Las cumbres de presidentes tienen la fama de ser un “saludo a la bandera”. Quizá porque las decisiones tomadas allí pasaban a ser solo un punto de la agenda elaborada desde ciertas hegemonías políticas y económicas a las que los mandatarios se sometían sin mayor aspaviento.
Ahora, como lo reconocen los analistas y comentaristas, la Cumbre Iberoamericana de Cádiz, España, ha dado un giro importante: mirar a América Latina como un referente de lo que es posible hacer para atender las necesidades urgentes del ciudadano común, y ya no solo de las empresas y corporaciones económicas.
Y no hay cómo discutir: los resultados de la gestión económica, política y social están a la vista. Tanto que organismos como el Banco Mundial, por mencionar uno, muestran cifras de esos cambios paradigmáticos. Lo hacen, además, en medio de una grave crisis del sistema capitalista que se evidencia en el país sede de esta Cumbre.
¿Con qué cara pueden ahora las “potencias” dictar cátedra a los latinoamericanos? ¿No son ahora ellas las encargadas de aprender otras formas de gestión y administración de los estados? ¿En esas cumbres no es la ocasión propicia para conocer de cerca las “fórmulas” que no nacieron de los organismos multilaterales?
El siglo XXI empezó con graves problemas económicos para las grandes potencias, pero también con la construcción de un nuevo modelo de desarrollo y de vida para América Latina que da resultados positivos. Y todavía falta.
Quizá falta también porque los europeos no se han ocupado de construir modelos económicos para acabar con ese colonialismo con el que todavía actúan. Desde Europa hay una deuda enorme con América Latina que ni con 500 años podrán pagar, pero acá estamos para resolver nuestros problemas sin asistencialismos, solo con convicciones propias.