En el imaginario ciudadano está latente la percepción de que el Día del padre no se celebra de la misma forma que el de la madre. O que no se necesita de una jornada especial para reconocer la labor de nuestros progenitores.
Las dos aseveraciones dejan dudas, pero la celebración de mañana constituye una buena razón para pasar en familia y dejar los problemas a un lado. Es una buena ocasión para reunirse y disfrutar de ese almuerzo largamente postergado por cuestiones que siempre las tenemos en la punta de la lengua. También es una oportunidad para meditar sobre todo lo que implica ser papá. No es una tarea fácil, más aún cuando hoy se han derrumbado tantos estereotipos. Antes, por ejemplo, la imagen era la de un hombre fuerte, alejado del hogar, observado con mucho respeto, que rayaba a veces en la sumisión de la esposa y los hijos. No había oportunidad para la ternura o el afecto, ni tampoco para el diálogo familiar.
Hoy la modernidad nos ha convertido en seres predispuestos a romper moldes. No basta con la provisión de recursos económicos al núcleo; hace falta espacios en los que podamos construir una descendencia moralmente participativa en la educación y la crianza de hijos y nietos.
Algo hemos cambiado al invadir legítimamente los espacios reservados de manera exclusiva para las mujeres. El padre de ahora es un hombre joven, involucrado plenamente en la vida familiar, responsable en el trabajo pero que lucha por darle tiempo a sus seres queridos. No es una responsabilidad que se asume sin medir todo lo que se deja a un lado. Es una tarea en la que estamos comprometidos todos los que hemos decidido no claudicar ni hacernos a un lado cuando vienen los hijos.
Este domingo nos corresponde, y es justo, que festejemos el hecho y la felicidad de haber nacido y reproducido con responsabilidad la semilla que germina rodeada de valores. No se trata solamente de “dar para recibir”; es un asunto de compartir y agradecer sin condiciones.