Mirada
Cortázar y el comienzo de la otra novela
Desde la época de los imbroglios y laberintos gracianescos, había una grotesca e irreparable escisión entre lo dicho y lo que se quiso decir, entre el aliento insuflado en la palabra y su configuración en la visibilidad. El ícaro verbal terminaba en los perplejos de cera. Engendraba ya primorosas y pavorosas equivocaciones en el manierismo, una palabra de dos cortes y un significar a dos luces. Eran maneras de divertirse, de recorrer el laberinto vegetal, pasar la ruedecilla de Hermes por delante de las casas con grotescas caras de monstruos, de gigantes etruscos o la trompa del elefante enroscándose en un centurión. Un argentino en Europa, en la misma unidad temporal, revisa los laberintos de sus juegos de infante, y un porteño musicaliza los laberintos de Bomarzo, en la Italia barroca del siglo XVII. En la historia de los laberintos, se igualan Rayuela y Bomarzo, los dos se nutren del inagotable paideuma infantil.
En el laberinto se presenta una infinita, indetenible antropofanía. Destino propuesto por los dioses, por la fatalidad al asumirlo el hombre, se iguala con aquellos. Es el anillo y es el centro, el árbol morada y el minoano recinto sagrado. Los deslizamientos del pulpo minoano aseguran la irradiación del centro laberíntico. Los triángulos se liberan de su triangularidad y comienzan a vibrar. Problemas de triángulos rectángulos que son resueltos en el tendido de las redes de los pescadores mediterráneos. Sabe que en la lucha contra el pulpo hay que cortarle la cabeza, como sabe que el toro avanza desde el centro del laberinto. El omphalos o centro umbilical se convierte en morada de los dioses, ya como irradiación germinativa o centro del laberinto. El rombo al girar en la noche brama como un toro. Se oculta, pero congrega. En el laberinto todo signo se convierte en palabra, en verbo ordenancista. Es un espacio ideal, que no depende de adición o de crecimiento, tampoco de reconocimiento espacial o detención temporal. Será siempre punto coincidente entre Oriente y Occidente. Ofir o la remota Santos, la Orplid o la Incunnábula. Tiene que ser, también un espacio hialino, todas nuestras vértebras se apoyan en el punto volante que recorre todo el laberinto, que lo abre y lo cierra. Es un reto de lo oscuro, pero lo penetramos por las instantáneas progresiones de la luz. Los maestros orientales encuentran esa unidad esencial expresada en la gráfica frase, en un instante recorría todas las mansiones.
Rayuela puede ser el crujir de la distancia en el punto ausente, la semejanza y la indistinción frente al suceso, pero prefiere bailar rotando en el tambor que rueda como las manecillas del reloj. Pasarse las manos por los ojos, o los ojos por las manos, para precisar el semiencadenamiento. Infinitas compuertas, sucesivos crujidos, como el ordenamiento arenoso de la piel de la cebra. Sus círculos, sus variantes y reencuentros de páginas, surgen de esas infinitas defensas sicilianas, dándole su intransferible relieve a las figuras que terminan por coincidir, después hablar, después soplarse. Cortázar señala a su manera esas compuertas donde convergen orientalismos, bromas megáricas, eleatismos: «vacío original, primer vacío, segundo vacío, el vasto vacío, el extensísimo vacío, el seco vacío, el vacío generoso, el vacío delicioso, el vacío atado, la noche, la noche suspendida, la noche fluyente, la noche gimiente, la hija del sueño intranquilo, la alborada, el día permanente, el día brillante, y por último el espacio». Las posibilidades en la infinitud y la combinatoria finita. No solamente las alteraciones y saltos de páginas, sino momentos enteros interminables, por ejemplo, muerte de Rocamadour con una atigrada gama de variantes, ya con noche extendida, con vacío generoso, y luego el espacio fijador, como la distancia intercala el árbol. Como un anfiteatro cubierto por capas de arena. Después soplar, aparecen los dos conversadores pellizcándose y dando traspiés.
Por todas partes, la caminata de lo ya transcurrido y de lo que se va a configurar, caminando hacia un presente que ofrece el cafetín, el cuarto de una noche, el portal en la noche que llueve, donde se detienen los que quieren que les echemos el guante. Ejército de hormigas que han polarizado el tiempo y que están en el total asalto de la casa en la granja. Precisamos los ruidos de nuestro reloj y les damos un templo. Les hemos otorgado un ritmo para que sean momentáneamente visibles. Los distribuimos, cuando marchan en su totalidad, con inmensos zapatos, nos destruyen.
Cortázar nos hace visible cómo dos personajes sin conocerse pueden contrapuntear una novela. Después se conocen y se niegan a formar parte de la novela. Lo anterior a su coincidencia, que es lo que desconocemos siempre, forma la prueba de las verdaderas novelas. Su desconocimiento anterior mantiene ávidas aquellas coincidencias en París o en las clínicas de Montevideo. Eso le da naturaleza a sus invocaciones a la Fata Morgana, pero percibimos de inmediato que La Maga no es Nadja. La Maga está traída por un hilo sonambúlico de profecía, en los dominios de lo invisible es un perro que sigue a su amo. La Maga nace de un anterior desconocido, no puede estar traída porque ella va sola hacia la muerte. Nadie la puede ayudar a morir.
Rayuela ha sabido destruir un espacio para construir un espacio, decapitar el tiempo para que el tiempo salga con otra cabeza. Es una novela muy americana que no depende de un espacio tiempo americano. París o Montevideo, la hora de la salida del concierto o la hora del amanecer, giran, ruedan y aseguran la igual concurrencia del azar. Evapora la tierra un espacio americano que no depende de una ubicación cruzada de estacas en nuestro continente. Por lo estelar desciende una cantidad que es lo temporal. Océano final donde todo concurre a una cita.
Esa es la prueba que yo llamo de Bayaceto. Cuando el genio de Racine, absolutamente francés, sitúa sus personajes en Constantinopla y en la época de Solimán. Todo sigue inalterablemente francés del gran siglo. De igual manera una corriente muy poderosa despierta en las novelas, cuando en un sitio señalado por dos líneas cruzadas, van entrando yugoslavos, chinos y uruguayos, pero polarizados por La Maga y Oliverio, la resultante es una lucidez y una somnolencia totalmente argentinas. Tiene algo de la Persia del siglo XVIII, o de la Bagdad de Harún al-Rashid, es desde luego una liberación del aquí, pero entran y salen hombres, se muere al amanecer, hay hambre. Apuntalada por el jazz, creciendo como un árbol, cada casa de noche tiene su espacio y su tiempo, las hermanas que la habitan están metamorfoseadas en perras.
A esa prueba de Bayaceto, Cortázar añade otra: la galería eleática. Hace visibles situaciones históricas de concurrencias o tangencias. La memoria se puebla de galerías inexistentes. Es el sombrero de Arnolfini sobre la repisa o la cama matrimonial. Van llegando de la Región de las nieves perpetuas los acurrucados nocturnos en ‘La cocina’, de Velázquez. Personajes que descienden del cuadro y cogen el elevador. Cómo lo que es escultura se precipita en la vida y cómo esta se agazapa como una bestia de interminable lomo para la caricia.
Al lado de la galería aporética, la librería délfica soñada por Gracián. Cada libro por inexplicable, imprescindible. Julio Verme al lado de Roussel. Todo lo pensado puede ser imaginado. Toda imago deja huella. Hacer de tres no un cuarto sonido, sino un astro, decía un abate que tenía su gabinete de alquimia al lado de su celdilla de penitente. Encontrar los necesarios textos como alimento terrestre de lo único que podemos digerir, que cada cual necesita transformar para crecer. Todas esas lecturas semejantes al encuentro con la prostituta de Avignon llamada Jean Blanc (1477-1514) son, como evoca Cortázar en esa mezcla de lo lúdico y lo terrible que es una de sus constantes más reiteradas, vivencias desprendidas de un cuadro de Masaccio.
Él ha comparado esos encuentros con el latigazo de triple carambola —y de hecho Cannefax, cuando fue campeón del mundo en tres bandas, demostraba las veces que la esfera de marfil impulsada por el taco, se burla de las leyes del movimiento, la esfera avanza ya con dos bandas, retrocede después, uniendo el movimiento progresivo de rotación y el retroceso de traslación— o la jugada de alfil, desalojando la diagonal de la fuerza, centrando la tensión del tablero. Lo que precipita una salida, como la llamada conciencia vertebral de los peces y aves, todos hacia un punto o desplazándose en escuadra. Rezagos de la antigua parábola del halcón, una oscuridad rodeante y un punto en la lejanía que hay que picotear. La luz que se entreabre en una fulguración y la parábola animista que logra el paralelismo oscuridad cuerpo e intuición relámpago de las cetreras.
El paralelismo se logra cabalmente en el laberinto. «La madre decía que Delia había jugado con arañas cuando chiquita», dice Cortázar en su cuento ‘Circe’, precursora de La Maga. Parece situar siempre los peldaños entre dos mundos que no son categoriales, como creación y crítica, técnica y poesía, sino los más opuestos vienen a emparejarse. «Y las mariposas venían a su pelo», dice en el mismo cuento. Es el peldaño posible, el nexus, el que establece el laberinto. La fulguración de ese nexus ha logrado no tan solo el emparejamiento, sino otra nueva posibilidad. El laberinto parece que nos espera, es el otro mundo que se logra entre un activo, jugar con las arañas, y algo que viene hacia nosotros, como las mariposas que vienen a descansar en su pelambre, con respecto a lo cual somos como el sueño, como la evaporación de los vegetales. Realizamos un acto sobre un punto, pero esto engendra otro acto-punto sobre nosotros. Descubrimos y somos descubiertos. Calva que brilla y un brillo sobre la calva, en el transcurso de largos corredores y nos sentimos progresivamente intranquilos. Williams, el asesino de la obra de De Quincey, atrapado decidió suicidarse y fue enterrado en el centro de un quadrivium, donde confluían cuatro caminos. Así, su laberinto logra su centro en la muerte. Ese laberinto interroga desde los peldaños trazados entre crear y pensar. «Solo Dios puede crear», nos dice una inquietante afirmación cartesiana, «el hombre sólo puede pensar, pero todo lo que Dios ha creado, el hombre lo puede pensar». El demiurgo ve el laberinto desde la creación, el hombre lo ve desde el pensamiento. Es decir, el hombre puede cuadrar la bestia, la muerte, por los cruzados corredores cretenses. Una bola de cordel en un barandal mediterráneo se iguala con un caracol gaditano. La imago toma el cordel como una columna vertebral y comienza a lanzar mazapanes chinos por el buzón clavicular.
Cuando Cortázar acude al laberinto numeral, paraleliza la extensión de lo relatado con el pensamiento poseído por igual furia. Por eso su afirmación nostálgica de que Oliveira y no Morelli es el que debía escribir. Pero su laberinto no es un entretenimiento del domingo matinal o de la ringlera nocturna. Es, en primer lugar, una escala de Jacob, una densa corriente onírica entre lo telúrico y lo estelar; luego, es un dictado del logos okulos, el móvil en la distancia y lo que se ve críticamente de ese recorrido. Una distancia entre cielo y tierra, recorrida y acariciada por el simbolismo de la progresión numeral, como una infinita arborescencia derivada de la rayuela infantil, a cuyos laberintos nostálgicamente nos remite la imponente Rayuela de su madurez.
Ese laberinto se deja recorrer por un idioma ancestral, donde están los balbuceos del jefe de la tribu, y un esperanto, un idioma universal de claves y raíces, que se reduce del primero por una decantación analítica. En el idioma ancestral hay una interpretación, la acumulación de lo inmediato verbal, detrás de las palabras de comunicación, se esconden o se entreabren otras que pesan tanto como su otra manifestación externa. Secuestrados latidos, contracciones, crujimientos, que respiran secretamente detrás de una extendida y visible masa verbal. El otro idioma, un esperanto universal, aquella ensalada filológica del último Joyce, que coloca detrás de lo inmediato verbal una infinita escenografía, un dilatado concentrismo que procede por dilatadas irradiaciones. El idioma ancestral tiende a solemnizar la expresión, a entiesarla por escayolada o cartoné de abuelidad. El otro idioma, la ensaladilla, tiende a ironizar, a presentar irreconocibles y sucesivos derivados como los canutos de un anteojo. Entre ambos idiomas se tiende un laberinto donde los énfasis y las carcajadas, los juramentos y los manotazos se entrelazan en núcleos y en la infinitud de pliegues arenosos. Cortázar con un pulso demoniaco, extraordinariamente rico, rige esas derivadas conversaciones con los dos idiomas, entre el jefe de la tribu y el almirante náufrago. Un idioma traza su laberinto sobre el otro, el del acarreo ancestral y el del desglose analítico, pareciendo citar la frase de Malcolm Lowry, de que tanto gusta Cortázar: «¿Cómo convencerá el asesinado a su asesino de que no ha de aparecérsele?».
En busca de estas tangencias entre dos niveles o densidades, Cortázar pasa del laberinto cretense o de conceptos, en busca de salida y de omphalos (centro), a la mandala o salida encontrada por la proyección de la imago, una forma oriental de lograr que la imagen o doble gravite, que adquiera un resplandor o se libere totalmente del cuerpo que la evapora invisiblemente. «Por su parte», dice Cortázar, «las rayuelas, como casi todos los juegos infantiles, son ceremonias que tienen un remoto origen místico y religioso. Ahora están desacralizadas, por supuesto, pero conservan en el fondo algo de su antiguo valor sagrado». Lo que antaño fue sacralizado entronca con ese idioma ancestral, en Cortázar todo parece partir de ese punto, o después de un largo periplo volver a ese punto. Su eironeia, su burla destemplada o su grotesco, pueden desacralizar cualquier situación o diálogo, pero queda siempre como un latido en la distancia ceñida por la visión. Habrá siempre que escoger entre la muerte, el circo y el manicomio, y la novela de Cortázar es como un arca donde esas tres palabras anillan y sueltan sus metamorfosis. La Maga se transfigura en la muerte de su hijo y luego ella misma desaparece por la muerte. Los dos clochards detrás de los bastiones pican en su plumaje amoroso, y en la contemplación el efecto es circense. La enajenación actúa en parte como anorexis, como forma de reconocimiento liberado de la ratio, como si lo inconexo o la nexitud al azar proyectase más luz que las cadenas causales.
En la niñez el columpio comunica irrealidad, desprendimiento, levitación, pero al aconsejarlo Hegel también para la madurez enajenada, le sitúa gravitación en el contraste, realidad, ahí adquiere vértigos y su representación fija se derrumba. Buscar el péndulo compensatorio. Aceptación de la irrealidad para convertirla en realidad, en un paralelismo de contracción y dilatación aceptado como ritmo en el taoísmo. Hegel cita el caso curativo de enajenación en un paciente que se creía muerto. Se le puso a su lado alguien que desde la razón estaba dispuesto a jugar con la muerte. Su mortalidad, en su artificio razonante, acaeció hace tiempo, pero invita a conversar, a pasear, a comer, al irreal y enajenado muerto reciente. Y así esa irrealidad inmovilizada se va paralizando con la otra realidad disfrazada, así comienza el presunto muerto enajenado a conversar, a pasear, a comer. Siente cómo la vida fluye por encima de su muerte y se va desprendiendo de la mortaja de la realidad enajenada, de nuevo la vieja fabulación de los granos de maíz creciendo en el recinto de las calaveras.
El laberinto es un proyecto de lo difícil y renuente, para el barroco peinar ha de tomarse en la acepción de deslaberintizar. El trazado del laberinto es una rebeldía para el itinerario fácil o el lenguaje cansado. Hay que vencer la bestia, la muerte, la salida por anticipado. Es un símbolo de que el hombre tiene que atacar con toda su ratio y todo su pathos, con la razón agudizada y violentísima, con una pasión de fuego repartido, como la calidad del vino justificada por su equitativo reparto muscular, el cosquilleo con ojos de lince.
Hay en el laberinto una forma de defensa, aprovechable tregua de la espera. Ejercicio de combate dentro del combate. Relata Plutarco, en el ‘Teseo’, que a la salida del laberinto comenzaban las danzas, con enlaces y desenlaces, como si en su secreto estuviese no tan solo el centro, sino la fuerza expansiva o centrífuga, «quitándole madera cansada y entretejiendo madera nueva».
En medio de esos laberintos, Cortázar nos ha otorgado el hilo de La vuelta al día en ochenta mundos. Hay allí «Noches en los ministerios de Europa», que puntean sus pasos por la calle que atraviesa toda la ciudad. Primera sorpresa: conocimiento nocturno de los ministerios, es decir, la vuelta del paño. Inutilizado en el trajín del día, el ministerio desaparece, se borra, pero de noche cobra su «boca de sombra, su entrada de báratro». Viene a encontrar la mayor efectividad de las cosas, la mejor sonrisa de la llave, la mayor resistencia de la sombra dialogante con el espejo, triple salto de las columnas para convertir los techos en mallas cóncavas.
«Todo se remite a un pasillo, a un corredor», momentánea salida de ese bullir nocturno. Lenguaje de los ascensores, de las escaleras rodantes, que Cortázar persigue e interpreta, situándose en esa zona de entrecruzamientos, donde lo bajo y lo alto, el ascenso y el descenso, lo cóncavo y convexo forman parte de la misma esfera, atento tan solo a un continuo, a una tonadilla que es la urdimbre de las cosas y que totalmente nos desconocen.
La entrada por lo que antes se llamaba en las iglesias la puerta de los gatos, donde el guardián sin apenas mirarnos —¿de dónde nos conoce?— nos deja pasar. Allí Cortázar encuentra un fichero en blanco y se despide dibujando laberintos. Esas páginas magníficas, escritas con un miedo sencillo, esclarecen en lo posible sus vueltas al día y al sabor anticipado de la muerte.
Al salir a ese pasillo, los rostros, el rostro, están como marcados por cicatrices o por una palidez irrepetible. Ese rostro nos ha mirado con escandalosa fijeza y la muerte ha acudido. Un rostro para un rostro. «No sé dónde subió el hombre del sobretodo y el sombrero negro», dice Cortázar, pero lo cierto es que va en el mismo ómnibus y que está a nuestro lado. «En ningún momento miró a nadie», ¿para qué? si es la mirada del otro que va naciendo dentro de nosotros, en una inundación que se fija al nivel de la flecha en el árbol. Es un espacio que se llena de una sustancia invisible y desconocida. De pronto, se hace visible y se da a conocer. Sigue siendo El Mal, un espíritu indetenible, que puede adquirir un rostro, pero sigue inundando el vacío, que así comienza a latir, cruzándose el rostro con la solapa. Es la presencia del Mal cósmico, el gamo para las orejas y la serpiente se desanilla en el sueño y avanza. Es lo inaudible que agita su campana por debajo del mar. Lo relacionable, lo que va a llegar, nos da la mano, pero jamás le podremos ver el rostro.
Encontrarse a La Maga, en la excepción o comprobación de la costumbre, «convencido de que un encuentro casual era lo menos casual en nuestras vidas», lo otro pertenece, según Cartázar, a otra familia, a la que aprieta desde abajo el tubo de dentífrico. Esa manera se reitera corno una constante de acierto a lo larga de sus páginas, las vacilaciones de un encuentro tienen casi siempre un preludio táctil, una presencia en lo insignificante que coincide con las monumentales justificaciones del reloj, pero que desprende a su lado una presunta escala en la infinitud, casi otra novela, pues la sustancia presionada por la parte inferior del dentífrico salta para lograr la otra serie de las excepciones, la nueva especie que se logra. En esa nueva serie, según Cortázar, aparecen ya lo «insignificante, lo inostentoso, lo perecido». Él le llama a eso besar el tiempo, y nosotros lo hacemos gráfico con el emperador chino que mientras desfilan las bandas militares, acaricia una pieza de jade extremadamente pulimentada; a medida que sus dedos recorren lo semejante, la igualdad de la superficie, su imago tripula el búfalo del oeste. «Ya para entonces», dice Cortázar, «me había dado cuenta que buscar era mi signo, emblema de los que salen de noche sin propósito fijo, razón de los matadores de brújula». La brújula del tiempo, tan amada por los diseñadores del laberinto es la que orienta esos pasos nocturnos, pues lo onírico es el único imán posible de esa brújula.
Nadja es trascendentalista, hegeliana. Contesta sonambúlica: soy el alma errante. Se acerca como si no quisiera ver, así la precisa Breton, imprecisándola. Cortázar considera a La Maga una concreción de nebulosa que trae lo vital y lo vitalista en una comunicativa canción de Schumann. Vive en la perennidad del día y disfruta de una acumulación en la profecía: Regocíjate en el día, se dice en el Libro, porque en él todas las cosas fueron hechas. Gregorovius no la puede descifrar, pretende que tenga ideas generales, Oliveira la capta a través de detalles que estremecen su estopa profética. Esos detalles proliferan, retumban, se entrecruzan. Cuando habla de su violación, el hecho está tan alejado en las últimas celdillas, que no se precisa si es un susto o una ironía. Es el anticuerpo de las categorías kantianas. Vive en la realidad, pero sus desplazamientos son toda la novela, vive en la negación de un mundo conceptual, por eso permanece viva y abierta. La novela se extingue cuando ella desaparece, después aparecen situaciones figurativas, desconfianzas, incesantes auto-interrogaciones de Morelli, mirando cauteloso a las palabras, queriendo establecer infinitas y relativas comunicaciones. La Maga era el único apoyo inquebrantable. Su limitación era una síntesis temporal, una acumulación reminiscente, el enlace infinito. «Llevarse de la mano a La Maga, llevársela bajo la lluvia como si fuera el humo del cigarrillo, algo que es parte de uno, bajo la lluvia». Es la confirmación de que La Maga es la que guarda una más profunda relación con todo el Club de la serpiente. Hace mejor análogo, pesca y se deja pescar, su profundidad está en su continuo cósmico. Hay en ella como un larvado sentido de santidad. Hay que fijarse en su transpiración, el cuerpo evaporando, y en su respiración asimilando el cuadrado de aire.
Oliveira no buscará como los suicidas el centro del cuadrado. Su diálogo es su jarrito de mate y ahí piensa encontrar el centro de su laberinto. «Es», dice, «el punto exacto en que debería pararme para que todo se ordenara en su justa perspectiva». Pero tiene que seguir siempre buscando el centro por el contorno, en los enlaces del jazz, en sus viajes en que reitera sus vueltas porteñas, en la casa de la enajenación, en las variantes del rostro de La Maga. La contemplación del cielo silencioso de los taoístas para arrancar o desprender la palabra, llega al mundo parmenídeo de la unidad prescindiendo de la ratio. Los siete relámpagos para nuestras siete intuiciones. En una situación desesperada hablan La Maga y Oliveira. «—También hay ríos metafísicos, Horacio. Vos te vas a tirar a uno de esos ríos. —A lo mejor, dijo Oliveira, eso es el Tao».
La Maga ha ido a París para aprender música y encuentra Tao. Oliveira cree que va a encontrarse autodestrucción y encuentra Tao. El camino del sin sentido creador funciona en los dos poderosamente.
En realidad la novela es el azar coincidente en el Club de la serpiente. Mientras cada uno de ellos ofrece un desgarramiento que casi lo destruye, forman un coro de destilada unidad. Unidad coral y total dispersión de la persona. Es, desde luego, un coro unitivo alejandrino. Una avalancha grecorromana —mitologías, fábulas, aposentos tabúes— cubre como una lava al sujeto que se despereza y quiere comenzar. La música los enlaza y les presta un ritmo traslaticio en plena atemporalidad, pues se sabe que a cualquier rincón que lleguen entreabrirán el mismo estilo de deslizamiento vital, acorralados por el jazz, por la pausa de triste violencia, que dejan los ritmos sincopados, la rimbaudiana sacralización del desorden los ha llevado a la excepcionalidad a oscuras y ya desean un orden como un ceremonial. Quieren comenzar, inaugurar playas, hogueras. Acariciar el bigote del tigre en la voluptuosidad. Unidad que sacralice su orden y desorden, no en burdas antítesis. Toda síntesis, cuando es legítima, engendra una simetría traslaticia. Viven para su desesperación en una síntesis hegeliana, no en la unidad de Platón o de Plotino.
La raíz sumular de la novela necesita esa unidad coral. La Maga, Babs, Gregorovius, Etienne, Oliveira, forman la evaporación constante que se ordena y desordena en la extensión de la masa harinosa. Luego ofrecen episodios, situaciones, para una visibilidad irónica. A veces, me causa la impresión de una Corte de los Milagros convertida en una inmensa escenografía. Un primer plano vacío, y luego, infinitos murmullos, entreoídos, voces que retroceden para que el gesto no los guíe o interprete. Cuando Oliveira remplaza a La Maga por Talita, tiene que ascender en un andamio y descender en la casa de la enajenación. El episodio o entrecruzamiento ha perdido su carnalidad sombrosa, están condenados a trasladarse incesantemente con el rostro vuelto y apretándose las manos, ya las manos crispadas son la obsesión más reiterada en la última etapa de Kafka. Por eso, esta novela americana ha dependido de la manera de la poesía, de su ascendente análogo y de la imagen como resistencia de un cuerpo total, de su asombroso centro de absorción, tragaluz, estómago de ballena, de sus incesantes mutaciones en el centro de la fuerza del espejo invisible, pues solo la poesía logra destruir la antítesis realidad e irrealidad, formando una esperada médula de saúco. Metáfora como realidad que arranca e incorpora e irrealidad de la imagen en el nuevo cuerpo de la novela. Estamos ya muy alejados de aquel tratamiento goethiano de situar lo habitual como misterioso, para que lo misterioso llegue a ser lo cotidiano. Aquel imponente morfólogo de la cultura veía la columna vertebral como una causalidad autógena, ya hoy sabemos que es un relámpago.
Rayuela se desenvuelve en un eléctrico y eleático concentrismo. Ya vimos a la salida del laberinto enlaces y desenlaces, canciones de boga y sumergimientos de Osiris. Oliveira se detiene en una calleja y siente «cómo cualquier esquina de cualquier ciudad era la ilustración perfecta de lo que estaba pensando y casi le evitaba el trabajo». Sus secuencias tienen que concluir en las arenas, no puede terminar, terminar sería encallar, un rasponazo, dañar tal vez el fondo. Su concentrismo está en el oído que dilata, en el ojo que extiende, en los brazos prolongados en la infinitud. Sabe que algo o alguien está detrás del bastión que interrumpe la continuidad de los sentidos. Algo se restituye, se reconstruye, se reconoce en nuestro existir con total independencia de nuestro ámbito. Cada hombre irrumpe o interrumpe un continuo, pero hay un fondo de identidad que es un azar que se vuelve causal, una absurdidad que el hombre tiene que asimilar para no ser el irreconocible sobreviviente de una especie extinta. No le interesa a Cortázar prolongarse en distintos planos, sino la candela que esclarece momentáneamente el sótano. Sabe que no podemos ir más allá de la conciencia vertebral que es también un relámpago.
Cortázar nos ha indicado las destrezas para penetrar en sus laberintos numerales, pues Rayuela ofrece en sí misma sus agrupamientos o archipiélagos electromagnéticos. Sucesivos remolinos con ritmos traslaticios logran sus vértices en la rotación. Un café o un accidente callejero forman cadeneta con el jazz entrelazando las conversaciones del Club de la serpiente. Meditando Oliveira sobre su desemejanza con La Maga, se despierta el interrogante metafísico de la otredad, surgido de una trágica situación final, como las impulsiones gatunas del jazz, que no es tigre, tampoco perro. Una cita de Crevel aclara las relaciones entre Oliveira y La Maga. Oliveira está convencido de que no podrá escapar de un orden falso, como La Maga parece inclinarse más al caos que a Tao, mientras La Maga lo sigue viendo a él ahogado en ríos metafísicos. La razón se le ha convertido en un interrogante en la infinitud y su caos se agua en un destino que se va aclarando. Porta su inscripción fatal, que Cortázar subraya con una lucidez aterradora: «condenado a ser absuelto». En la sucesión de sus días no aparecen misteriosos textos interpolados, su condena, signo de los tiempos que corren, es su libertad. Su arbitrio no tiene fatum.
Oliveira cree ya en ese momento que debe repasar a Spinoza, pero surge un accidente. Un escritor viejo ha sido arrollado, así surge el paralelismo antitético lectura y suceso. El laberinto de Cortázar se va profundizando, el ser en el ser y paralelizado la aparición de la excepción en la causalidad. Una cita de Platón o de Spinoza se paralelizan con un terremoto. Tanto Swedenborg, un profeta, como Goethe, un morfólogo, han predicho terremotos con escandalosa precisión. Para el hombre contemporáneo lo otro, trágica búsqueda de un «delicado contacto, maravilloso ajuste con el mundo», absurdidad causal que engendra una tregua o sindéresis con el otro. La asimilación de esa absurdidad primordial coloca al hombre en la atemporalidad.
El café y la esquina, metamorfoseados en tertulia casera o en temporal dolmen orquestable, se abren como goteantes gárgolas en la Rayuela. Oliveira está en una esquina y de pronto la trueca en categoría metafísica, en fuente de conocimiento. Ya subrayamos en Cortázar la esquina como fuente de esclarecimiento pensante. El mundo vibrátil de las callejas se paraliza con el tendón del caballo, con la boca buzón. Los chinos colocaban pulpos en jarras cristalinas para segregar vinagre. Una impresionante une en esta novela lo respirante con la irrefracción. Qué gusto leer en este grandote porteño: «La boca como una guinda violentamente bermellón se dilató hasta tomar la forma de una barca egipcia». En esta frase aparece de cuerpo entero la anillada e invisible prolongación de sus pedúnculos aprehensivos. Los acordeones porteños: la boca como una guinda. El cronista de Indias, el primer americano, el que anota: violentamente bermellón se dilató. Ahora, Cortázar entra de noche en una de sus más memorables evocaciones, sin que el portero le pida la contraseña; por los nocturnos ministerios europeos, camina y mira de frente «la forma de una barca egipcia». Cercanía y lejanía, los acordeones y la barca egipcia, bordonean por igual como insectos todo su cristal reminiscente. Es esa sucesiva raíz profunda, porteño, americano, universal, lo que le permite a Cortázar traducir como San Jerónimo e invencionar desde la Rayuela saltada por el infante al ajedrez nominalista del rey del país lluvioso.
Solo lo absurdo podrá vencer la otredad, ya que en la actualidad los derivados causales se igualan lo mismo con el acto que con el germen, la potencialidad desencadenante ha perdido su fuente nutricia, la adecuación causal, raíz de la physis, ha ido destruyendo al hombre. El cuerpo derecho y el izquierdo, que en la cultura china se interrogan, enloquecen o reposan, se han convertido entre nosotros en una simetría apariencial. Ya en el mundo antiguo, en el estoicismo y el sincretismo alejandrino, la ataraxia estoica fue abriendo paso a la absurdidad. A las exigencias de una nueva fe, a la total delicadeza de una nueva caridad, a la imponente exigencia de la fe en la resurrección se aunaba la omnicomprensión poética como totalidad de la creencia. «Solo viviendo absurdamente se podrá romper alguna vez este absurdo infinito», nos dice Cortázar. Ha señalado con patética lucidez que la absurdidad ha comenzado pero que la otredad subsiste. A sus lectores les es fácil encontrar la ironía más que la crueldad del concierto de Berthe Trépat, pero hay algo más profundo que Cortázar ha encontrado y derivado en esa grotesca coincidencia. Por la frustración que deriva Oliveira de ese encuentro siente que el grotesco no se ha convertido en absurdidad. Él hubiera querido, como manifiesta, una absurdidad más prolongada, beber una copa con ella y su esposo en la medianoche. Completar el grotesco, al quitarse los zapatos para que las medias perdieran su humedad; pero Oliveira es un precursor que todavía no se ha convencido de que no podrá saber jamás lo que es una plenitud. Cortázar no solo ha tomado la visibilidad de dos personas que representan segregaciones metafóricas, la coincidencia entre el rimbotiano yo soy otro y el existencialismo del infierno son los demás, coincidiendo en un grotesco infernal, en una pareja que penetra en un café y lanza al unísono el buche de agua de su frustración. Después de haber hecho retroceder las categorías kantianas, la otredad, adquirir cierta nitidez en sus relaciones con La Maga, llega el momento de la frustración y lo configura en una forma muy porteña: «Te falló, pibe, qué le voy a hacer». Y si eso no fuera suficiente, rubrica intraspasable: «Dejemos las cosas así, hay que ir a dormir». Después del trazado de uno de sus laberintos, ríos y ríos metafísicos, Cortázar sabe como pocos que no podrá anclar en los finales joycistas del sí, sí y de la mujer que abre su vientre en el primer día, pues Oliveira tendrá que ir al sueño, nueva temporalidad y nueva realidad, y volver a esclarecer su relación con La Maga, pero ya al final sus palabras tienen la resonancia de un conjuro para saludar a la luna sobre las colinas. «Yo estoy vacío», dice Oliveira en la Rayuela, «una libertad enorme para soñar y andar por ahí, todos los juguetes rotos, ningún problema. Dame fuego». Fuego, desde luego, para encender el cigarrillo, que ya está cerca de sus postreras humaredas y habrá que recomenzar. Oliveira se dirige a visitar a Morelli en el hospital. Estaban hechos para la amistad, los dos han sufrido un largo laberinto de autodestrucción, pero, por la más frecuente de las paradojas, el fatum que los poseyó a los dos, se esclarece en una sola dirección. Cortázar los diversifica, a cada uno su destrucción por separado, pues sabe que la coincidencia de los dos sería el final de la novela. Oliveira puede avanzar hasta el final, siquiera sea en una suma infinita de cigarrillos, pero el perplejo metafísico de Morelli se hace marmóreo. «En el fondo sabía que no se puede ir más allá porque no lo hay». Su obstinación es trágica, pues el laberinto concéntrico del muro se le hace fatalidad ¿tendrá fe en la otredad asaltante del muro? Por eso sueña en dinamitar el lenguaje como primer impedimento. Cuando ya el absurdo sea la identidad, la unanimidad, convertido en religiosidad, en creencia coral. Es decir, sacralización, desacralización, y una nueva impulsión sagrada en el hombre, que vaya desde el lenguaje a la tierra prometida.
Oliveira sabe que está ya imposibilitado para escribir, pero tiene una intuición muy eficaz cuando después de la desaparición de La Maga, comienza a buscar por los bastiones donde merodea la clocharde Emmanuelle. Al evocar a la Gran Madre, Cortázar logra damos no tan solo la plenitud de su configuración, sino el esclarecimiento de lo que persigue. Ese momento se logra con una sencillez impresionante, «se oía el glu glu del vino y el resoplido, tan natural», dice Cortázar, «que todo fuese así absolutamente anverso o reverso, el signo contrario como posible forma de sobrevivencia», y una h maliciosa y apocalíptica, infantil y comenzante, cae sobre su apellido, sobre la ebriedad y la astucia. Cansancio de la escritura y la nueva tierra prometida por la rayuela. Comienza a oír Kubla Kahn, como un imán de la lejanía, y enciende otro pitillo.
No se han subrayado las páginas decisivamente excepcionales de Rayuela, del descenso de Oliveira a la heladera de los muertos, que señalan una nueva marca en la novelística americana. Los símbolos están encontrados con una terrible precisión. El viejo, cuya locura consiste en acariciar una paloma, ha ascendido de las profundidades —el sótano de la clínica en cuyo refrigerador se guardan los muertos—. Reaparece Oliveira tomando a Talita por La Maga, evocando la rayuela, temblando de miedo por el pasillo. Así, como estaba convencido ya de sufrir la terrible condena, ahora en la heladera infernal, precisa que no hay ninguna Eurídice que rescatar. Se tomará una cerveza. Del Club de las serpientes a un circo, del circo a una casa de enajenación, de allí al sitio donde un loco con una paloma conversa con una muerta. Oliveira ha descendido a los infiernos y reaparece después saliendo par la última casilla de la rayuela, por el centro del mandala, donde realidad e irrealidad forman la nueva urdimbre. Al descender Ulises a los infiernos, la madre le ordena que regrese inmediatamente hacia la luz, Oliveira asciende también de su infierno dueño ya del sin sentido creador, o para usar sus símbolos, lo que está debajo de los párpados forma con lo que está arriba de los párpados una nueva visión, la que Oliveira necesita para rescatar de nuevo a La Maga. Por todas partes aparece en Rayuela un nuevo sentido para una nueva absurdidad, pues esos nuevos sentidos traerán la nueva sacralización del hombre, es decir, la antropofanía o el hombre dueño ya del centro de su laberinto.
De ese descenso a los infiernos, le quedará cierto rejuego plutónico, como lanzar las chispas de sus cigarrillos sobre los cuadrados de la rayuela. Así acompaña al tiempo en plena orgía de atemporalidad. Después, en la casa de la enajenación, es cuando se van ofreciendo situaciones liberadas ya de todo paralelismo, de toda antítesis, de todo mundo categorial y causalista. Oliveira logra situarse en una perspectiva donde La Maga sigue viviendo, donde se ha logrado liberarse de la mortalidad. Y esa antropofanía que nos brinda tendrá que empezar por ahí, donde el existir no sea, según la expresión de Valéry, una enfermedad en la pureza del no, ser. Las peripecias en la búsqueda de La Maga son de lo más profundo en el reverso de la novela. Ellas comienzan, si es que esto se puede precisar, después del descenso a la heladera infernal por Oliveira. Su autodestrucción adquiere otro ritmo, ya no es simplemente traslaticio, sino penetrante como un clavo que logra unificar a La Maga con Talita. Ambas están oyendo, para usar la imagen de Cortázar, «un chorrito de agua», el sonido de agua unifica las imágenes, la imagen del cuerpo y el cuerpo de la imagen coinciden en la unidad del espejo. La imagen en el río y la imagen en el espejo, el espejo remplazando al río, pero seguimos como fantasmas errantes tras la unidad de la imagen.
La novela medita sobre la novela, al final las palabras son vivencias, porque las palabras y las vivencias están insufladas de una trágica comicidad. El lector salta sobre el autor, nuevo hombre de Zoar, y forman un nuevo centauro. El lector, castigado y favorecido por dos dioses a la vez, se queda ciego, pero se le otorga la visión profética. El lector está convencido, según la frase de Cortázar, de que «la novela es un coagulante de vivencias, catalizadora de nociones confusas y mal entendidas», porque el autor está convencido de que «solo vale la materia en gestación», y el lector de nuevo, como dentro de un poliedro de cuarzo, adquiere la diversidad de la refracción y la obstinación de un punto errante. Así, la antropofanía que nos propone Cortázar, presupone que el hombre es oreado incesantemente, que es creador incesantemente. Existir y no existir forman en el hombre una cómica unicidad. Una palabra humea al lado de una palabra que no fue dicha, el cuerpo marcha al lado de un cuerpo inexistente, miramos y dentro de la visión un muro se derrumba, un punto que se levanta en lo alto de la agujeta del surtidor es la carpa estelar que se pliega. Por todas partes, la unidad profunda entre la semilla de la mandrágora y la boca de los muertos.
Propio ámbito desconocido, lenguaje ancestral, galería aporética, librería délfica, centro del laberinto, espacio ideal, espacio hialino, son la misma temeridad que nos hace y nos agobia. Médula de saúco, espejo de la médula, identidad universal. Mira por un extremo del anteojo y la novela es sorprendida por una plenitud. Mozart de nueve años en Londres, estudia con él William Beckford, de cinco años, quien a esa edad escribe un aria que años más tarde será incluida por Mozart en Las bodas de Fígaro. Mira por el otro extremo del anteojo y es ahora una plenitud sorprendida por una novela: guerreros tártaros atravesando un desierto, beben en las venas rotas de los caballos para no morirse de sed. Reconocimiento en una lentísima fulguración, técnica puntillista en seguir la vida de los muertos. Muertos hijo e hija de familias siberianas, contraen matrimonio los dos garzones muertos. Pintan en papeles a los invitados, a los jinetes con sus corceles, vestuario, monedas y sillas. Queman esos papeles y el acta matrimonial con firmas evidentes, para que lleguen al otro mundo y constituyan un matrimonio con todas las formalidades legales. Los padres de los infantes muertos y casados, comienzan a vivir como parientes. Coinciden con los egipcios: una revolución social para conseguir la igualdad de derechos en la muerte, para que el que fue alcabalero en vida, lo siga siendo en la muerte. Un dato tenaz en la locura de Hölderlin: desde un espejo el señor Scardanelli le sacaba la lengua. Intuir como continuo central de la novela a la serpiente absorbente, llamada lampalagua, que traga un aire como de imán y atrae lo lejano y monstruoso a la instantaneidad de su sueño transmutativo.
Notas
*Este texto es el prólogo de la primera edición cubana de Rayuela, de Julio Cortázar, publicada por Casa de las Américas en 1968. Dos años después, en 1970, José Lezama Lima lo publicó en el libro de ensayos La cantidad hechizada, Ediciones Unión, La Habana, 1970.