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El Telégrafo
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ITINERARIO

En La Habana (fragmento)

Lezama enciende un habano en su biblioteca.
Lezama enciende un habano en su biblioteca.
08 de agosto de 2016 - 00:00 - César Aira*. Escritor

La primera mañana fui a la casa de Lezama Lima. Sucedió un poco por casualidad: salí a caminar para ver la ciudad, y como no hay mucho que ver porque todo está en ruinas, todo es sucio y sórdido y uno trata de pasar de largo, dejé atrás la Habana Vieja, de pronto estaba en Prado, y se me ocurrió que la calle Trocadero no debía de estar lejos. Le pregunté a alguien, y aunque me dijo cualquier disparate (bienintencionado), la encontré, a unos pocos pasos. La dirección la sabía de memoria desde chico: Trocadero 162. Tomé por ese pasadizo mitológico, esa vía regia que ahora es una callecita rota, con charcos y montones de basura y viejos sentados en los umbrales fumando cigarros malolientes. Un cartel en el 162 indica que es la Casa Museo de Lezama Lima. Estuve husmeando un momento por los postigos entreabiertos, sin mucha esperanza de entrar; eran las diez de la mañana y todo se veía muerto. La casa donde vivió Lezama es un departamento de planta baja, uno de dos perfectamente simétricos; el edificio tiene cuatro o cinco pisos. Parece una construcción del primer cuarto del siglo, bastante buena, con unos ornamentos vegetales en la fachada, columnillas y entradas bastante complicadas a primera vista; los departamentos de planta baja tienen entradas independientes y hay otra, creo, para la escalera. Había unos timbres, pero me pregunté si valdría la pena tocar. Casi había decidido irme y volver a la tarde cuando salió una señora por la puerta de al lado. Le pregunté si se podía visitar, y llamó a alguien. Salió otra señora, la directora del Museo, que me hizo pasar a una salita vacía donde dormía una pareja de jóvenes negros sobre un banco. Entreabrieron un ojo para mirarme pero no se movieron. La señora me llevó al cuarto contiguo, también desnudo salvo por una mesa y una silla. Ahí le pagué tres dólares, dos por la admisión, uno por la visita guiada, que me haría ella misma. Este sitio donde estábamos era el segundo departamento de la planta baja, que el Estado ha adquirido para usar como oficinas y depósitos del Museo, después de comunicarlos y tirar la pared que dividía el patio por la mitad.

La recorrida no puede llevar más que unos minutos, entre cinco y diez, aun contando los discursos memorizados de la guía. No hay gran cosa que ver: los muebles son dudosos, los cuadros no son muy buenos, hay unas vitrinas con libros (pero la biblioteca de Lezama la donó la viuda a la Biblioteca Nacional) y la mitad de los cuartos, que no son muchos están vacíos y se los adorna con deplorables cuadros donados por jóvenes pintores. La sala, el dormitorio de la madre, el dormitorio del poeta, el baño, el estudio y el comedor. Todo pequeño, minúsculo, de casa de muñecas. En total el departamento no debe de tener más de treinta metros cuadrados. El patio, un diminuto cuadrado con una marca por la mitad donde estaba la pared divisoria, es un pozo oscuro al que dan las cocinas y lavaderos de los ruinosos departamentos superiores, que parecen superploblados. En uno de ellos, allá arriba, estuvo cantando un gallo todo el tiempo. Los pisos de todos los cuartos y del patio son de baldosas con dibujos verdes y rojos. En las paredes, en todas, descomunales manchas de humedad que han hecho saltar la pintura y hasta el revoque: «la humedad es invencible», me dice la guía, «hagamos lo que hagamos vuelve siempre, como el espíritu mismo del Maestro». No se diría que hacen mucho, pero la idea es poética. Si quisiera ser ingenioso, podría decir: ¿Qué es lo que más me gustó de la casa de Lezama? La humedad. (Haría pendant con la famosa respuesta iconoclasta de Cocteau a la encuesta «Qué salvaría del Louvre en un incendio»: el fuego.)

Lo que más me gustó, hablando en serio, fueron los objetos que había sobre las bibliotecas. La guía me los fue señalando: todos aparecen en un lugar u otro de Paradiso, el cofre alemán, el biscuit francés firmado («Baudry»: es una compra de la señora Augusta). Y en un rincón del recibidor, sobre un estante, un objeto verdaderamente maravilloso: «Es el vaso danés, que aparece en Paradiso en un episodio importante: al niño Cemí se le cae al suelo y se rompe. Seguramente a Lezama se le cayó, porque tiene una rotura». No vi la rotura; debía de estar en la parte de atrás y por supuesto no me atreví a tocarlo. El vaso es pequeño, de unos veinte centímetros de alto y cinco de diámetro en la base; se va angostando hacia arriba; es de esos floreritos para una sola flor. Es verde, y a cierta distancia parece moteado, pero visto de cerca tiene un dibujo abigarrado y minucioso, todo en verde y blanco, de casas, árboles, calles, autos, all over, tan detallado que se ve el número de ventanas de cada casa, las hojas de cada árbol, la marca y el modelo de cada auto, los postes de luz, el empedrado de las calles piedra por piedra, todo dentro de los milímetros. Una ciudad entera, se diría, un día de semana, una ciudad de Dinamarca si es realmente danés, y debe de serlo. Yo puse cara de entendido y exclamé ¡Ah, sí! ¡El famoso vaso danés! La verdad es que no me acordaba, aunque he leído Paradiso tres o cuatro veces; algo, vagamente, me sonaba, lo de «vaso danés», pero quizás sea uno de esos recuerdos inubicables inventados ad hoc, por sugestión. Debería buscarlo en el libro, pero me da pereza, y lo haría por puro esnobismo, por decir «yo lo vi». Si hubiera toda una historia incluida, ambientada en una ciudad danesa, me acordaría.

Sea como sea, el vaso danés, una vez que lo hube admirado en su realidad palpable (tan frágil) e increíble a la vez, podría abrirme un camino nuevo en la interpretación de la obra de Lezama. En realidad, un viejo camino: el de la imagen, el de la microscopía. Lezama teorizó largamente, a su modo, sobre la «imagen», o las eras imaginarias, y aunque en él la palabra está contaminada con el sentido de «metáfora», creo que coincide, o se lo podría hacer coincidir sin violencia, con la idea de Deleuze de nuestra época actual como «era antiimaginaria». La imagen, para ser verdaderamente imagen, como lo fue en las eras imaginarias (por ejemplo el Renacimiento) debe surgir como enigma, fuera del lenguaje, definitivamente sin explicación ni justificación: fuera de todo relato posible, es decir como misterio y posibilidad infinita. Nuestra época, al revés de las eras imaginarias, se ha especializado en neutralizar el valor específico de la imagen, anulándola con algún relato de una clase u otra. Claro que en un escritor eso es inevitable. Si la imagen de verdad es la refractaria a las palabras, el escritor no podrá evitar desvirtuarla. Pero, supongo, hay modos de sugerir, aun dentro del discurso, el silencio de la imagen. Esos modos, que no soy yo quien pueda analizarlos, constituyen buena parte del estilo y el método de Lezama.

El vaso danés es realmente un prodigio. No solo, o no tanto, por la calidad de su artesanía, sino porque existe. Aunque lo miré apenas unos segundos, y sin prestar toda la atención que habría debido, me produjo una intriga que persiste. Ese paisaje de ciudad escandinava no está en un cuadro plano, sino en un vaso, en un jarroncito, en su superficie curva; para verlo entero habría que tomarlo en las manos, con el consiguiente peligro de que se caiga, y darlo vuelta. Creo recordar que la perspectiva es alta, la ciudad está vista a vuelo de pájaro. Como es básicamente un cilindro, y salvo que haya un corte atrás, cosa que dudo, debe de continuarse indefinidamente, vuelta tras vuelta, quizás cada calle desemboca en sí misma, y esos autitos están girando en círculos. Ahora, lo que me pregunto, es cómo representar en la porcelana, en el tubo, las montañas que hay atrás de la ciudad, y el mar adelante, y, más difícil todavía, el cielo, con las nubes y los pájaros. Quizás no están representados sino sólo sugeridos, como si para el miniaturista también rigiera la máxima «decirlo todo es el modo más seguro de aburrir». Lezama debe de haber pasado horas contemplándolo, o estudiándolo, y más que horas; no es imposible que lo haya tenido en su poder unos cuarenta años antes de escribir Paradiso. Ponerlo en el libro era inevitable, pero con un resquicio por donde podía subsistir la imagen: la realidad. Porque, roto o no, el vaso danés persistía allí en su lugar de la casa, silencioso e inagotable, indescifrable como lo es todo lo real. Esa es su virtud: la realidad. En ese sentido, es un modelo que sirve a mis meditaciones de novelista. Dentro de una novela puede haber objetos (no necesariamente objetos propiamente dichos como éste: pueden ser escenas, aventuras, personajes, ideas) refractarios al discurso mismo en el que viven, que se desprenden de la sucesión temporal del discurso y se hacen eternos con la eternidad de lo que no entra en las categorías del entendimiento. Lo real es el modelo de esos objetos.

¿Habrá vivido realmente ahí? Una vez que estuve otra vez caminando por la calle, la recordaba, y sigo recordándola, como demasiado chica, una «casa de la mente», los cuartos tan pequeños que abriendo los brazos se podrían tocar las paredes enfrentadas, y habría que ponerse de perfil para pasar las puertas. Y los cuartos apretujados unos contra otros. ¿Es posible? Quizás es una impresión que produce la casa gemela: al comunicarlas y derribar el muro divisorio, es como si hubieran abierto la tapa de una caja, o puesto un espejo, creando esa sensación de maqueta o casa de muñecas. Lezama era muy gordo, pero además yo siempre me lo había imaginado alto y enorme; las fotos engañan en los tamaños, y en estas visitas a los sitios reales siempre se trata de tamaños —uno va a ellos justamente porque los ha venido habitando en la imaginación desde muchos años antes, en el sistema de tamaños relativos con el que opera la fantasía, y la peregrinación se hace casi nada más que para vivir el tamaño absoluto—; pero una vez ahí, las dos clases de tamaños, los relativos y los absolutos, se mezclan. También se mezcla el antes y el después de la visita propiamente dicha, que suele ser breve. En mi caso, brevísima. ¿Cuánto tiempo había estado en la casa de Lezama? ¿Cinco minutos, seis? Siempre me propongo tomarme el tiempo, anotar el minuto de entrada y el de salida, y siempre me olvido, pero estoy seguro de que me comporto como el relámpago, debo de batir récords. Voy a todos los museos de todas las ciudades que visito, y por grande que sea mi interés en los tesoros que contienen, los cruzo como una flecha. No sé si es impaciencia, estupidez, derrotismo, lo cierto es que me da un apuro intransigente, y en un abrir y cerrar de ojos estoy afuera. Y sin embargo lo veo todo, me detengo un segundo, o medio segundo, delante de cada cuadro, pensando «ya habrá tiempo para recordarlo», y por supuesto después me olvido de todo.

Esa noche estuve con un escritor cubano que fue amigo de Lezama, y me contó que lo recordaba «inclinado» sobre la mesita del teléfono (yo le había preguntado por la autenticidad del aparato que se exhibe), en interminables comunicaciones, esas clásicas charlas maricas por teléfono que son parte esencial de la fenomenología gay; ese adjetivo reforzó mi impresión de la casita de muñecas: «inclinado» como si no entrara de pie.

Algo que recordaba de la Casa Museo, y que debería poner en la lista de «lo que más me gustó», fueron dos latas de tabaco que había sobre el escritorio. De este escritorio me dijo la guía que Lezama nunca lo usaba, porque estaba todo cubierto de libros y papeles, y él prefería escribir sentado en el sillón, sobre una tabla que apoyaba en las piernas. De las latas de tabaco me dijo, como ya se me había hecho habitual, que las escenas dibujadas en las etiquetas también habían sido descriptas en todo detalle en Paradiso. En realidad no sé si eran etiquetas de papel pegadas a las latas, o si las latas mismas eran de cartón impreso; esto último me parece más probable. Eran tubulares, de unos treinta centímetros de alto por diez de diámetro, en el color amarillento del papel viejo. Tenían cosas escritas, en letras negras, y en el medio una ilustración en forma de medallón, una escena… Lamento no recordar nada de ninguna de las dos, pero diría que eran escenas de la industria del tabaco del siglo XIX. La guía me vio inclinarme sobre ellas y clavarles una mirada absorta, como para grabármelas a fuego en la memoria y me repitió que el Maestro había hecho una detallada descripción de ambas en su novela. Evidentemente ése es el punto fuerte de su discurso, lo mejor que tiene para ofrecer, lo que más puede impresionar a los visitantes, letrados o no: esos objetos reales y tangibles, domésticos y hasta triviales, figuran en otra parte prestigiosa, en la obra cuya calidad justifica que esta casita sea un museo.

Lo que yo habría querido decirle a la guía, y por un momento me pasó por la cabeza la idea de decírselo realmente, es que un escritor puede hacer otra cosa con una imagen que «describirla»: ella debía de creer que es la única posibilidad. Si no lo hice, si no empecé siquiera, fue porque para hacerme entender tendría que haber partido de una explicación de lo que es el procedimiento base de Raymond Roussel. Ya otras veces me ha pasado: Roussel es un autor tan necesario a mi idea de la literatura, y tan extendida la ignorancia respecto de él, que se me ha hecho habitual sentir que no puedo empezar siquiera a hablar de literatura si antes no pongo en antecedentes a mi interlocutor. Me apresuro a aclarar que nunca lo hago: sería una lata insoportable, una tortura infligida a inocentes. Además, no creo que pudiera hacerme entender, terminaría balbuceando incoherencias —son cuestiones que yo mismo no tengo del todo claras—. En realidad lo que me importaría hacer entender no es el procedimiento propiamente dicho de Roussel (tal como lo explica en Cómo escribí algunos de mis libros), sino el método general de producción automática de relatos, del que ese procedimiento es un caso particular, el único (creo) que un escritor de primera línea haya desarrollado y utilizado hasta sus últimas consecuencias. Según esta generalización del procedimiento, un relato puede surgir no de la imaginación o la memoria o cualquier otro agente psicológico, sino de la ordenación y organización narrativas de elementos o «figuras» provenientes del mundo externo y reunidos por el azar.

Veo que al fin cedí a la tentación de explicarme: igual no creo que se haya entendido. A lo que voy es a esto: dadas dos escenas dibujadas en sendas latas de tabaco, el escritor que quiera hacer algo con ellas no está restringido exclusivamente a «describirlas», como creía la guía; también puede usarlas «genéticamente» para construir con ellas un relato, por ejemplo inventando los hechos necesarios para que una historia empiece con la primera escena y termine con la segunda. Si estas dos latas cayeron en poder de Lezama Lima por casualidad, y eran parte de una serie extensa, por ejemplo de cien latas con otras tantas escenas diferentes dibujadas en sus etiquetas, esas dos escenas que tenía ante los ojos eran por completo independientes e incoherentes. Con lo que quedaba asegurada la novedad de la historia resultante, mucho mayor que si hubiera resultado de sus recursos psicológicos.

Esta posibilidad genética surge de que las latas son dos, no una. Si fuera una sola, entonces sí, no habría más que hacer con ella que describirla; salvo que fuera una escena compleja, y sus distintas partes pudieran utilizarse como «términos» de la invención.

Hablé de «generación automática de relatos», pero es incorrecto, porque no es automática; yo reemplazaría esta última palabra por «no psicológica». Y ahí está el mérito que entreveo, muy oscuramente todavía pese a los años o décadas que llevo subyugado con este asunto: en la posibilidad de liberarse del viejo sujeto artista, y democratizar la creación, saliendo de la trampa de lo obvio y haciendo infalible la novedad.

Pero sucede que la guía tiene razón, porque Lezama no hizo eso, sino que se limitó a «describir», como dice ella, los objetos y las escenas pintadas en ellos; no los usó para generar relatos nuevos sino en todo caso para decorar relatos generados psicológicamente. Y, sin embargo… Es como si esas descripciones fueran un paso previo a mi utopía de lo nuevo. A eso apunta, me parece, el hecho de que entre los libros de Roussel no escritos según su procedimiento están los poemas ‘La Vue’, ‘Le Concert’ y ‘La Source’, que son descripciones de escenas pintadas sobre objetos (respectivamente: la vista en una miniatura insertada en una lapicera, el dibujo en el membrete del papel de cartas de un hotel, la etiqueta de una botella de agua mineral). En los tres casos el efecto buscado es el del contraste entre representaciones de unos pocos milímetros o centímetros y la cantidad de detalles que va sacando a luz la descripción, como en una magia. Es como el big bang: al desplazarse la mirada por el interior de una miniatura el espacio se va ampliando, siempre en dirección a lo pequeño, a lo nuevo pequeño que crece dentro de lo pequeño dado.

He estado pensando que hoy la tecnología podría hacer real hasta cierto punto este mecanismo, con una computadora. Al menos es pensable, que una cámara muy sensible tome una escena compleja, por ejemplo un sector de un parque de diversiones un domingo a la tarde, con tanto detalle que registre cada pelito del bigote del policía ubicado al fondo, y después presente esa imagen en la pantalla en un tamaño corriente, digamos de diez por quince centímetros. Como en estos aparatos actuales la información realmente no ocupa lugar, podrían estar almacenadas todas las ampliaciones, que el observador podría ir actualizando con el zoom. Esto sería bastante lúdico, por lo que no creo que ninguna compañía de imágenes se tome el trabajo de crear el software necesario (aunque se toman infinitamente más trabajo por cosas muy estúpidas que son igual de lúdicas). Pero me parece que ya se hace, o se hace algo parecido, con los mapas satelitales: uno puede llamar a la pantalla el mapa de una provincia, y ampliar todo lo que quiera un sector hasta que lo que queda en la pantalla (unos guijarros, una mata de pasto) se ve en tamaño real. Borges lo anticipó en su famoso texto sobre los mapas tan grandes como el territorio que representan. Borges viene a cuento aquí por otra de sus invenciones: el Aleph, ese agujerito en el espacio-tiempo por el que se puede ver todo el universo, ampliado hasta el último detalle.

Un detalle importante: las «descripciones» de Lezama no son tanto descripciones de los objetos en sí, como de las imágenes que transportan. Lo cual postula la existencia de objetos portadores de imágenes. No sé si esta última idea me produjo una especie de alucinación, o bien si hubo un soporte objetivo, lo cierto es que en el resto de mi estada en La Habana vi muchísimos de estos objetos en todos los museos que visité. Casi podría decir que no vi otra cosa. Lamentablemente, el Museo de Bellas Artes estaba cerrado por refacciones, así que no vi cuadros, ni buenos ni malos. Quizás fue mejor así. Quizás siempre debería ser así. En los demás museos, que en el tedio, en «el fastidio de la vida de hotel», visité todos, no había más que objetos. Nunca había notado la cantidad de imágenes pintadas que pueden cubrir la superficie de los objetos. Dadas las circunstancias, decidí que era una característica cubana.

Notas

*Aira, César (2016). Sobre el arte contemporáneo seguido de En La Habana, Penguin Random House, Grupo Editorial España. Fragmento recuperado de granta.com.es (http://goo.gl/1eDs4P)

Fachada de la casa de José Lezama Lima, en Trocadero 162, ubicada en el centro de La Habana.

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