Son tiempos de convergencia en América Latina y, especialmente, en América del Sur. Alguien, bajo la miopía de ver sólo las tendencias ideológicas contrapuestas en la región, puede dudar de esta afirmación. Pero existen ciertos hechos que muestran cómo, se está tejiendo una segunda piel bajo la más visible, la cual anuncia otra identidad latinoamericana para el siglo XXI.
Durante la primera semana de abril, una delegación de la Celac (Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe), integrada por Cuba, Costa Rica y Ecuador, sostuvo importantes reuniones en Beijing, con el objetivo de establecer una agenda, dar contenido y proyección al recién creado Foro Celac -China, que realizará su primera reunión oficial en julio, en Brasil, después del encuentro de los Brics (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica).
Casi al mismo tiempo, tenía lugar en Quito la puesta en marcha de la Escuela Suramericana de Defensa, con la participación de delegados de Argentina, Brasil, Bolivia, Chile, Colombia, Perú, Surinam, Uruguay, Venezuela y Ecuador, con el afán de desarrollar una visión compartida de la defensa regional, sin injerencias o hegemonías externas, en un proceso de institucionalización de la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur).
Son signos que salen al paso de los pesimistas que insisten en negar la real existencia de la América Latina o consideran que es un “disparate” fomentar los vínculos entre países del Atlántico y del Pacífico. Es ese ambiente lo que lleva más de un periodista a hacer preguntas como esta: “Junto con México, Perú y Colombia, Chile forma parte de la Alianza del Pacífico. Algunos analistas afirman que el bloque, considerado liberal, surgió para contraponerse políticamente al Mercosur. ¿Eso es verdad?”
Por cierto, no es verdad. Pero es necesario ratificarlo con una visión estratégica clara y contundente. América Latina tiene un privilegio en el reordenamiento mundial emergente en el siglo XXI: enfrenta el Atlántico y en el Pacífico. Y en el medio está la geografía nuestra llamada a ser un todo, articulado y coordinado, para aprovechar las diversas oportunidades que se abren a nuestros países de un lado y del otro. Por una parte, está la historia ya secular del Atlántico como polo económico que nos ligó a África, a Europa y al Mediterráneo. Por otro, es el Pacífico donde están las potencias económicas de Japón, China, los miembros de Asean -Asociación de Naciones del Sudeste Asiático, como también Australia y Nueva Zelanda.
América Latina tiene una oportunidad histórica: estar en el centro de este escenario que va construyendo corrientes nuevas entre el Atlántico y el Pacífico. Pero este desafío contemporáneo nos llama a definir —ahora y no más tarde— una sola voz para hablar con ambos océanos. Es un reto que nos lleva al reencuentro de una palabra tantas veces dicha en nuestro itinerario de naciones independientes: integración. La integración capaz de incorporar y trascender las múltiples experiencias —regionales y subregionales— que no han terminado de cristalizar todas las metas esperadas. Los diferentes actores sociales —empresarios, sindicalistas, artistas, estudiantes, turistas y otros— han ido mucho más rápido que los gobiernos para integrarse con sus vecinos latinoamericanos.
Chile, país del Pacífico, es el mayor inversionista latinoamericano en Brasil, país del Atlántico. Son más de $ 25 mil millones invertidos y decenas de miles de empleos generados en distintos estados brasileños por emprendimientos en las áreas de celulosa, electricidad, tecnología de la información, química y metales. Y, por cierto, también se acrecientan las empresas colombianas, peruanas y mexicanas que producen cada vez más en Brasil para un mercado interno de 200 millones de personas con gran horizonte de expansión.
A su vez, Brasil y Argentina, además de las inversiones recíprocas, demuestran su dinamismo en innumerables proyectos industriales y de infraestructura en los más diversos países de América Latina, que generan igualmente una enorme cantidad de empleos locales. Hasta 2006, solo había 2 empresas brasileñas en Colombia; actualmente, son cuarenta. Y lo mismo sucede en otros países del Pacífico. En Chile, por ejemplo, actúan cerca de 70 empresas brasileñas. En Perú, 44. Sin mencionar la creciente presencia de los países sudamericanos en América Central y en el Caribe, donde invierten en nuevas plantas industriales y financian la construcción de puertos, aeropuertos, carreteras, metros y subterráneos.
La Alianza del Pacífico, que se propone ser un acuerdo de integración económica y de modernización de relaciones —y no otra cosa— tendrá realmente peso y proyección si actúa con una vinculación estrecha con Brasil, Argentina y las otras naciones de vocación atlántica. Y, del mismo modo, el peso de los países atlánticos podría ser aún más relevante si tuvieran una actuación internacional vinculada a los del Pacífico.
Es ahí que debe valorizarse fuertemente la actuación integradora de Unasur. Por su pluralidad y por la autoridad que ya adquirió, ella puede ser decisiva para enfrentar nuestras tareas pendientes, que no son pocas: infraestructura de redes camineras y puentes; integración energética en una región rica en hidrocarburos, recursos hídricos y gas; mejor flujo de mercancías por nuestras aduanas, para dinamizar un comercio intrarregional que pasó de $ 49 mil millones en 2002 a $ 189 mil millones en 2013, pero aún no llega al 20% de nuestro flujo total; nuevas políticas para responder al fenómeno de migraciones y tránsito cada vez mayor de ciudadanos que están demandando una efectiva libertad de circulación. Y también, como se dijo en Quito, una política de defensa común que, entre otros asuntos, elabore estrategias para la defensa de los recursos naturales y afiance a toda América Latina como Zona de Paz.
Además, la Celac debe ser el espacio para debatir los grandes temas de la política y de la economía mundial. Por ejemplo, la entidad regional podría sesionar dos meses antes del Grupo de los 20 (G20), y los países de la región podrían pedir a los 3 que están en ese foro global —Argentina, Brasil y México— que sean portadores de nuestras posiciones sobre cambios climáticos, migraciones, proteccionismo, narcotráfico y drogas, nueva arquitectura financiera internacional y mecanismos de seguridad y paz, entre otros temas que se debaten en las Naciones Unidas.
¿Podrían ponerse de acuerdo los países latinoamericanos para actuar así? Vemos signos y gestos favorables en ese rumbo. Como se afirmó recientemente en un seminario del Consejo de Relaciones Internacionales para América Latina (RIAL), “la integración exitosa es la que consigue que primen los elementos de cooperación, buscando convergencias posibles, sin pretender eliminar las diferencias sino hacerlas manejables”.
No es un dato menor que ya esté en marcha el diálogo conjunto con China a través de la Celac; de la misma forma que seguramente existirá con los Estados Unidos y con la Unión Europea. Tampoco es menos importante que la agenda sudamericana estará activándose con realismo y visión de futuro. La clave en todo esto es actuar —hacia dentro y hacia fuera del continente— pensando en nuestros ciudadanos de hoy que quieren democracias no solo legales, donde el voto sea el principal instrumento, sino también democracias legítimas, realmente participativas, donde la política sepa interpretar los signos de los tiempos y actuar en consecuencia.