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El Telégrafo

El baratillo electoral navideño invadió barrios y pueblos

27 de diciembre de 2012

Si la campaña electoral arrancará en enero es previsible que en las fiestas decembrinas muchos candidatos, de todas las tiendas políticas, aprovechen la “oportunidad” para volver a lo de siempre: clientelismo electoral.

Si la prensa, en general, registrara todo lo que hicieron los candidatos y algunas autoridades en estas fiestas de Navidad, quizá no alcanzarían las páginas de las secciones políticas para destacar quién puso más fundas de caramelos y juguetes en manos de ciudadanos y niños pobres de este país.

Por cierto, en algunos medios solo determinados personajes de la política aparecían como los donantes generosos. Otros, de organizaciones afines al Gobierno o que no son opositoras, quedaban a un lado. ¿No suena eso a favoritismo?

Más allá de eso, lo de fondo es el clientelismo electoral, aprovechando la ocasión más sensible de toda fiesta (religiosa y cultural) para promover sus candidaturas o cargos públicos.

Nada justifica esas prácticas. Las responsabilidades públicas son claras y los recursos para esas funciones tienen unos objetivos y unas directrices claros. Si lo hacen con dinero propio, como reza la doctrina cristiana, no requieren publicidad.

Lo hacen a su modo, de la forma más modesta y reservada, para que sus beneficiarios no sean objeto de uso político. Nada más.

Los pobres de este país -parecería- tienen demasiados protectores y benefactores, si se observa cómo esos candidatos regalan cosas; los mismos que cuando eran ciudadanos de a pie no se acercaban a esos barrios ni abrazaban a nadie.

No solo hay que regular la publicidad y la propaganda electoral con leyes y normas, la autorregulación y la ética política deben inhibir ciertas prácticas para afrontar la campaña electoral con absoluta madurez y responsabilidad. Lo contrario es sostener una cultura arcaica.

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