Desde hace algún tiempo, ciertos poderes fácticos, en particular la prensa privada, se empeñan en colocarse en un altar. Desde allí señalan los cómos, los deberes y hasta las políticas para todo, incluso para lo que está fuera de su análisis, pero jamás para consigo mismo. Y eso hacen ahora con el proceso electoral: como impolutos seres humanos, como empresas sin ninguna mancha, como entidades políticas virginales, pretenden indicar cómo debe ser el proceso electoral.
Evidentemente hay una colusión de intereses políticos. Y de eso los más perjudicados son los candidatos, que lamentablemente entregaron un cheque en blanco a la prensa, incluidos aquellos que hace no mucho tiempo señalaban las manchas de los medios, pero como ahora necesitan de ellos los dejan decir lo que quieran y van a sus espacios casi como si les hiciesen un favor.
Cuando demandan, en editoriales y análisis, una institucionalización real del Estado se olvidan de mencionar que hay funciones de él que están encargadas de cumplir algunas responsabilidades. Sin embargo, ahora todo está mal, todo está bajo el poder de una sola persona y, por lo tanto, según esos medios, solo lo que ellos denuncian corresponde a la verdad.
No estamos en el Paraíso ni somos un país plagado de virtudes, pero sí hay una voluntad colectiva para hacer de esta nación una de las más equitativas, democráticas y ciudadanas. Aunque nos les guste a muchos, las instituciones están ahí para afrontar sus obligaciones y a la vista de todos. Lo que pasa en realidad es que quieren fraguar -desde ahora- la idea y el fantasma del fraude para deslegitimar todo lo que pueda ocurrir el 17 de febrero. Son los mismos empresarios de la comunicación que no quieren pagar lo que por ley les corresponde a sus periodistas y empleados. Ellos son los que señalan con el dedo al resto y no son capaces de cumplir con las obligaciones muy puntuales de la democracia.