil vídeos en YouTube y se envían más de 2,3 millones de correos electrónicos. Usamos la Red para trabajar, para entretenernos, para comunicarnos… para todo y en todo momento. Lamentablemente, Internet todavía no llega a todo el mundo, pero para los que sí podemos utilizarla a diario, se ha convertido en una herramienta que parece irremplazable. Y no solo no nos imaginamos la vida sin ella, sino que la división que solíamos hacer entre lo real y lo virtual hace tiempo que ha quedado sin efecto. Internet es ahora nuestra nueva realidad.
En septiembre del año pasado, la compañía española Telefónica presentó su Manifiesto Digital: «Por una Internet abierta y segura para todos». En este documento, se identifican la accesibilidad, la apertura de Internet y la confianza digital como los grandes desafíos de la Revolución Digital, y para abordarlos se presenta un decálogo de recomendaciones que van desde incrementar la transparencia en las condiciones de uso de los servicios hasta transformar los modelos educativos. Pero estos retos son tan sólo un parte de los nuevos desafíos que la Revolución Digital plantea a los Gobiernos, empresas y ciudadanos.
Nuevas brechas
La gran brecha es que el mundo se divida entre conectados y desconectados, ya que la información, la comunicación y las relaciones se han convertido no tan solo en el primer consumo del mundo (el consumo de contenidos) si no en el elemento central para favorecer, impulsar y garantizar el desarrollo social y económico. La conectividad (o su ausencia) es la nueva política arancelaria del siglo XXI. Las grandes empresas creadoras del nuevo ecosistema digital, están moviéndose hacia políticas de compromiso digital con una perspectiva global. Por ejemplo, Mark Zuckerberg lanzó el pasado mes de septiembre, Internet.org, un «proyecto de colaboración mundial cuyo objetivo es que el acceso a Internet sea asequible para los dos tercios del mundo que aún no están conectados». Internet.org ha desarrollado una aplicación móvil que ofrece acceso gratuito a varias plataformas y páginas, como, por ejemplo, Wikipedia, UNICEF, AccuWeather y, lógicamente, Facebook.
Internet.org, como tantas otras iniciativas corporativas y gubernamentales, pretende paliar la que se conoce como brecha digital, que no es otra cosa que la distinción entre los que tienen o no acceso a las nuevas tecnologías y aquellos que no lo tienen. Este concepto (surgido de traducir la expresión inglesa digital divide) adquirió notoriedad durante la Administración Clinton, cuando Larry Irving, responsable, entonces, de la Agencia Nacional de Telecomunicaciones e Información (NTIA por sus siglas en inglés), publicó tres informes bajo el título Pasando desapercibidos, definiendo la brecha digital. A las desigualdades que ya existían se había sumado una brecha tecnológica que agudizaba las diferencias.
La universalización de los teléfonos inteligentes ―según un reciente estudio de Ericsson, para 2020, se espera que el 90 % de la población mundial mayor de 6 años tenga un smartphone― se ha convertido en el mejor paliativo para la brecha digital. Pero, aunque los teléfonos han abaratado el costo de acceso a la Red, algunos países y regiones todavía cuentan con infraestructuras deficientes.
El acceso a las tecnologías se ha adelantado drásticamente; en algunos países, los niños poseen ya su primer teléfono móvil entre los 10 y 12 años, aunque el contacto con la tecnología se da en los primeros años de vida, cuando juegan ―y aprenden― con los dispositivos de sus padres. La tecnología es joven y es de los jóvenes. Latinoamérica, en este sentido, tiene la mayor proporción de usuarios menores de 25 años del mundo. Se trata de la generación de los millennials, de los nativos digitales. Se suma, entonces, una brecha generacional que divide a los nativos digitales y a los inmigrantes digitales, y que no sólo es generacional, sino que es también cognitiva y cultural. Si la brecha generacional es el problema, la alfabetización digital universal es el desafío.
Ciberdelitos y privacidad
Con el masivo acceso de los jóvenes a Internet y a las redes sociales saltan algunas alarmas. Los niños se exponen a peligros como, por ejemplo, el cyberbullying y el grooming ―el acoso sexual de menores en la red la acción deliberada de un adulto en Internet para seducir y abusar sexualmente de un menor―. Algunos Gobiernos y organizaciones transnacionales han comenzado a ocuparse del tema. Unicef publica periódicamente material para la prevención del grooming, Gobiernos nacionales como España, Canadá y Argentina, entre otros, lo consideran un delito, y el Consejo de Europa realizó un informe titulado Protection of Children Against Abuse Through New Technologies.
Por otro lado, el ecosistema digital recibe ―y guarda― una ingente cantidad de datos. En un segundo, se transfieren, aproximadamente, más de 22,5 mil gigabytes y esto incluye nuestros datos personales, fotos, conversaciones, ideas, etc. Según un estudio de PwC, un 73 % de los usuarios está dispuesto a ceder sus datos con tal de obtener beneficios y conseguir una mejor experiencia como cliente. Las grandes compañías acceden a ellos fácilmente para microsegmentar su publicidad. Las revelaciones de WikiLeaks, en su día, pusieron en evidencia la vigilancia a la que estamos sometidos.
El reto es doble. Por un lado, garantizar nuestra privacidad y seguridad y regular para hacer posible una utilización adecuada (en esta línea, destaca Data Transparency Lab, una iniciativa que «busca revelar el flujo y el uso de los datos personales para favorecer la transparencia y la responsabilidad en el tratamiento de esta información») y, por el otro, concienciar a los usuarios sobre los peligros y capacitarlos en un uso responsable de Internet.
Hacia el ecosistema económico digital
Se conoce como Economía Digital al conjunto de bienes, servicios y actividades que se basa en la tecnología digital; Manuel Castells la define alguna vez como «la economía de las empresas que funcionan con y a través de Internet». Sin embargo, el término apareció por primera vez en 1995 con el bestseller La Economía Digital de Don Tapscott.
Para 2015 se prevé que la industria global de Internet producirá entre 750 y 950 miles de millones de dólares. Las startups se multiplican, pero, al mismo tiempo, aumenta el poder de los gigantes tecnológicos. La concentración de poder e información se produce en algunas pocas empresas y en menos países. El ecosistema económico-digital debe abrirse para evitar la consolidación de nuevos monopolios y para que la economía digital sirva, también, como impulso para los países en vías de desarrollo.
En el desafiante contexto de la Revolución Digital, la ciudadanía, empoderada por la tecnología y actuando en redes que conectan intereses, objetivos y proyectos, se convierte en una ciberciudadanía conectada, informada y vigilante. Esto exige una alianza entre instituciones gubernamentales, empresas y usuarios que garantice una ciberciudadanía plena, con derechos y obligaciones.