A lo largo de la historia Ecuador ha tenido 49 vicepresidentes. El primero fue el guayaquileño José Joaquín de Olmedo, elegido el 12 de septiembre de 1830. El Segundo Mandatario no se puede imponer y tiene que ser cercano y de total confianza del Presidente de la República. El vicepresidente es una figura importante en el país porque ocupará el sillón presidencial en caso de ausencia temporal o definitiva del Primer Mandatario. Este Gobierno ha tenido tres vicepresidentes: el primero, Jorge Glas, quien fue condenado a seis años de cárcel por el caso de corrupción Odebrecht. Él fue exmandatario y hombre de confianza del expresidente, ahora prófugo, Rafael C. La segunda fue María Alejandra Vicuña, condenada a un año de prisión por concusión, es decir, por cobrar diezmos a los funcionarios que trabajaban con ella en la Asamblea mientras era legisladora en el período 2009-2017. El tercero fue Otto Sonnenholzner, quien renunció la semana pasada por razones personales. Para nombrar al cuarto vicepresidente, Lenín Moreno envió una terna a la Asamblea el viernes pasado: María Paula Romo, ministra de Gobierno; Juan Sebastián Roldán, secretario del Gabinete; y María Alejandra Muñoz, directora del Servicio de Aduanas de Ecuador. Pero los legisladores de algunas bancadas de la oposición tienen reparos a esa lista y miran hacia las próximas elecciones nacionales del 2021. Hay 97 que pueden reelegirse para un nuevo período y se requieren 70 votos para elegir al nuevo Segundo Mandatario para ejerecer sus funciones hasta que termine el Gobierno. Sin embargo, si la Asamblea no se pronuncia en el plazo de 30 días de notificada la petición, se entenderá elegida la primera persona que conforme la terna del Ejecutivo. ¿Hay que oponerse al derecho legítimo del Presidente a elegir a alguien de su confianza y de su entorno para la Vicepresidencia en medio de la peor crisis económica, social y sanitaria que ha sufrido este país? El sentido común nos dice que no, porque necesitamos paz y unidad para salir de la pandemia, de la tragedia y de la muerte. Pero los asambleístas tienen la última palabra. (O)
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