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Primera línea

Hasta aquí hemos llegado

Hasta aquí hemos llegado
08 de agosto de 2016 - 00:00 - María Fernanda Ampuero. Escritora

No recuerdo cuándo fue la primera vez, pero sí tengo clarísima la sensación deliciosa de ser libre, salvaje y anárquica. Hablo de la liberación de hacer lo prohibido, lo innombrable: sí, hablo de no terminar un libro. Cuando era aquella candorosa estudiante de literatura eso me parecía una aberración. ¿Dejar un libro por la mitad? ¿Abandonar un separador de páginas para siempre? ¿No saber cómo acaba una novela?

Me imponía con ferocidad la tarea de terminar tochos aborrecibles sencillamente porque ¿cómo carajo yo iba a dejar un libro inconcluso? ¿Y si alguien se enteraba?
Todo el mundo parecía haber leído todo y, más importante, haber terminado todo. Todos parecían más brillantes que yo.

¿Qué clase de perdedora dejaba, por ejemplo, Guerra y Paz a las veinte páginas? Ahí había que pujar y pujar, pelear contra el aburrimiento profundo y las ganas de abrirse la yugular, para avanzar. Tirarse a una misma del brazo, como a un niño que no quiere bañarse: lee, lee, lee. Qué espanto. Eso fue pura guerra y nada de paz.

Un día se me abrió el tercer ojo, el de la sabiduría, y me di cuenta de que la vida es muy corta para leerse todos los libros que existen, así que solo hay que leer los que nos dan felicidad, conocimiento, o esa excitación luminosa que los que amamos leer conocemos perfectamente. Lo único que lamento es lo mucho que tardé en darme cuenta. Ya me había tragado cosas que, con perdón, eran verdaderos tostones que no me interesaban ni ahí.

Yo estaba presa de una esclavitud mental hacia los clásicos, quiero decir, culpaba a mi estupidez por no captar la magnificencia de esas líneas inmortales y venga y dale-todavía tiemblo al recordarlo— a pasar páginas sin entender nada y sin sentir un carajo porque, oye, hay que leer los clásicos. Pues no, no todos, algunos son aburridísimos. Un día lo hice: dejé un libro a la mitad y no se acabó el mundo. Ahora lo hago todo el tiempo con una promiscuidad pasmosa.

Uno, otro, otro, haciendo realidad lo que dijo Flaubert: «La única manera de soportar la existencia es sumergirse en literatura como en una orgía perpetua». Al lado de mi cama se acumulan ejemplares de los que he leído cincuenta, veinte, diez y hasta, sí señores, dos —dos, el patito— páginas. No sos vos, soy yo, gracias, siguiente.


Supongo que —paradojas— hay que alcanzar un buen grado de madurez para volver a decir no como en la primera infancia. No nomás. Sin razones, sin justificaciones, con los labios bien redondos: no. El adiestramiento social lo que hace es arrancarnos el no y ponernos un sí de compromiso en la boca que sabe a monedas sucias y nos prostituye en lo más íntimo. ¿Exagero?

Decimos sí cuando queremos decir no: qué asco. Esto se puede aplicar a cualquier cosa, a cosas pavorosas como tirar nuestra vida por la borda en una relación sin amor, por ejemplo, pero ahora estamos hablando de literatura.

Le decimos sí a libros a los que tenemos ganas de decir no. ¿Estamos locos? Pocas cosas en la vida están menos condicionadas por el horror de ser un ser humano, o sea, un ser social, que la lectura. Una cosa que puedes hacer en soledad sin juicios ni sospechas incluso, digo más, con un cierto caché. La gente te ve leyendo y no te jode, ¿entonces? ¿Te vas a joder tú misma leyendo algo que no te gusta? Descubrir eso fue como descubrir la rueda: lo cambió todo para siempre. Hay tanto que leer. Hay tan poco tiempo.

Me confieso: soy una lectora abandonativa y, por supuesto, como escritora permito que mis lectores lo sean. No, no permito, insto. Dejen de leerme. Abandónenme. De hecho, si alguien dejó de leer en el tercer párrafo, en el segundo, en el título, me parece bien. Bravo, lector, bravo. No hay que leer las cosas que no nos interesan, aunque esas cosas las haya escrito yo —sonrisa, guiño, sonrisa—. Todo lo anterior para contar que cuando empecé Paradiso —en una edición preciosa, cubana, que compré en Quito por un dineral— yo no podía estar más feliz. Ustedes saben lo que es estar finalmente a solas con un libro nuevo: quitarle el plástico como desnudar de su vestido de seda a una amante deseadísima, aspirar el olor a libro nuevo, qué perfume, escuchar ese crujidito de ejemplar que se abre por primera vez, descubrir la tipografía —¿es grande, es pequeña?—, tocar el papel, imaginar todas las maravillas que encierran las páginas. Es sexo. Todo es sensual y maravilloso y yo estaba en el séptimo cielo hasta que, ya se imaginan, empecé a leer.

¿Qué diablos es esto? Seguí leyendo. ¿Qué recontradiablos es esto?

Un poco más.

¿…?

Debe ser que soy más boba que mis compañeros que cantaban las alabanzas de Paradiso como los fieles de una iglesia negra del sur de Estados Unidos, o sea entre aplausos e himnos, porque yo no entendía nada ni sentía nada y solo podía pensar en todos aquellos libros a los que renuncié con el dolor de Sophie de La decisión de Sophie por comprarme a Lezama. O sea, furia y fiasco, decepción y malestar. Poco después leí esto de Cortázar y pensé vaya, no soy tan idiota: «Leer a Lezama es una de las tareas más arduas y con frecuencia más irritantes que puedan darse».

Pero bueno, ya han pasado veinte años desde esos tiempos y una de las características de mi inconclusividad lectora es que doy nuevas oportunidades. Me pasó, por ejemplo, con La Ilíada, que adoré en su segunda vuelta quizá porque yo ya había vivido la mezquindad y la heroicidad, la traición y la amistad y también todos sus intermedios, o con Casa de Muñecas, una obra de teatro sin la que no comprendería el mundo, mi mundo, un texto que me cambió la cabeza porque me ayudó a entender que puedes abrir la puerta e irte, que será difícil, que te señalarán, pero todo bien: puedes largarte, mujer, vive tu maldita vida. Es que hay libros que necesitan que seas otra para entrar y romperte. Hay libros que te esperan a que estés lista para ellos. Hay libros que tardas en leer toda la existencia en tu cabeza. Y hay otros, que, como un bumerán, vuelven.

Lo que quiero decir con esto es que tal vez ya sea tiempo de reencontrarme con Paradiso. Tal vez Lezama y yo —que me he vuelto tan neobarroca— ya estemos listos para empezar nuestra relación.

Por lo pronto, me ha atrapado con este verso:

Ah, que tú escapes en el instante
en el que ya habías alcanzado tu
definición mejor.
Ah, mi amiga, que tú no quieras
creer
las preguntas de esa estrella recién
cortada,
que va mojando sus puntas en otra
estrella enemiga

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