Entrevista
Héctor Abad Faciolince: «Me gustaría que Colombia sea un país más aburrido, menos excitado»
Dos décadas antes de escribir la novela sin ficción titulada El olvido que seremos —sobre su papá asesinado por balas paramilitares—, Héctor Abad Faciolince (Medellín, 1958) organizó los archivos del padre médico que lo bautizó con su nombre. En medio del luto, la confusión, la rabia y con apenas 28 años cumplidos, reunió los artículos del doctor —que habían quedado apilados en una oficina— en el libro Manual de tolerancia.
Antes de que pudiera asimilar el episodio más trágico de su vida, ocurrido el 25 de agosto de 1987, el periodista antioqueño fue amenazado por grupos irregulares. Apenas había vuelto de Italia, donde estudió, pero tuvo que dejar nuevamente su país, durante el gobierno de Virgilio Barco Vargas.
Héctor Abad Gómez (1921-1987) fue profesor universitario, había luchado por la higiene, el agua potable y las vacunas, como defensor de la salud pública, para la que, incluso, fundó una escuela en la capital de Antioquia. De vuelta en Europa, los recuerdos embargaban al periodista: un día, en el comedor de su casa, al doctor le molestó que su único hijo llame a Colombia un ‘país de mierda’ después de ver por televisión la noticia de una masacre. «Hay que luchar para que este no sea un país de mierda, esta nación nos ha dado todo», sostuvo con firmeza el médico.
Consciente de que «quien canta, su mal espanta», Abad Faciolince escribió obras de ficción (Tratado de culinaria para mujeres tristes, Asuntos de un hidalgo disoluto, Fragmentos para un amor furtivo...) mientras recordaba que, en 1984, el entonces presidente colombiano Belisario Betancur intentó establecer la paz pero le sobrevinieron secuestros, desaparecidos, tomas de pueblos, voladuras de oleoductos y más muertos. Tantos que, a fines de los ochenta, Abad padre se sorprendió con el crecimiento de los crímenes. La primera causa de muerte en el país ya no eran las diarreas, enfermedades cardiovasculares o derrames, sino los homicidios. En Colombia empezaba una epidemia de violencia como la de mediados del siglo XX, cuando liberales y conservadores se balearon.
En julio de 2004, mientras el gobierno de Álvaro Uribe negociaba con los paramilitares para disolver las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), Héctor Abad hijo escribió —en la revista Semana— que, ante las posibles leyes de indulto y amnistía, y la reintegración de paramilitares a la vida civil, «la primera reacción, visceral, podría ser: ‘a los asesinos no se les pueden perdonar sus crímenes’. ‘Alguien que haya estado secuestrado y haya perdido su patrimonio y años de su vida por culpa de los guerrilleros tal vez podría sentir la misma reacción instintiva en caso de una amnistía a los secuestradores de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC)’. No es así, necesariamente, en nuestro caso. Por el bien de ideales más amplios y altos (la pacificación del país, la posibilidad de un futuro decente para los hijos), uno podría olvidarse de consideraciones de desquite, odio o incluso de estricta justicia. Sería posible no pedir una justicia total, en aras de algo que a la larga puede ser mejor. Es decir —y aquí hablo por mí, decía el columnista—, uno podría no exigir ningún castigo de parte del Estado (cárcel, reparación moral), en caso de que este perdón se conceda por un ideal superior: la paz y la armonía social».
Un año antes de proclamar su perdón, en la novela Angosta, apareció un personaje médico, de apellido Burgos, a quien matan, pero que no alcanzaba el nivel poético que tuvo la vida de Héctor Abad Gómez.
La lectura de Léxico familiar, de Natalia Ginzburg le heredó el tono a El olvido que seremos (2006), admite Héctor Abad Faciolince; y Si esto es un hombre, de Primo Levi fue un testimonio —sobre el paso del autor por Auschwitz— que le ayudó a contar lo que más lo había conmovido.
El 2 de octubre de 2016, el escritor y periodista, como millones de otros colombianos, se enfrentó en las urnas al acuerdo de paz entre el gobierno de Juan Manuel Santos y las FARC. Ahora, siete años después de su última visita a Quito —donde las negociaciones con el Ejército de Liberación Nacional (ELN) se frustraron hace poco—, Héctor ríe con sigilo, como si todo —incluida la paz— estuviera pendiente.
Usted dijo —en una columna de diario El País, de España— que la sensatez aburre al punto de que la gente asume riesgos, como el brexit o el No al acuerdo de paz...
Es que la gente más aguerrida, más brava, con un discurso más rompedor, más de ira y no perdón tiene más audiencia que una persona que trata de ser conciliadora. Usted mismo debe estar aburrido leyendo que hablo de reconciliación (sonríe), en vez de sentar una posición dura, de acción y definida contra esto o lo otro.
De todas formas, fue grande la atención mundial que concitó el plebiscito...
Había expectativa porque se pensaba que en un mundo donde empiezan nuevos conflictos habría un país donde se acabarían otros. De todas maneras, Colombia ha sobrevivido sin desintegrarse ante el conflicto en los últimos decenios. Entonces, por lo menos, la geografía no se acaba, ahí siguen los países. Lo que pasa es que el sufrimiento de las personas puede prolongarse por muchos años; de hecho, la proporción de votos por el sí resultó más alta donde están quienes más han sufrido (las zonas rurales). En cambio, en las ciudades donde el conflicto se siente menos o donde están los que se tuvieron que refugiar de este no fue así. Ahí no primaron las ganas de un cambio hacia un país más tranquilo, sino el rencor.
¿Es posible acostumbrarse a la violencia?
Creo que sí. Creo que nosotros, de alguna manera, hemos sentido que el país sobrevive aunque haya conflicto, y más si quienes lo pelean no pertenecen a las clases medias o altas-urbanas, sino que son campesinos o reclutas que se van a grupos armados ilegales o al ejército porque no tienen muchas otras opciones. Generalmente son los más pobres del país los que pelean esta guerra.
¿Cómo se puede convivir con la muerte?
Se vive, un poco, como la peste en el Medioevo. Hay sitios donde está muriendo mucha gente y eso, paradójicamente, le da cierto valor al momento de la existencia.
En Colombia hay un permanente ambiente de fiesta, de alcohol, de diversión rápida, de ruido, de música a todo volumen... Como la vida es tan precaria, como nos pueden matar en cualquier momento, pues comamos y bebamos que mañana moriremos. Eso le da mucha intensidad a la existencia y eso hace que Colombia nunca sea un país aburrido, siempre hay noticias impactantes, duras, grandes e interesantes, de mucha maldad y sangre. Pero me gustaría vivir en un país más aburrido, francamente, más normal y menos excitado que la Colombia que tenemos a toda hora.
¿Cuál es la situación en Alemania, donde vivió hasta hace poco?
Allá viví primero un año y, después, otros seis meses. Los europeos, después de haber combatido las guerras más sanguinarias y salvajes de la historia han logrado, en los últimos setenta años, una especie de isla en el mundo, una de relativa calma, tranquilidad, bienestar y seguridad incluso para los más pobres.
Es un lugar —completamente distinto al colombiano— donde se puede ir en bicicleta por todos lados, con mucha tranquilidad, donde la calidad del aire es mejor que la de Medellín, por ejemplo. Donde se camina por la noche, incluso siendo una mujer sola, a horas de la madrugada, sin peligro. Pero parece que eso a los europeos no les basta. Y ahora están tratando de cambiarlo no sé hacia dónde. La gente parece que nunca está contenta con lo que tiene.
¿Buscar conflictos es una parte ineludible de la condición humana?
Pareciera ser eso, que los humanos se aburren y, entonces, quieren otras cosas. La aburrición es grave. Por eso es tan importante la cultura, porque cuando uno tiene cultura —música, libros, lecturas, cine y un interés en el conocimiento, en aprender cosas— el aburrimiento desaparece. Entonces, no le da a uno por buscar placeres muy excitantes en la velocidad, la violencia, la agitación. La educación y la cultura pueden evitar esa tentación de aburrirse que tienen los humanos y de solucionar su aburrimiento con excesos.
Los gobiernos de nuestros países siguen poniendo a la cultura en segundo plano...
Lastimosamente. Hablo por Colombia, donde buena parte del presupuesto (su tajada más grande) va al ejército, es decir, a seguridad, a pagar soldados, armas, municiones y cuarteles. Luego, vienen la educación y la salud. Uno pensaría que un país en conflicto podría dedicar más parte de sus recursos a la cultura, pero cada gobierno establece unas prioridades, sabrá si le da más dinero al fútbol o al cine, al teatro, a la literatura o a las armas. Son esos los planes por los que uno vota, decide. Y debería uno preguntar muy bien cuáles son las propuestas que tienen quienes aspiran a gobernar, para ver a quién apoya. Pero como la gente de la cultura es una minoría, no tiene los votos suficientes. Y los que no la conocen, pues, no saben lo buena que es y probablemente no votarán por ella.
Hay un aspecto de la cultura que no tiene que ver con las artes y que es determinante, en Antioquia lo llaman verraquera...
Antioquia es muy grande, pero se puede decir que está dominada por la cultura de la montaña. En general, en las naciones muy montañosas y aisladas es más común que, al haber menos intercambio, menos contacto con el mundo, se creen unas tradiciones más conservadoras y duras. La dureza misma del paisaje antioqueño ha producido un tipo de personalidad más dura. Laboriosa, sí, porque tiene que enfrentarse a un entorno que requiere eso para sobrevivir, pero muy tradicionalista. Sin embargo, esto no es unánime. De Antioquia han salido también los mayores críticos hacia la propia región y a los movimientos tradicionales. Un filósofo como Fernando González estaba en contra de esos valores; artistas importantes, como Fernando Botero; sindicalistas y líderes del movimiento feminista, como María Cano...
Antioquia ha aportado mafiosos, como Pablo Escoba Gaviria; presidentes muy discutidos, como Álvaro Uribe Vélez; pero también el presidente que tal vez más ha apoyado a la cultura, Belisario Betancur, quien hizo la ley del libro y convirtió a Colombia en una pequeña potencia editorial de América Latina. Entonces, siempre que hay una tendencia cultural muy fuerte hacia la tradición y el conservadurismo, aparece su antídoto, también fuerte.
Aunque seamos minoría, los que estamos en contra de esa Antioquia bronca, tradicionalista y conservadora existimos. Y luchamos con la misma laboriosidad de los otros antioqueños, conservadores. Pero, claro, para ser un malo exitoso también es conveniente ser laborioso, Pablo Escobar es el ejemplo de eso. Un malo perezoso no consigue nada; en cambio, un malo que es ordenado, hace las cosas planeándolas muy bien, consigue ser un malo más eficiente y eso pasa con Antioquia, tiene malos muy eficientes.
Álvaro Uribe es un gran estratega mediático, aunque mienta...
Sí, porque él tiene la habilidad de simplificar, en pequeños slogans, con frases efectistas, sus inclinaciones.
Él ha encontrado en Twitter un gran aliado y lo sabe manejar bien. Es un hombre que prácticamente no duerme ni descansa, un hombre político admirable en ese sentido. De verdad que dedica su vida a una labor incansable —pero para mí muy perniciosa— de encender permanentemente los rencores y de recrudecer los odios y el espíritu vengativo. Lo hace con una gran eficacia.
Digamos que hay un fracaso de los medios masivos de comunicación. La gente decide por su cuenta, tal vez informándose a través de Facebook o Twitter, que confirman su propia posición, la cual muchas veces es exagerada o mentirosa. Tenemos que analizar, ver qué se puede hacer, pero lo cierto es que los periodistas hemos sido derrotados una y otra vez, junto con ciertos líderes.
¿Cree que el comportamiento de Uribe se deba a un capricho personal?
No, porque es constante, es su personalidad desde el colegio. Él es un hombre muy aguerrido, luchador, y donde mejor se mueve es en la discordia, en la confrontación y en la lucha. No es un hombre que prefiera la vida apacible. Por ejemplo, le gusta andar en grandes caravanas, blindado, rodeado de cien personas del ejército o de guardias que lo cuidan.
¿El escritor Fernando Vallejo representa a un sector social colombiano?
Él es un fenómeno que se reitera. Pertenece a una tradición antioqueña también, que es la de los nadaístas: ser el iconoclasta, aunque Vallejo tiene la característica de serlo en la extrema derecha. Su padre fue ministro de Laureano Gómez, tal vez el presidente conservador más sanguinario que hubo en Colombia, el que desató la violencia entre liberales y conservadores. Vallejo sigue siendo un admirador de Gómez, ya no es católico como ellos, pero es como si fuera un católico que no soporta tranquilamente su condición de homosexual y la convierte en una especie de exhibicionismo rabioso.
Él explota —con su retórica incendiaria, muy en la vena de Álvaro Uribe— una rabia perpetua que, en un país al que no le gusta aburrirse, sirve mucho para sus fines.
Una retórica por la que, incluso, han llegado a idolatrarlo en ferias del libro...
Sin duda, porque además tiene algo que a la gente joven le gusta bastante: su amor por los animales muy por encima del amor por la gente. Sus primeros libros eran muy buenos, me encantaban, los reseñé muy bien, pero cuando uno ya lo ha leído mucho, de alguna manera, sus salidas y su discurso llenos de insultos empiezan a parecer repetitivas. Y uno se ríe menos cuando le repiten el mismo chiste. Pero, al principio, es muy eficaz.
¿Colombia está dividida en quienes quieren venganza y quienes quieren justicia?
Cuando se acude a la venganza se regresa a una sociedad preestatal, la justicia es una forma civilizada o atenuada de la venganza. En los conflictos largos y complejos, donde se ha caído muchas veces en la venganza de lado y lado se aplica ese tipo de justicia distinta, llamada transicional, en la que se sacrifican un poco las reglas.
En el acuerdo de paz se aplica esto, con un tribunal especial y eso implica unas dosis de cierta impunidad, no total, pero sí el perdón de las penas más duras. Es la única manera para que un grupo subversivo muy grande se someta a las reglas del Estado, quiera entrar en la democracia y se pueda evitar una nueva caída en la venganza. Pero, con el No en el plebiscito, quedamos en un limbo donde no sabemos qué va a pasar.