Ninguna de las dos. Las dos son valores y principios que deben considerarse para la acción pública y la garantía democrática.
Que una persona/autoridad tenga legitimidad política sustentada en la credibilidad, confianza y apoyo que le otorga la ciudadanía, sobre la base de un reconocimiento a su labor, respaldada en la legalidad de su cargo y ejercicio, da plena fe de la sintonía entre los dos sectores/actores. Y de lo mismo se nutre la democracia para su crecimiento y profundización.
Sin embargo, estos días, a propósito de la destitución absurda e impúdica de Fernando Lugo, en Paraguay, se ha querido construir una teoría para sustentar una posible salida/destitución “jurídica” a gobernantes que “interfieren y someten” a otras funciones del Estado.
Lo hacen y explican quienes miran con el absoluto sesgo de su intención obvia: vincular una posible salida futura, con una mayoría legislativa de la oposición ecuatoriana, para repetir lo que hicieron con otros presidentes derrocados “legalmente”.
Lástima que esos mismos actores político/mediáticos no contemplan el nuevo escenario de América Latina, donde los gobernantes no tienen que recibir órdenes -descubiertas vía WikiLeaks- de cierto gobierno norteño para tomar decisiones, y menos para apoyar a gobernantes espurios.
La legalidad que defienden los golpistas paraguayos se sostiene como una pluma en pleno ciclón. Igual como ocurrió con Honduras.
Federico Franco no tiene (como no lo tienen acá los socialcristianos, socialdemócratas y democratapopulares, que armaron más de una caída presidencial para quedarse con el mismo negocio llamado Estado) ni un solo gramo de legitimidad ni de legalidad para asumir el cargo de Presidente, porque su investidura está plagada de maniobras de toda índole para derrocar a Lugo en 24 llamados a juicios políticos.