Reseña
Viaje al comienzo de la noche: sobre el último libro de Antonio Correa
A las cinco de la tarde arranca la liturgia de Jairo Riascos, su combate de íntimo rumor. A las cinco de la tarde, como en el poema ‘La cogida y la muerte’ de García Lorca, el llanto por la muerte del torero Ignacio Sánchez Mejías; pero aquí no hay un muerto sino un hombre de pie tratando de recordar con el propósito de otorgarle un sentido a su vida. A las cinco de la tarde Jairo Riascos se sienta a descifrar el sentido de su relato existencial, perdiendo el miedo, componiendo un camino hacia sí. A las cinco de la tarde Jairo Riascos se prepara un trago, abre un libro de tapas negras y se entrega a una fruida y escrupulosa observación de lo que ocurre en su interior.
Lo impulsa el afán de entender cómo ha llegado hasta un cráter apagado; comprender su vida antes del accidente para crear una vida después del accidente. Busca pliegues, rincones escondidos donde pueda haber una pista, una llave dorada que abra la gran puerta del significado. En ese camino, Riascos divaga, se disuelve, lo ataca la melancolía, se divierte, lo atrapa la ira, es presa del desconcierto o la desorientación; pero también avanza, se mueve, recorre la distancia. A veces la confusión es demasiada e incluso el sentido de la búsqueda del sentido se pone en radical cuestión:
Entonces, ante esta cinta ondulante que se fragmenta y vuelve a reconstruirse en otro punto, me pregunto: ¿Qué sentido tiene este saqueo de la memoria que revolotea como un torpe murciélago? Creo apaciguarme y aparecen las mujeres que alguna vez pasaron por mi vida y un aire fragante me sintoniza con las zonas inesperadas de la cotidianidad. No hay duda de que ellas ensanchan el placer de vivir. También aparece la oscura aureola de la violencia sobre el afilado borde del deseo, un caballo solitario que, como la memoria, es imparable.
Pero no se arredra. A las cinco de la tarde, con el cielo teñido de acero, abre su pecho a las fuerzas del deseo y la memoria; a la máquina del recuerdo, trepidante y fragmentaria que empieza a rodar. En este acicateo convulsivo, visita sus primeros años, la última vez que acudió con su hermana al pozo en el jardín de la casa de sus padres, cuando hipnotizado por la profundidad del color amarillo-verde oscuro, el croar de las ranas y el zumbido de las libélulas, soltó el peso hacia delante y su pequeña hermana lo sujetó por la camisa evitando que cayera; la sensación de abandono al comprender que se había separado definitivamente del regazo materno al ser internado como estudiante en un convento de clausura; la pasmosa sensación adolescente de dividirse involuntariamente en dos; el amor de las mujeres en México, las canciones que le permitieron decirles adiós; el retorno a la casa de su madre enferma, sus meditaciones frente a las pequeñas rosas rojas y blancas del jardín del hospital donde ella moría; la entrada en el puerto fluvial de Leticia, el bramido majestuoso del Amazonas, la sagrada ceremonia de yagé que lo confrontó con sus miedos más grandes y le entregó una de las claves de su sanación; las sabrosas recetas de comida con las que resolvía el día a día; el encuentro con la suave mujer que le daría tres hijas; los celos y la violencia destructora del macho preso de la piedra parda del terror; el recorrido filosófico de Guayaquil que hizo con el poeta ciego que se afeitaba frente al espejo.
En el río de su memoria, Jairo Riascos toca también sus primeros tanteos en la poesía; tanteos que letra a letra le permiten tejer la máscara de poeta que se ciñe al rostro. A golpe de pasión y delicadeza, buscando el relámpago escondido en cada cosa, devorando golosamente su propia cabeza, se torna en hombre que escribe poesía.
En ese lance, yendo y viniendo entre Quito y Bogotá, escribiendo poesía y succionando la médula del instante, Riascos conoce a Saskia Ritter, la mujer de inocencia perversa que habría de hundirle el ponzoñoso punzón del amor abandonado; pero también, qué duda cabe, la mujer que indirectamente forzaría en el rumbo de Jairo una nueva oportunidad: su vida después del accidente. Como una purga privada —o batalla personal— contra el raro efecto que había descendido sobre él, se arrojó a la escurridiza empresa de escribir una novela.
Hasta aquí con Jairo Riascos.
Ahora procede hablar del autor de Bajo la noche, Antonio Correa. Mejor dicho, procede hablar de lo que hace el autor con la historia de Jairo Riascos. Bien, después de un accidente sutil y espléndidamente narrado, después del relato de una recuperación que oscila entre la indolencia y el más hermético aislamiento, el autor nos revela que por la conmoción Jairo Riascos ha perdido la visión del color:
Por la condición de Jairo Riascos, el grupo médico que lo asistía utilizó también una dieta con alimentos blancos y negros. Aceitunas negras, arroz blanco, café negro y yogur. Por lo menos, estos productos aparecían ante sus ojos como colores normales, mientras los otros colores normales eran para él horrorosamente anormales.
Más tarde, indicó en forma impactante y dolorosa que el arcoíris que apareció ante sus ojos fue visto como un semicírculo incoloro en el cielo. De la misma forma, los sueños se volvieron más pálidos y desvaídos. Una mañana vio salir el sol con los rojos deslumbrantes convertidos en negro.
Es entonces, con el advenimiento del accidente, la ceguera al color y la escritura de la novela, cuando la fina estructura circular fraguada por Antonio Correa (brumosa, discontinua y fragmentaria) se revela en su justo esplendor. Es entonces cuando comprendemos que la escritura ha sido vivida por Jairo como una forma de sanación, una manera de reconciliarse con el mundo.
Así, Jairo prefiere ahora el mundo de la noche, ancho y espacioso, donde la mirada corre más libre y serena. Así, la máquina mágica de la literatura (la escritura a blanco y negro espoleada por los vientos intermitentes del deseo y la memoria) le concede un mundo nuevo y viejo a la vez, un mundo lleno de colores en plena oscuridad.
Una noche colmada de luz.
En el río de su memoria, Jairo Riascos toca también sus primeros tanteos en la poesía. Letra a letra, teje la máscara de poeta que se ciñe al rostro. A golpe de pasión y delicadeza, buscando el relámpago escondido en cada cosa, devorando su propia cabeza, se torna en hombre que escribe poesía.