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El Telégrafo
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Brasil, en la encrucijada que genera la derecha

Brasil, en la encrucijada que genera la derecha
01 de julio de 2013 - 00:00

“Brasil, un nuevo ciclo de luchas populares”, titula el politólogo y sociólogo argentino, Atilo Borón, a un artículo en el que evidencia que las protestas callejeras en el país no son, sino, la demolición de una premisa cultivada por la derecha.

Pero también señala que abonan diversas formaciones de izquierda, comenzando por el Partido de los Trabajadores (PT) y siguiendo por sus aliados.


Borón sostiene que la continuidad y eficacia del programa “Bolsa Familia” aseguraba el pan, y que la Copa del Mundo y su preludio, la Copa Confederación y los Juegos Olímpicos; aportarían el circo necesario para consolidar la pasividad política de los brasileños.

 

En breve

Egresos. La Copa del
Mundo de la FIFA exige un
desembolso de 13.600
millones de dólares.

Brasil. Atilo Borón pregunta:
En Brasil, ¿quien fijará ese
porcentaje? ¿Por qué no
establacerlo mediante consulta?

Petróleo. Ecuador y Venezuela
retienen entre el 80 y 85%
a las empresas privadas por
producción petrolera.

Consulta. La presidenta
Dilma Rousseff, espera realizar
una profunda reforma política
previa consulta popular.

Esta visión, no solo equivocada, sino profundamente reaccionaria (y casi siempre racista), quedó hecha añicos en estos días, lo cual revela la corta memoria histórica y el peligroso autismo de la clase dominante y sus representantes políticos, a quienes se les olvidó que el pueblo brasileño supo ser protagonista de grandes jornadas de lucha y que sus periodos de quietismo y pasividad, se alternaron con episodios de súbita movilización que rebasaron los estrechos marcos oligárquicos de un estado apenas superficialmente democrático.


Basta recordar –añade–las multitudinarias movilizaciones populares que impusieron la elección directa del presidente a comienzos de los años ochenta, las que precipitaron la renuncia del presidente Fernando Collor de Mello en 1992 y la ola ascendente de luchas populares que hicieron posible el triunfo de Lula en 2002.


El “quietismo posterior, fomentado por una administración que optó por gobernar con y para los ricos y poderosos, creó la errónea impresión de que la expansión del consumo de un amplio estrato del universo popular era suficiente para garantizar, indefinidamente, el consenso social”.


Analistas adscriptos al Gobierno insisten, ahora, en colocar bajo la lupa estas manifestaciones, señalando su carácter caótico, su falta de liderazgo y la ausencia de un proyecto político de recambio.


Confunden –dice Borón– el detonante de la rebelión popular con las causas profundas que la provocan, que tienen relación con la enorme deuda social de la democracia brasileña, apenas atenuada en los últimos años del Gobierno Lula. El disparador, el aumento en el precio del boleto del transporte urbano; tuvo incidencia porque según algunos cálculos, para un trabajador que gana apenas el salario mínimo en Sao Paulo, el costo diario de la transportación para ir a su trabajo, equivale a poco más de la cuarta parte de sus ingresos.
Pero esto –anota– solo pudo desencadenar la oleada de protestas al combinarse con la pésima situación de los servicios de salud pública, el sesgo clasista y racista del acceso a la educación, la corrupción gubernamental (la presidenta Dilma Rousseff destituyó a varios ministros por esta causa), la ferocidad represiva impropia de un Estado que se reclama como democrático y la arrogancia tecnocrática de los gobernantes, en todos sus niveles, ante las demandas populares que son desoídas sistemáticamente.

Hablar y prometer
Por su parte, un artículo del diario El País de España destaca que antes de la revuelta callejera, los sondeos generales en Brasil daban una cómoda ventaja del 57% a Dilma Rousseff. Ahora, en plena refriega, una encuesta entre los manifestantes en Sao Paulo le da un 10%.


La Mandataria, ante el país en llamas y con la imagen de Brasil dañada internacionalmente en vísperas del Mundial de Fútbol, hizo lo que tenía que hacer, aunque quizás con demasiado retraso: hablar a la nación, garantizar que mantendría el orden y prometer un pacto nacional para escuchar las reivindicaciones de la calle.


Pese al esfuerzo, sus palabras cayeron al vacío, pues 24 horas después de su discurso hubo nuevas manifestaciones con cerca de 60 mil personas en 12 ciudades, como si no hubiese hablado.


Y los analistas empiezan a preguntarse si Rousseff, en caso de acrecentamiento o prolongación de las revueltas hasta las vísperas de la Copa del Mundo 2014, ya bautizada como la “Copa de las manifestaciones”; conseguirá mantenerse en el poder.


Los asesores de imagen –pagados a precio de oro y que hasta ahora le habían aconsejado– fueron quienes escribieron su discurso. Fracasaron por primera vez. No han advertido que, de repente, Brasil cambió. Los viejos trucos publicitarios, hasta ayer victoriosos, se quedaron viejos.


La calle se había manifestado en contra de los políticos del “vamos a hacer”, y con ese eslogan derribaron todos los discursos llenos de promesas. La calle no quiere ya disertaciones ni ofrecimientos de políticos que hasta ayer podían no cumplirlas sin dañar su imagen. Hoy quieren hechos concretos. Y los quieren para hoy.


¿Hay alguna forma que pudiera salvar a Rousseff de la quema y convertirla en el factor del cambio, en la intérprete entre la calle y el palacio, ella cuya biografía la ayuda a conectar con las masas en rebeldía en busca de mejoras sociales?


Quizás sí, afirman algunos sociólogos que leen el nuevo lenguaje de la protesta a través de los gestos más que de las palabras. Por ejemplo el del empresario de corbata de un barrio de Sao Paulo que estuvo presente en la manifestación de la mano de una mujer simple de una favela, tuvo más impacto que mil discursos.


O el mensaje enviado por un joven trabajador que se solidarizó con la protesta recordando que no estaba allí presente solo porque después de trabajar, tenía que ir a estudiar para “mejorar su futuro” y ganar el tiempo perdido.


Según el rotativo, alguien ha llegado a pensar que para la presidenta, media docena de gestos que golpearan la conciencia de la gente –como lo hizo el papa Francisco al asumir el cargo– será más eficaz que los discursos.


Bastó que el primer día de su papado pagara personalmente la cuenta de su hotel; que prescindiera de los palacios pontificios para vivir en una simple pensión de Roma o que cambiara los zapatos rojos de Prada de su antecesor por unos toscos de trabajador, para que el mundo volviese a interesarse de la Iglesia.


No sé a qué gestos los sociólogos piensan que Rousseff debería recurrir para reconquistar su fuerza política perdida, pero es posible que puedan ser lo único que la salve. La presidenta tiene un precedente que lo confirma. Llegó a la Presidencia sin que la hubiera votado la clase media. La victoria se la dieron los “pobres de Lula”. Su primer gesto, retirar a los pocos meses de su Gobierno a ocho ministros acusados de corrupción, le hizo conquistar a aquella clase media que le había negado su voto.


Se ganó la fama de “barrendera de la corrupción” y su popularidad subió a un 88%. Después, los compromisos políticos para mantener su base de apoyo, la llevaron a volver atrás y hoy se enfrenta a una calle que pide que los políticos corruptos vayan a la cárcel, sin aquella aureola de fustigadora de la corrupción.


Necesitará –con gestos, más que con palabras– convencer a las masas que ella no es como esos políticos denostados por los que exigen un cambio radical.


El País dice que podría cambiar a su ministro de Economía, debido al desgaste producto de la crisis. Podría también prescindir de 20 de sus 39 ministros, desconocidos en su mayoría por la gente de la calle. Podría además colaborar para una disminución radical de los sueldos de los políticos, los más altos del mundo.

Apoyaría quizás, por populista que pueda parecer, el proyecto de ley del Senado presentado por el ex ministro de Educación, y ex rector de la Universidad de Brasilia, Cristovam Buarque, que obliga a todos los que tengan un cargo político a llevar a sus hijos a escuelas públicas.


Podría proponer mañana mismo una reforma política radical, un sueño desde hace años en este país y que ni siquiera el popular Lula consiguió realizar.


Podría, desde ya, rebajar drásticamente los impuestos que son los más altos del mundo. Podría marcar distancia con el presidente del Senado, para el que se han recogido 1,3 millones de firmas exigiendo su salida por corrupción; y apoyar que los condenados por el Proceso del Mensalão fueran ya a la cárcel, sin que los laberintos de la burocracia judicial los mantengan aún en libertad.


Quizás, en este punto, ni los gestos más cargados de simbolismo serían capaces de amansar la furia de la protesta, pero sin duda podrían calmarla. Rousseff corre el riesgo de acabar siendo el chivo expiatorio sacrificado sobre el altar de los errores de toda una clase política. Ya hay quien pide que “vuelva Lula”. Sería injusto, pero en las revoluciones, como ella sabe mejor que nadie, la lógica suele quedar sepultada bajo la furia de la protesta que todo lo arrastra.


Crisis económica y gritos en la calle contra los políticos corruptos son un material explosivo que ella necesita neutralizar cuanto antes para que los valores democráticos, sólidos en Brasil, no se vean amenazados, insiste El País.

 

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