Los jóvenes, conectados a través de los medios sociales, sus ágiles dedos en su teléfono celular, han tomado las calles para protestar en varias partes del mundo.
Parecería más fácil explicar estas protestas cuando ocurrían en países no democráticos, como en Egipto y Túnez en 2011, o en países donde la crisis económica ha elevado el número de jóvenes desempleados a alturas atemorizantes, como en España y Grecia. Pero no es tan fácil cuando estallan en países con gobiernos populares y democráticos, como Brasil, donde actualmente disfrutamos de uno de los índices de desempleo más bajos de nuestra historia y experimentamos una expansión sin paralelo de los derechos económicos y sociales. Esto requiere una reflexión muy profunda por parte de todos los dirigentes políticos.
Muchos analistas atribuyen las recientes protestas al rechazo de la política. Yo pienso que es precisamente lo contrario. Las protestas reflejan la necesidad de ampliar la democracia y aumentar la participación ciudadana; de renovar la política, acercándola más al pueblo y a sus aspiraciones cotidianas.
Pienso que las manifestaciones son en gran medida el resultado de los éxitos sociales, económicos y políticos alcanzados los últimos años.
Yo sólo puedo hablar con autoridad acerca de mi propio país, Brasil, donde existe una ávida generación nueva. Pienso que las manifestaciones son en gran medida el resultado de los éxitos sociales, económicos y políticos alcanzados los últimos años. En el último decenio, Brasil duplicó el número de estudiantes universitarios y muchos de ellos provienen de familias pobres. Reducimos marcadamente la pobreza y las desigualdades. Estos son logros significativos, pero también es completamente natural que los jóvenes deseen más, en especial aquellos que están obteniendo cosas que sus padres jamás tuvieron.
Estos jóvenes tendrían quizá 8, 10 o 12 años cuando el Partido de los Trabajadores, en cuya fundación participé, llegó al poder junto con sus aliados. Ellos no vivieron la represión de la dictadura militar de los años 60 y 70. No vivieron la inflación de los 80, cuando lo primero que hacíamos al recibir nuestro sueldo era correr al mercado y comprar todo lo posible, antes de que los precios subieran más al día siguiente. Recuerdan muy poco de los años 90, cuando el estancamiento y el desempleo deprimieron a nuestro país. Ellos quieren más. Es comprensible que sea así. A los jóvenes se les abrieron las puertas de la educación universitaria y ahora quieren mejores empleos para empezar a aplicar lo que aprendieron. Empezaron a usar servicios públicos de los que no disponían antes y ahora quieren que se eleve la calidad de dichos servicios. Millones de brasileños, especialmente los de las capas más populares, compraron su primer auto y viajaron en avión por primera vez. Ahora, el transporte público debe ser eficiente y digno, debe facilitar la movilidad urbana, haciendo la vida en las grandes ciudades menos difícil y menos estresante.
Los anhelos de los jóvenes no son meramente materiales. También quieren tener más acceso a actividades recreativas y culturales. Sobre todo, sin embargo, exigen que las instituciones políticas sean más limpias y transparentes, sin las distorsiones del anacrónico sistema electoral y de partidos políticos de Brasil, que recientemente ha demostrado su incapacidad de manejar la reforma política. No puede negarse la legitimidad de estas demandas, aunque sea imposible satisfacerlas todas de inmediato. Primero es necesario encontrar los fondos, trazar las metas y definir cómo se alcanzarán.
La democracia no es un pacto de silencio. Una sociedad democrática siempre está en movimiento, debatiendo y definiendo sus prioridades y sus desafíos, anhelando nuevos logros continuamente. Sólo en una democracia un indígena podría haber sido elegido presidente de Bolivia y un afro-americano, presidente de Estados Unidos. Sólo en una democracia un obrero metalúrgico y después una mujer podrían haber sido elegidos presidentes de Brasil.
La historia nos enseña que cuando se acallan la política y los partidos políticos, y se buscan soluciones de fuerza, los resultados son desastrosos: guerras, dictaduras y la persecución de las minorías. Todos sabemos que sin partidos políticos no puede haber una democracia verdadera. Pero, como se ha hecho más evidente cada día, la gente no quiere simplemente votar cada cuatro años, delegando su futuro en los funcionarios electos. Quiere una interacción cotidiana con los gobiernos, tanto locales como nacionales, quiere tomar parte en la definición de las políticas públicas, ofreciendo opiniones en las decisiones que la van a afectar en la vida cotidiana.
En pocas palabras, el pueblo quiere no solo votar, sino ser escuchado. Esto representa un tremendo desafío para los partidos y los dirigentes políticos. Requiere mejores formas de escuchar y consultar, así como el compromiso de un diálogo permanente con la sociedad, a través de los medios sociales y en las calles, en los centros de trabajo y estudio, reforzando la interacción con los grupos de trabajadores, las entidades civiles, los intelectuales y los líderes de opinión, pero también con los llamados “sectores desorganizados”, cuyos deseos y necesidades no tienen por qué ser ignorados sólo por su falta de organización.
Todo esto debe efectuarse no sólo en los años electorales. Se ha dicho, y con justa razón, que mientras que la sociedad ha entrado en la era digital, la política se ha quedado en la analógica. Si las instituciones democráticas usan con creatividad las nuevas tecnologías de comunicación, como instrumentos de diálogo y participación, y no meramente para propaganda, podrán inyectarles aire fresco -y mucho aire fresco- a sus operaciones. Y eso las pondría en sintonía más efectivamente con los jóvenes y todos los sectores de la sociedad.
Incluso el Partido de los Trabajadores, que ha contribuido tanto a modernizar y democratizar la política en Brasil y ha gobernado mi país los últimos 10 años, necesita una renovación profunda. Debe recuperar sus vínculos cotidianos con los movimientos sociales, ofrecer nuevas soluciones a los nuevos problemas y hacer todo esto sin tratar a los jóvenes de manera paternalista.
Lo bueno es que los jóvenes no son conformistas, apáticos o indiferentes a la vida pública.
Lo bueno es que los jóvenes no son conformistas, apáticos o indiferentes a la vida pública. Incluso los que piensan que odian la política ya empiezan a participar en política a más temprana edad de cuando yo mismo empecé. Cuando yo tenía su edad, nunca imaginé que llegaría a ser militante político. Empero, terminamos creando un partido político cuando descubrimos que el Congreso Nacional prácticamente no tenía representantes de la clase trabajadora. Al principio nunca imaginé que sería candidato a ningún puesto; terminé siendo Presidente de Brasil. A través de la política logramos restablecer la democracia, consolidar la estabilidad económica y regresar al crecimiento, crear millones de empleos nuevos y reducir las desigualdades.
Es evidente que queda mucho por hacer todavía. Lo bueno es que nuestros jóvenes quieren luchar para que el cambio social siga profundizándose y avanzando a un ritmo más intenso.
La otra buena noticia es que la presidente Dilma Rousseff sabe escuchar la voz de la calle y brindó una respuesta audaz e innovadora. Propuso un plebiscito para llevar a cabo las reformas políticas que son tan necesarias. También propuso el compromiso nacional con la educación, la atención médica y el transporte público, ámbitos en los que el gobierno federal aportará un sustancial apoyo financiero y técnico a los estados y municipios.
Al hablar con jóvenes de Brasil y otros países, suelo decirles: Aun cuando estén insatisfechos con la situación de su ciudad, de su estado o de su país; decepcionados con todo y con todos, no rechacen la política. Por el contrario, ¡participen! Porque si ustedes no encuentran en los demás al político que anhelan, quizá lo encuentren en sí mismos.