En los últimos meses han surgido en los medios internacionales de prensa algunos juicios precipitados y superficiales sobre el inevitable declive económico de los llamados países emergentes y su supuesta ‘fragilidad’.
Los que expresan esas ideas no entienden el alcance de las transformaciones de las últimas décadas ni el verdadero significado del salto histórico que han dado países como China, India y Brasil, junto con Turquía y Sudáfrica, entre otros. No ven que la economía de dichos países, además de haber crecido de forma extraordinaria, ha dado un cambio cualitativo.
Las naciones emergentes ahora tienen una economía mucho más diversificada, eficiente y profesional que en el siglo pasado, así como más rigurosa y prudente desde el punto de vista macroeconómico, en particular con respecto de las políticas fiscal y monetaria. Esos críticos no tienen en cuenta que las economías emergentes han reducido sistemáticamente su vulnerabilidad interna y externa y hoy están mucho mejor preparadas para enfrentar las oscilaciones de la economía mundial. Aplicar criterios obsoletos, de décadas pasadas -los estereotipos sobre los eternos males del Tercer Mundo- para evaluar el estado actual de esas economías significa subestimar su solidez y potencial de crecimiento.
Teniendo en cuenta los enormes errores de evaluación cometidos en 2008, cuando muchos analistas consideraban que grandes empresas estadounidenses y europeas, que estaban al borde de la quiebra, eran modelo de solidez y competencia, considero recomendable que sean más objetivos al establecer sus diagnósticos y, principalmente, sus pronósticos.
Si hay una lección que podemos aprender de la crisis -que no surgió en la periferia sino en el corazón del sistema económico mundial- es que al evaluar las economías y el destino de los países se debe evitar tanto los elogios inconsistentes como el alarmismo sin fundamentos. La búsqueda equilibrada de la verdad es siempre el mejor camino. Y eso presupone examinar de cerca, meticulosamente y sin prejuicios, la economía real de cada país.
Es obvio que los países emergentes no están ni nunca han estado exentos de retos. Integrados al mercado mundial, ellos tienen que lidiar con las consecuencias del mayor o menor dinamismo de la economía global. Pero estos países ya no dependen únicamente de las exportaciones que, a pesar de la crisis, mantuvieron niveles muy significativos. Los países emergentes generaron mercados internos fuertes, que tienen un enorme horizonte para expandirse. La recuperación de la economía de Estados Unidos y de Europa no reduce los atractivos de estas economías para los inversionistas extranjeros, que siguen mostrando interés. Las economías desarrolladas necesitan, ahora más que nunca, mercados en crecimiento para vender su producción, y tales mercados se encuentran principalmente en Asia, América Latina y África. Está de más decir que el crecimiento norteamericano y europeo tiende a favorecer el comercio mundial como un todo.
El ritmo más lento de crecimiento de los emergentes se suele ilustrar con el ejemplo de China, que llegó a crecer a un 14 por ciento anual y hoy lo hace a un 7 por ciento. Es evidente que, con la desaceleración de los países ricos, China no podía mantener la misma velocidad de expansión. Lo que algunos olvidan, no obstante, es que hace 10 años el PIB chino era de cerca de $ 1,6 billones y hoy es de casi $ 9 billones. La tasa de crecimiento es menor, pero sobre una base muchísimo más grande. Asimismo, dejó de ser un país casi exclusivamente exportador para fortalecer también su mercado interno, lo cual demanda nuevas importaciones. Por otra parte, gracias a las robustas cuentas de ahorro y a las reservas acumuladas, China se ha convertido en una importante fuente de inversiones externas en Asia, África y América Latina.
Aunque sus economías sean más chicas que la china, los demás emergentes, con diferente ritmo de crecimiento, pero siempre creciendo, también ofrecen motivos de optimismo.
Es el caso de Brasil, que se está ajustando bien al nuevo escenario internacional y tiene condiciones reales no solo de mantener sus conquistas económicas y sociales, sino de seguir avanzando.
Los datos de la economía brasileña hablan por sí mismos. En la última década Brasil se transformó en un nuevo país en varios sentidos. El PIB, que en 2003 era de $ 550.000 millones, hoy supera los U$ 2,1 billones. Somos hoy la séptima economía del mundo. El comercio exterior saltó de $ 119 mil millones a $ 480 billones al año. El país es actualmente uno de los seis principales destinos de inversiones extranjeras directas, recibiendo $ 63 mil millones solamente el año pasado. Además, es un importante productor de automóviles, maquinaria agrícola, celulosa, aluminio, aviones; y líder mundial en carnes, soya, café, azúcar, naranja y etanol.
La inflación, que era del 12 por ciento en 2002 y bajó al 5,9 por ciento en 2013, se ha mantenido por diez años consecutivos dentro de los límites establecidos por la autoridad monetaria, pese al crecimiento acelerado. La deuda pública neta se redujo casi a la mitad: de un 60,4 por ciento a 33,8 por ciento del PIB. Desde 2008, Brasil presenta un superávit primario anual de 2,58 por ciento como promedio -el mejor desempeño entre las grandes economías-. La presidenta Dilma Rousseff acaba de anunciar un esfuerzo fiscal necesario para mantener la trayectoria de reducción de la deuda en 2014.
Con $ 376.000 millones en reservas -diez veces más de lo que teníamos en 2002-, Brasil ahora es capaz de enfrentar las oscilaciones de la economía mundial ajustando el tipo de cambio sin turbulencias ni artificios.
Brasil hubiera avanzado aún más, si el impacto de la crisis sobre el crédito, el tipo de cambio y el comercio global no hubiera sido tan fuerte. La recuperación de Estados Unidos es una excelente noticia, pero en este momento la economía mundial refleja la retirada de los estímulos de la Reserva Federal de Estados Unidos, la FED. A pesar de esa coyuntura económica adversa, el PIB brasileño aumentó en 2,3 por ciento el año pasado, uno de los mayores crecimientos entre los países del G-20 que han anunciado los indicadores de 2013.
Lo más notable es que, desde 2008, mientras en el mundo se perdieron 62 millones de empleos, según la Organización Internacional del Trabajo, en Brasil se generaron 10,5 millones de nuevos puestos de trabajo. La tasa de desempleo es la más baja de nuestra historia. Para mí, no existe indicador más robusto de la salud de una economía.
En los últimos años, Brasil se ha empeñado considerablemente para ampliar y modernizar su infraestructura. Hemos aumentado la capacidad energética de 80.000 MW a 122.000 MW y estamos construyendo tres grandes hidroeléctricas. Además, el Gobierno ha lanzado un amplio programa de concesiones de puertos, aeropuertos, carreteras, vías hidráulicas, generación y distribución de electricidad por un monto de más de $ 170.000 millones.
Recientemente me reuní con inversionistas internacionales en Nueva York, a los que les expliqué cómo se está preparando Brasil para dar pasos aún más largos en esta nueva fase de la economía mundial. Constaté que tienen una visión tan realista como positiva del país y de su potencial de crecimiento. Y continuarán invirtiendo en Brasil. Estoy seguro de que obtendrán buenos resultados y crecerán junto con nuestro pueblo.
El nuevo papel que han asumido los países emergentes en la economía global no es algo efímero ni transitorio. Llegaron para quedarse. Su fuerza económica evitó que el mundo se hundiera, a partir de 2008, en una recesión generalizada. Y no será menos importante para que la economía mundial vuelva a entrar en un ciclo de crecimiento sostenido.