Si la campaña electoral arrancará en enero es previsible que en las fiestas decembrinas muchos candidatos, de todas las tiendas políticas, aprovechen la “oportunidad” para volver a lo de siempre: clientelismo electoral.
Si la prensa, en general, registrara todo lo que hicieron los candidatos y algunas autoridades en estas fiestas de Navidad, quizá no alcanzarían las páginas de las secciones políticas para destacar quién puso más fundas de caramelos y juguetes en manos de ciudadanos y niños pobres de este país.
Por cierto, en algunos medios solo determinados personajes de la política aparecían como los donantes generosos. Otros, de organizaciones afines al Gobierno o que no son opositoras, quedaban a un lado. ¿No suena eso a favoritismo?
Más allá de eso, lo de fondo es el clientelismo electoral, aprovechando la ocasión más sensible de toda fiesta (religiosa y cultural) para promover sus candidaturas o cargos públicos.
Nada justifica esas prácticas. Las responsabilidades públicas son claras y los recursos para esas funciones tienen unos objetivos y unas directrices claros. Si lo hacen con dinero propio, como reza la doctrina cristiana, no requieren publicidad.
Lo hacen a su modo, de la forma más modesta y reservada, para que sus beneficiarios no sean objeto de uso político. Nada más.
Los pobres de este país -parecería- tienen demasiados protectores y benefactores, si se observa cómo esos candidatos regalan cosas; los mismos que cuando eran ciudadanos de a pie no se acercaban a esos barrios ni abrazaban a nadie.
No solo hay que regular la publicidad y la propaganda electoral con leyes y normas, la autorregulación y la ética política deben inhibir ciertas prácticas para afrontar la campaña electoral con absoluta madurez y responsabilidad. Lo contrario es sostener una cultura arcaica.