PERSPECTIVA
Para llegar a Lezama Lima (fragmento)
En diez días, interrumpiéndome para respirar y darle su leche a mi gato Teodoro W. Adorno, he leído Paradiso, cerrando (¿cerrando?) el itinerario que hace muchos años iniciara con la lectura de algunos de sus capítulos caídos en la revista Orígenes como otros tantos objetos de Tlön o de Uqbar. No soy un crítico: algún día, que sospecho lejano, esta suma prodigiosa encontrará su Maurice Blanchot, porque de esa raza deberá ser el hombre que se adentre a su larvario fabuloso. Me propongo solamente señalar una ignorancia vergonzosa y romper por adelantado una lanza contra los malentendidos que la seguirán cuando Latinoamérica oiga por fin la voz de José Lezama Lima. De la ignorancia no me asombro; también yo desconocía a Lezama doce años atrás, y fue preciso que Ricardo Vigón, en París, me hablara de Oppiano Licario que acababa de publicarse en Orígenes y que ahora cierra (si es que algo puede cerrarlo) Paradiso. Dudo de que en esos doce años la obra de Lezama haya alcanzado la presencia activa que en un plazo equivalente fueron logrando la de un Jorge Luis Borges o la de un Octavio Paz, a cuya altura está sin la más mínima duda. Razones de dificultad instrumental y esencial son una primera causa de esa ignorancia; leer a Lezama es una de las tareas más arduas y con frecuencia más irritantes que puedan darse. La perseverancia que exigen escritores de frontera como Raymond Roussel, Hermann Broch o el maestro cubano es infrecuente incluso entre «especialistas», y de ahí que en el club sobren los sillones. Borges y Paz (vuelvo a citarlos para colgar el blanco en lo más alto del árbol de nuestras tierras) le llevan a Lezama la ventaja de que son escritores meridianos, casi diría apolíneos desde el punto de vista del perfecto ajuste expresivo, del sistema coherente de su espíritu. Sus dificultades y aun sus oscuridades (Apolo puede ser también nocturno, bajar al abismo para matar a la serpiente Pitón) responden a la dialéctica que evoca Le cimetiére marin:
... Mais rendre la lumiere
Suppose d’ombre une mome moitie.
Extremos puntos de tensión de un arco de raíz mediterránea, ceden lo mejor de su fuerza sin los tres enigmas previos que harán del lector de Lezama un Edipo perpetuo. Y si digo que ello constituye una ventaja de aquellos sobre este, me refiero casi éticamente a los lectores que detestan los trabajos de Edipo, que optan por la máxima cosecha con el mínimo de riesgo. En la Argentina, en todo caso, se tiende a hurtarle el cuerpo al hermetismo, y Lezama no sólo es hermético en sentido literal por cuanto lo mejor de su obra propone una aprehensión de esencias por vía de lo mítico y lo esotérico en todas sus formas históricas, psíquicas y literarias vertiginosamente combinadas dentro de un sistema poético en el que con frecuencia un sillón Luis XV sirve de asiento al dios Anubis, sino que además es formalmente hermético, tanto por un candor que lo lleva a suponer que la más heteróclita de sus series metafóricas será perfectamente entendida por los demás, como porque su expresión es de un barroquismo original (de origen, por oposición a un barroquismo lúcidamente mis en page como el de un Alejo Carpentier). Se ve, pues, lo difícil que resulta entrar en el club cuando tantas dificultades se van sumando para trabar el goce de una lectura, salvo si el goce comienza con las dificultades mismas, puesto que yo empecé por leer a Lezama como quien trata de resolver la cifra de messunkaSebr A.icefdok. segnittamurtn, etcétera, que finalmente se aclara en: Descends dans le cratére du Yocul de Sneffels...; se diría que la prisa y el sentimiento de culpa que suscita la proliferación bibliográfica llevan al lector contemporáneo a descartar, muchas veces irónicamente, todo trovar clus. A ello se suman los falsos ascetismos y las solemnes anteojeras de la especialización mal entendida, contra la que se alza hoy en buena hora una actitud como la estructuralista. Todavía un Goethe alcanzaba a fundir al filósofo y al poeta, ya querellados en su siglo, por obra de una avasalladora intuición unitiva; hasta Thomas Mann (hablo ahora de novelistas) pareció que esa coexistencia se mantenía viva en autor y lectores, pero es un hecho que ya la obra de un Robert Musil, para ceñirse al campo de expresión germánica, se vio privado del eco universal que hubiera debido encontrar. Aunque se trate de un mismo lector, este tiende hoy a adoptar una actitud especializada según lo que esté leyendo, resistiéndose a veces de manera subconsciente a toda obra que le proponga aguas mezcladas, novelas que entran en el poema o metafísicas que nacen con el codo apoyado en un mostrador de bar o en una almohada de quehacer amoroso. Acepta moderadamente la carga extraliteraria de cualquier novela, pero siempre que el género conserve sus prerrogativas básicas (que nadie conoce bien, dicho sea de paso, pero esta es otra cuestión). Paradiso, novela que es también un tratado hermético, una poética y la poesía que de ella resulta, encontrará dificultosamente a sus lectores: ¿dónde empieza la novela, dónde cesa el poema, qué significa esa antropología imbricada en una mántica que es también un folklore tropical que es también una crónica de familia? Se habla mucho en nuestros días de ciencias diagonales, pero el lector diagonal se tomará su tiempo en aparecer y Paradiso, tajo al sesgo en esencias y presencias, conocerá la resistencia que le opone el haz de las ideas recibidas. Pero el tajo ya está dado; como en la historia china del perfecto verdugo, el decapitado sigue en pie sin saber que apenas estornude su cabeza rodará por el suelo.
Si la dificultad instrumental es la primera razón de que se ignore tanto a Lezama, las circunstancias de nuestro subdesarrollo político e histórico son la segunda. Desde 1960 el miedo, la hipocresía y la mala conciencia se aliaron para separar a Cuba y a sus intelectuales y artistas del resto de Latinoamérica. Los ya conocidos, Guillén, Carpentier, Wilfredo Lam, salvaron y salvan la barrera por la vía de un prestigio internacional anterior a la revolución cubana, que obliga a ocuparse de ellos cuando llega el momento. Lezama, ya entonces inexcusablemente al margen de las tablas valorativas de los magísters peruanos o mexicanos o argentinos, ha quedado del otro lado de la barrera hasta un punto en que incluso aquellos que han oído su nombre y quisieran leer Tratados en La Habana, Analecta del reloj, La fijeza, La expresión americana o Paradiso, no pueden ni podrán conseguir ejemplares. Tanto él como muchos otros poetas y artistas cubanos se ven forzados a vivir y a trabajar en un aislamiento del que lo menos que puede decirse es que da asco y vergüenza. Desde luego, lo que importa es cerrar el paso al comunismo totalitario. ¿Paradiso? Nada que merezca ese nombre puede venir de semejante infierno. Duerma usted tranquilo, la OEA vela su sueño.
Queda, quizá, una tercera y más agazapada razón del torvo silencio que envuelve la obra de Lezama; voy a hablar de ella sin pudor alguno precisamente porque las escasas críticas cubanas que conozco de esa obra no han querido mencionarla, y en cambio conozco su fuerza negativa en manos de tantos fariseos de nuestras letras. Me refiero a las incorrecciones formales que abundan en su prosa y que, por contraste con la sutileza y la hondura del contenido, suscitan en el lector superficialmente refinado un movimiento de escándalo e impaciencia que casi nunca es capaz de superar. Si a eso se suma que las ediciones de los libros de Lezama suelen estar muy mal cuidadas tipográficamente, y que Paradiso diste de ser una excepción, no puede extrañar que a las perplejidades de fondo se sume la impaciencia que producen las extravagancias ortográficas o gramaticales donde trastabillan los ojos del dómine que casi todos llevamos dentro. Cuando hace años comencé a mostrar o a leer pasajes de Lezama a personas que no lo conocían, el asombro que provocaba su visión de la realidad y la osadía de las imágenes que la comunicaban, se veía casi siempre mitigado por una amable ironía, por una sonrisa de perdonavidas. No tardé en darme cuenta de que entraba allí en acción un rápido mecanismo de defensa, y que los amenazados de absoluto se apresuraban a magnificar las tachas formales como un pretexto acaso inconsciente para quedarse de este lado de Lezama, para no seguirlo en su implacable sumersión en aguas profundas. El hecho incontrovertible de que Lezama parezca decidido a no escribir jamás correctamente un nombre propio inglés, francés o ruso, y de que sus citas en idiomas extranjeros estén consteladas de fantasías ortográficas, induciría a un intelectual rioplatense típico a ver en él un no menos típico autodidacto de país subdesarrollado, lo que es muy exacto, y a encontrar en eso una justificación para no penetrar en su verdadera dimensión, lo que es muy lamentable. Desde luego entre los argentinos idiosincrásicos la corrección formal en el escribir como en el vestir es siempre una garantía de seriedad, y cualquiera que anuncie que la tierra es redonda con un «estilo» aceptable merecerá más respeto que un cronopio con una papa en la boca pero con mucho que decir atrás de la papa. Si hablo de la Argentina es porque la conozco un poco, pero también cuando estuve en Cuba me encontré con jóvenes intelectuales que se sonreían irónicamente al recordar cómo Lezama suele pronunciar caprichosamente el nombre de algún poeta extranjero; la diferencia empezaba en el momento en que esos jóvenes, puestos a decir algo sobre el poeta en cuestión, se quedaban en la buena fonética mientras que Lezama, en cinco minutos de hablar de él, los dejaba a todos mirando para el techo. El subdesarrollo tiene uno de sus índices en lo quisquillosos que somos para todo lo que toca la corteza cultural, las apariencias y chapa en la puerta de la cultura. Sabemos que Dylan se dice Dílan y no Dáilan como lo dijimos la primera vez (y nos miraron irónicos o nos corrigieron o nos olimos que algo andaba mal); sabemos exactamente cómo hay que pronunciar Caen y Laon y Sean O’Casey y Gloucester. Está muy bien, lo mismo que tener las uñas limpias y usar desodorantes. Lo otro empieza después, o no empieza. Para muchos de los que con una sonrisa le perdonan la vida a Lezama, no empieza ni antes ni después, pero las uñas, se lo juro, perfectas.
A la ironía defensiva que se apoya en falencias de superficie se suma la que ha de provocar en muchos la insólita ingenuidad que aflora en tantos momentos de la narrativa de Lezama. En el fondo es por amor a esa ingenuidad que hablo aquí de él; más allá de todo canon escolar, sé de su penetrante eficacia; mientras tantos buscan, Parsifal encuentra, mientras tantos hablan, Mishkin sabe. El barroquismo de complejas raíces que va dando en nuestra América productos tan disímiles y tan hermanos a la vez como la expresión de Vallejo, Neruda, Asturias y Carpentier (no hagamos cuestión de géneros sino de fondos), en el caso especialísimo de Lezama se tiñe de un aura para la que sólo encuentro esa palabra aproximadora: ingenuidad. Una ingenuidad americana, insular en sentido directo y lato, una inocencia americana. Una ingenua inocencia americana abriendo eleáticamente, órficamente los ojos en el comienzo mismo de la creación, Lezama Adán previo a la culpa, Lezama Noé idéntico al que en los cuadros flamencos asiste aplicadamente al desfile de los animales: dos mariposas, dos caballos, dos leopardos, dos hormigas, dos delfines... Un primitivo que todo lo sabe, un sorbon-nard cumplido pero americano en la medida en que los albatros disecados del saber del Eclesiastés no lo han vuelto a wiser and a sadder man sino que su ciencia es palingenesia, lo sabido es original, jubiloso, nace como el agua con Tales y el fuego con Empédocles. Entre el saber de Lezama y el de un europeo (o sus homólogos rioplatenses, mucho menos americanos en el sentido al que apunto) hay la diferencia que va de la inocencia a la culpa. Todo escritor europeo es «esclavo de su bautismo», si cabe parafrasear a Rimbaud; lo quiera o no, su decisión de escribir comporta cargar con una inmensa y casi pavorosa tradición; la acepte o luche contra ella, esa tradición lo habita, es su familiar o su íncubo. ¿Por qué escribir, si de alguna manera ya todo ha sido escrito? Gide observó sardónicamente que como nadie escucha, hay que volver a decirlo todo, pero una sospecha de culpa y de superfluidad mueve al intelectual europeo a la más extrema vigilancia de su oficio y de sus medios, única manera de no rehacer caminos demasiado andados. De ahí el entusiasmo que producen las novedades, el asalto en masa a la nueva rebanada de lo invisible que alguien ha conseguido corporizar en un libro; basta pensar en el simbolismo, el surrealismo, el «nouveau roman»: por fin algo verdaderamente nuevo que no se habían sospechado ni Ronsard, ni Stendhal, ni Proust. Por un tiempo se puede dejar dormir el sentimiento de culpa; hasta los epígonos llegan a creer que están haciendo algo nuevo. Después, despacio, se vuelve a ser europeo y cada escritor amanece con su albatros colgado del pescuezo.
Entre tanto Lezama en su isla amanece con una alegría de preadamita sin corbata de pájaro, y no se siente culpable de ninguna tradición directa. Las asume todas, desde los hígados etruscos hasta Leopold Bloom sonándose en un pañuelo sucio, pero sin compromiso histórico, sin ser un escritor francés o austriaco; él es un cubano con un mero puñado de cultura propia a la espalda y el resto es conocimiento puro y libre, no responsabilidad de carrera. Puede escribir lo que le dé la gana sin decirse que ya Rabelais, que ya Marcial... No es un eslabón de la cadena, no está obligado a hacer más o mejor o diferente, no necesita justificarse como escritor. Tanto su increíble sobreabundancia como sus carencias proceden de esa inocente libertad, de esa libre inocencia. Por momentos, leyendo Paradiso, se tiene una impresión extraplanetaria; ¿cómo es posible ignorar o desafiar a tal punto los tabúes del saber, los no escribirás así de nuestros mandamientos profesionales vergonzantes? Cuando asoma el inocente americano, el buen salvaje que atesora los dijes sin sospechar que no valen nada o que ya no se estilan, entonces pueden ocurrir dos cosas con Lezama. Una, la que cuenta: lo genial irrumpe sin los complejos de inferioridad que tanto nos agobian en Latinoamérica, con la fuerza primordial del robador del fuego. La otra, que hace sonreír a los acomplejados, a los impecablemente cultos, es el lado aduanero Rousseau, el lado papelón a lo Mishkin, el hombre que en Paradiso, después de un pasaje extraordinario, pone punto y aparte y dice con la tranquilidad más absoluta: «¿Qué hacia mientras transcurría el relato de sus ancestros familiares, el joven Ricardo Fronesis?».
Si estoy escribiendo estas páginas es porque sé que párrafos como el citado pesarán más en la ponderación de los dómines que la prodigiosa invención con que Paradiso vuelve a proponerse el mundo. Y si cito la frase sobre el joven Fronesis es porque también me molestan esa y muchísimas otras cursilerías, pero sólo en la medida en que puede molestarme una mosca posada en un Picasso o un maullido de mi gato Teodoro mientras estoy escuchando música de Xenakis. La impotencia frente a lo intrincado de una obra disfraza su retirada con los pretextos más superficiales —puesto que de la superficie no ha pasado—. Así, conocí a un señor que jamás escuchaba discos de música clásica porque, según él, el chirrido de la púa le impedía gozar de la obra en su total perfección; sentado tan exigente criterio, se pasaba el día escuchando una de tangos y boleros que daba miedo. Cada vez que cito un pasaje de Lezama y cosecho una sonrisa y un cambio de tema, pienso en ese señor: los incapaces de acceder a Paradiso se defenderán siempre así, y para ellos todo será ruido de púa, mosca y maullido. En Rayuela definí y ataqué al lector-hembra, al incapaz de la verdadera batalla amorosa con una obra que sea como el ángel para Jacob. Si se dudara de la legitimidad de mi ofensiva, baste entender el doble sistema posible de lectura de la novela, y de ahí pasaron al pollice verso después de asegurar patéticamente que la habían leído «de las dos maneras que indica el autor», cuando lo que proponía el pobre autor era una opción y jamás hubiera tenido la vanidad de pretender que en nuestros tiempos se leyera dos veces un mismo libro.
¿Qué esperar entonces del lector-hembra frente a Paradiso que, como decía el personaje de Lewis Carroll, sería capaz de poner a prueba la paciencia de una ostra? Pero no hay paciencia allí donde empieza por no haber humildad y esperanza, donde una cultura condicionada, prefabricada, adulada por los escritores que cabría llamar funcionales, con rebeliones y heterodoxias cuidadosamente delimitadas por los marqueses de Queensberry de la profesión, rechaza toda obra que va verdaderamente a contrapelo. Capaz de hacer frente a cualquier dificultad literaria en el plano intelectual o sentimental siempre que se ajuste a las leyes del juego de Occidente, dispuesta a jugar los más arduos ajedreces proustianos o joycianos que comporten piezas conocidas y estrategias adivinables, retrocede indignada e irónica apenas se la invita a conocer un territorio extragenérico, batirse con una lengua y una acción que responden a un sistema narrativo que no nace de los libros sino de largas lecciones de abismo; y he aquí que por fin he podido colocar la razón de mi epígrafe, y es tiempo de seguir a otra cosa.
¿Una novela, Paradiso? Sí, en cuanto hay un hilo semiconductor —la vida de José Cemi— al que van o del que salen los múltiples episodios y relatos conexos o inconexos. Pero ya de entrada ese «argumento» tiene características curiosas. No sé si Lezama vio que el desarrollo inicial del tema llevaría a pensar con gran regocijo en Tristram Shandy, pues si bien José Cemi ya está vivo al comienzo del relato y en cambio Tristram, que cuenta su propia vida, ni siquiera ha nacido a mitad del libro, es evidente que el protagonista en torno al cual se organiza Paradiso queda en la penumbra mientras el libro avanza tomándose todo el tiempo necesario para narrar la vida de los abuelos, los padres y los tíos de José Cemi. Más importante es observar que falta en Paradiso lo que yo llamaría el reverso continuo, la urdimbre que «hace» una novela por más fragmentarios que puedan parecer sus episodios.
No es un reparo, puesto que lo esencial del libro no depende para nada de que sea o no sea una novela como la que podría esperarse; mi propia lectura de Paradiso, como de todo lo que conozco de Lezama, partió de no esperar algo determinado, de no exigir novela, y entonces la adhesión a su contenido se fue dando sin tensiones inútiles, sin esa protesta petulante que nace de abrir un armario para sacar la mermelada y encontrarse en cambio con tres chalecos de fantasía. A Lezama hay que leerlo con una entrega previa al fatum, así como subimos al avión sin preguntar por el color de los ojos o el estado del hígado del piloto; lo que irrita a la inteligencia crítica en su sala de pesas y medidas es connatural a toda crítica inteligente en su caverna de Alí Babá.
Notas
*Este texto es un fragmento de ‘Para llegar a José Lezama Lima’, uno de los ensayos de Julio Cortázar que componen La vuelta al día en ochenta mundos (1969). México: Siglo XXI editores.