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Perspectiva

Evocaciones de cenizas

Evocaciones de cenizas
12 de septiembre de 2016 - 00:00 - Mónica Chávez González, escritora

La última ceniza es una obra de mucha humanidad. En sus páginas se refleja la facilidad que tiene su autora, la periodista y escritora chilena Montserrat Martorel, para hacer del dolor el hilo conductor de una historia cargada de dinamismo y pasmosidad. La novela sumerge al lector en un ir y venir que genera vértigo, que implica quedar impactados e involucrados ante cada personaje. Es inevitable encontrarse en alguno de ellos, en alguna parte de sus inexorables vidas.

La historia se cuenta a partir de Alfonsina y Conrado. Las vidas de los protagonistas se cruzan en un edificio en el centro de Santiago de Chile, en un encuentro en el que se rompen el tiempo y el espacio. Desde entonces, la existencia de ambos cambiará por completo. Como reza la primera página del libro, «la esencia de la vida es no saberse las reglas».

En su primera novela, Montserrat Martorell demuestra que sabe contar historias: que puede escribir el pasado a través del dolor; la memoria, por medio de la infancia; la sexualidad, sosteniéndose del amor; los recuerdos, esbozados gracias a la psicología.

Alfonsina y Conrado abren el telón para mostrar una vida llena de dramas, porque la vida real también puede ser muy dramática, porque la realidad siempre supera a la ficción. Estos personajes, hundidos en la nostalgia, tratan de vivir un tímido presente, angustiados por el futuro y perturbados por el pasado. Matrimonios desgastados, homosexualidades disfrazadas, enfermedades mentales, relaciones utópicas... todos tenemos cerca historias como las de Alfonsina y Conrado, Laura o Federico. Pudimos haber conocido a alguno de ellos o —en el peor de los casos— haber sido alguno de ellos.

La última ceniza muestra la vida de esa otra cara de Santiago: sin máscaras, llena de espejos; esa ciudad donde es imposible evitar reflejarse para ver lo que los otros no logran ver dentro de sí, lo que es y lo que no es, lo que somos y lo que no somos. Es un laberinto al que acudimos, más que para encontrarnos, para desencontrarnos; sin embargo, al mismo tiempo, nos damos cuenta de que ese Chile puede ser cualquier otro país: Ecuador, España, México… Se trata de una sociedad que oculta más que lo que muestra, que aún se esconde, donde somos presos de las apariencias. Una sociedad en la que queremos encajar pero sin siquiera saber quiénes realmente somos, lo que queremos y lo que callamos para tratar de proyectar la imagen que se nos impone para, al final, terminar siendo lo que no somos o, en el mejor de los casos, algo ambiguo, impreciso.

Los de Martorell son personajes rotos, con el alma resquebrajada. La fragmentación de su estilo como metáfora de esa fracturada vida, de esa ciudad agrietada en la que todos intentan desgajar con el tiempo, romper ese destino, pero no lo logran.

Es una novela al estilo coral, que cuenta a través de esa multiplicidad de las cuatro voces de personas que, aparentemente, tienen vidas perfectas. Pero no es más que el uso de máscaras como forma de supervivencia. Esas vidas son irreales por puro instinto de conservación. Estas páginas están marcadas por el torbellino de sus personajes, llenos de fuerza y de remolinos, como la vida cuando se vive.

Así nos lo revela Conrado cuando se confiesa: “Me pasé la vida intentando demostrar y demostrar… ¿Para qué? Para sentirme aún más vacío. Así es el ego, así son todas las vidas que nacen un poco rotas».

Estas son las cenizas de un mundo carente de ilusiones, de lo que un día estuvo, del silencio, de los vestigios de las memorias, de unos restos de dolor, de las palabras a medias; aunque no lo parezca, son personajes como cualquier otro: con miedos, traumas, infancias no superadas, líos mentales.

Alfonsina es la evocación de la violencia de género. Sin pretender ser una novela del feminismo recalcitrante, queda claro que está esbozada con tintes femeninos por la fuerte presencia de las mujeres, por cómo están construidas, de manera que puedan enfrentar al machismo latente de una sociedad muy cercana a todos. Alfonsina es una mujer de clase acomodada, inteligente, profesional, «exitosa», que cae en una relación abusiva. Ella es el reflejo de los hilos invisibles que tenemos todos, de las heridas que hay detrás, de su complejidad, de todo lo que arrastra su «libertad» de mujer no vulnerable.

Es un encuentro de dos historias, de dos vidas tortuosas que dan paso a dos más y si siguiéramos indagando, surgirían otros pares más. Es una novela muy intensa, muy triste y muy viva, llena de pasión y de rabia.

La última ceniza es un encuentro con cada lector porque los miedos de los personajes también pueden ser los miedos de los lectores; el miedo como el motor de mostrar nuestra identidad, que resulta ser frágil, ilusoria, por eso el único camino es vivir de las apariencias. Quizá sea eso lo que los otros quieren.

La primera novela de Martorell pone sobre la mesa los diversos tópicos sobre la sexualidad, la obsesión, el maltrato, la soledad, el erotismo, la libertad, a través de esos seres anónimos que, cuando nos los topamos, presentan vidas fragmentadas que nos pueden tocar a todos. Es la lucha encarnada por la superviviencia, una vida que parece ser una camisa de fuerzas, historias laberínticas que se desvanecen, como las cenizas, pero que no mueren del todo; porque los recuerdos no se queman, los traumas no se incendian, los dolores no se esfuman. Todo está ahí, envuelto en verdades disfrazadas de preguntas, en víctimas que fungen como culpables, en abrazos enclaustrados en rencores, en amores que no son más que odios mal curados. De pronto resulta que cada conflicto no era más que una forma de vida, que no era más que una salida para hallar las respuestas que tanto se ansía. Porque como diría el verso de Mario Benedetti: «todos estamos rotos pero enteros».

No hay un único desenlace, no hay nada resuelto, no hay una única verdad. Y es precisamente ese el verdadero dolor: no saber qué hay detrás, la rabia de un final eminente, de que «al punto final de los finales/ no le quedan dos puntos suspensivos», como dice un soneto de Joaquín Sabina.

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