Hace pocos días un oficial ecuatoriano fue sentenciado por odio racial. Se trató de la primera sanción de esta naturaleza, la misma que sienta un precedente no solo jurídico sino también social porque abre la posibilidad de darle un sentido distinto al ejercicio del poder sobre el ser humano, sin importar su origen étnico. Sin embargo, no todo termina ahí. Hace falta un trabajo intenso, prolongado y más que nada pedagógico en todos los niveles de la sociedad para que no se repitan hechos de esta naturaleza ni tengamos que asistir a juicios por motivos raciales. Paralelamente a esta hazaña en Ecuador, el viernes último el mundo se conmovió con lo ocurrido en Estados Unidos.
Aunque no parezca una noticia “novedosa” en dicho país, la violencia racial desatada, a cargo de quienes deben velar por la vida de sus conciudadanos, nos devuelve a un hecho: si no hay institucionalidad, una cultura o una estructura social que favorezca el respeto, ni la Policía cambiará. Y es que no ha servido de nada que el primer mandatario estadounidense sea un afroamericano. El propio Barack Obama pidió hace poco reformar la Policía de su país, pero parece que ni toda su autoridad política alcanza para acabar con ese mal crónico. Ojalá el peso del impacto de la violencia renueve el deseo de recomponer la convivencia ciudadana para garantizar el respeto y poner fin al racismo. (O)