Si hemos de creer lo que nos dicen algunas escuelas psicoterapéuticas, el paciente no puede comenzar un proceso de superación de sus dolencias sin antes no haber reconocido el verdadero deseo o pulsión que los síntomas esconden y que sobrevive precisamente a través de la cortina de humo de los síndromes.
Por ejemplo: la eficacia de Alcohólicos Anónimos en ayudar a muchos dipsómanos a superar su problema, parte por el público reconocimiento de estos de su deseo y de su dependencia de la sustancia.
Muchas veces la “curación” se ve bloqueada porque las personas afectadas tienen mil coartadas para evitar mirarse en el espejo o evitar que los demás puedan ver a cielo abierto la naturaleza del conflicto. Este comienza a desanudarse cuando la persona “sale de su propio closet” y se mira en la miseria de su ser, un ser que incluye, como parte constitutiva, el deseo de lo prohibido.
Es posible que –a un nivel colectivo- a nuestra comunidad nacional le pueda estar pasando algo análogo al alcohólico que sigue asegurando que en realidad solo bebe socialmente, o solo cuando está tenso, o que en realidad podría dejar de beber cuando se lo proponga (cosa, que, por supuesto no puede).
Nuestro contumaz fracaso en superar formas de hacer política y de convivir que nos acompañan ancestralmente, cual patologías congénitas; las reiteradas recaídas, en las que los primeros en incurrir son los presuntos reformadores de las costumbres, ese caminar en círculos; se parecen demasiado a los reiterados fracasos del adicto para dejar su apego a lo dañino.
Al igual que este último, es tal vez necesario, que, debamos un día pararnos frente a un espejo y confesar(nos) que en realidad, deseamos, queremos, anhelamos aquello que censuramos y repudiamos de boca para afuera.
Solo confrontando la realidad desagradable y sucia de nuestras avideces infamantes, habrá esperanza de movernos hacia algo diferente y, lograr aquello que desde muy antiguo proclamamos insinceramente querer alcanzar. (O)