Gino Solari acaba de llegar a Cuenca después de conocer algunas ciudades latinoamericanas. Tenía casi treinta años y por primera vez se había atrevido a buscar algo que si bien no sabía qué era en el camino –o el camino- le enseñaría con dureza. Cultivaba unos sueños altos pero su brío se apocaba por un pasado sin signos claros. Ansiaba una vida pública, un oficio que lo pusiera en contacto con el entorno que sus convicciones humanas le impelían cada día: el dolor, la lucha, el sentimiento sencillo. El viaje, no obstante, también le otorgó un escepticismo punzante.
Creía que todo lo visto tenía una falsedad profunda: unas ciudades pobres y tristes debían ocultar una belleza superior, difícil de verla de lejos y en tan poco tiempo. Las capitales latinoamericanas, las cuatro que recorrió en un mes, recogían el olor del miedo y sus calles y sus bastimentos y los miles de rostros que observó no le dieron a Gino la constatación de que la vida estuviera allí.
Cuando se encontró con Sandra, su amiga de infancia, no supo controlar su decepción y le contó que su castración psíquica le impedía ver lo que él creía que podía ver al margen de las fachadas. Le dijo casi llorando: no son las ciudades y sus sótanos, soy yo Sandra, el que ha nacido para estar ciego ante el sol y las tinieblas.
Ella, sigilosa, porque él era impresionable hasta el ridículo, creyó que por fin Gino sentiría la urgencia de romper su cascarón y forjar un éxodo interior de gloria: no para conocer calles, fábricas, rascacielos, suburbios, boato o inopia, gente infeliz o insulsa sino para remover su espíritu cohibido. Se equivocaba, su amigo no escuchó cuando Sandra quiso agitarlo: Gino, hay un secreto para no perder tus deseos más hondos: alterar tus apegos por lo doméstico y probar el barro de tu realidad contigua; no la de los otros, la tuya, la que has labrado por la inercia del conjunto. Se despidieron en silencio.
El hombre se resistía a creer que ella lo empujara a un barranco. Él no sabía por qué el lodo podría darle el vigor para existir de veras. La metáfora era densa. Se acostó en la cama a mirar el techo, ese techo que le daba seguridad y le proveía de figuras nuevas y móviles. Unos dibujos imaginarios que le hacían creer que su vida era como una película. Una película de terror en cámara lenta. (O)