Versos
El fuego no puede izar un pájaro
Los lectores de Lezama Lima conocen la anécdota de su plática con el sacerdote Ángel Gaztelu sobre el infierno. El primero lo negaba, y el segundo afirmaba su existencia con su conocimiento de teología. Luego de un rato, Lezama cedió: «Hay infierno, pero esta deshabitado», dijo. Una sutil respuesta que lo dejó triunfante, muestra del ingenio lezamiano y la obsesión más importante de su poesía: construir imágenes. La idea de infierno es tan común que ya no se imagina, como «casa», porque ha sido procesada muchas veces por el entendimiento. Pero que el infierno exista sin habitantes es una imagen que inquieta. Qué sería del infierno de Dante sin traidores en el último círculo, ¿cómo es un infierno sin pecadores? Uno donde Caronte no tenga a quién llevar de una ribera a otra.
Octavio Paz dice que un poema es una imagen. Esto es, en alguna forma, cierto. Todo poema se puede ver como una escena, una lámina que se queda o no durante un rato en la mente, y el poeta también puede ser visto como un creador de imágenes, pero entonces la principal obsesión de todo poeta sería construir imágenes y la anterior aseveración sobre Lezama no tendría sentido. Así que me refiero a imagen aquí como la construcción del «imposible verosímil» de Aristóteles, la edificación de una representación completamente nueva, un lugar en donde la imaginación nunca había estado.
Que la poesía crea nuevos lugares para viajar sentado no es sorpresa. Sí lo es que crear esos lugares se vuelva el recurso omnipresente en los versos a través del cual el poema se revela. Podemos encontrar poesía saliendo a la calle: una hermosa vista del alba o la maravilla de los sonidos de la selva en el estío. Los poemas muchas veces divagan, surcan caminos diversos persiguiendo una señal para llegar a una imagen, la única que importaba, la de ese atardecer que por fin, después de mucho tiempo, se dejó atrapar. La imagen a veces es vía para mostrar otra cosa: Ginsberg utiliza imágenes de protesta, de guerra, de la política, de su sociedad, para denunciar las injusticias de su mundo y convencer de que algo anda mal. En otros casos, la imagen ni siquiera figura; la poesía se extiende a la narrativa desde sus inicios: la guerra entre dánaos y troyanos no es nueva, es una guerra con espadas como cualquier otra de las que están llenas las películas, pero hay otro tipo de develación: la de la nimiedad de lo cotidiano. Leer la poesía de Lezama no es leer la búsqueda de una imagen, ni las imágenes como medio y menos la ausencia de ellas. Su poesía es como una película de stop motion en la que cada cuadro es diferente, es la presencia de decenas, cientos, quizá miles de imágenes que dejan de ser el fin y se tornan el medio a través del cual la obra se expresa a cada momento.
‘Un puente, un gran puente’, es un poema que parte de lo que su título enuncia, para convertirse en reflexión de la historia de los rededores, del observador y la noche y sus cuartos. Ahí Lezama encuentra lugar incluso para hablar de los dioses:
pues las olas son tan artificiales como el
bostezo de Dios,
como el juego de los dioses
Lezama los toca y los acaricia, y al hablar de sus juegos, juega también con ellos, como un paso más en su tranquilo devenir hacia las aguas de otros pontos que lo llevarán adonde él quiere, que es siempre, un lugar ya otro, nuevo. Sigue el poema:
como la caracola que cubre la aldea
con una voz rodadora de dados,
de quinquenios, y de animales que pasan
por el puente con la última lámpara
de seguridad de Edison...
Y sin darse cuenta, quien se imbuye del poema ha saltado de la morada de los dioses a la de Edison, luego de haber convivido con caracolas en aldeas, animales que pasan, y las mil y un imágenes que están en medio. La magia lezamiana está en la transformación incesante, en ese río en el que uno nunca se baña dos veces y por eso asombra. En la psicología, para entrar en la mente de otro hay que adoptar su postura; en la poesía de Lezama, el lector debe entregarse al juego que proponen sus versos para poder entrar, debe reinventar su imaginación, su sensibilidad, con cada imagen nueva, rehacer todo un mundo casi a cada verso. Hacer eso es todo menos fácil, por eso, si los acercamientos a la poesía son pocos, las aproximaciones a Lezama por el lado poético escasean.
Si es cierto que la poesía no está hecha de ideas sino de palabras, en el caso de Lezama habría que decir que la poesía está hecha de imágenes. Por eso bien dice el ensayista mexicano Juan Coronado que el discurso poético lezamiano «no está regido por la razón sino por la imagen». ‘Pensamientos en La Habana’ es un buen ejemplo de ello. Inicia el poema:
Porque habito un susurro como un velamen
una tierra donde el hielo es una reminiscencia
el fuego no puede izar un pájaro
y quemarlo en una conversación de estilo calmo.
¿Dónde está el sujeto del poema? ¿En el susurro? ¿En un gran barco? ¿En uno de los polos? ¿Acaso todo es un recuerdo, incluso el lugar en el que está ahora? Probablemente sea más acertado decir que está en todos lugares y rehaciéndose en ese instante para habitar el lugar a donde lo lleve el pájaro y los que vengan después:
Ellos tienen unas vitrinas y usan unos zapatos.
En esas vitrinas alternan el maniquí con el quebrantahuesos disecado,
y todo lo que ha pasado por la frente del hastío del búfalo solitario.
Si no miramos la vitrina, charlan
de nuestra insuficiente desnudez que no vale una estatuilla de Nápoles.
La poesía, dice Coronado, «nos ayuda a estar en el mundo», y los versos de Lezama ayudan a estar, no en uno, en muchos mundos, entre los que se puede transitar sin mucho faenar gracias a una vitrina, una «estatuilla de Nápoles» o un «búfalo solitario».
Alguien dijo que el que piensa que las matemáticas son difíciles lo hace porque no sabe de la complejidad del mundo. Para Lezama solo lo difícil era estimulante, solo los obstáculos son capaces de «mantener nuestra potencia de conocimiento». Pero no solo por el esfuerzo, sino porque para él, lo difícil es «la forma en devenir en que un paisaje va hacia un sentido, una interpretación o una sencilla hermenéutica, para ir después hacia su reconstrucción, que es en definitiva lo que marca su eficacia o desuso, su fuerza ordenancista o su apagado eco». El esfuerzo importa porque permite la reconstrucción, la construcción de un nuevo cosmos, acción que se parece más a la vida cotidiana de lo que creemos: al conocer a alguien, al imaginar lo que pudimos ser y no somos, estamos creando otros mundos.