Estados Unidos ha hecho de la OEA su herramienta hegemónica y de dominación de su llamado “patio trasero”. Lo hizo hasta ahora. Con la nueva época en construcción, esa hegemonía pierde sentido y vigencia.
Ya no son pocos (por decirlo con claridad, solo era Cuba hasta hace unos años) los países que se plantan desde su autodeterminación y ejerciendo plena soberanía.
Incluso los acuerdos, pactos, comisiones y normativas están marcados por la impronta estadounidense. Nada se hacía sin su consentimiento y, si no le gustaba, había veto y hasta castigo.
Eso era lo normal, visto desde esa lógica de que una potencia manda y los demás se someten.
¿Y si en vez de pedir la inclusión de Cuba en este organismo varios países hubiesen renunciado a él? ¿Habría pasado algo grave? ¿Habría desaparecido la región? ¿O EE.UU. habría optado por sanciones y chantajes políticos y económicos? ¿Desde cuándo la OEA tiene observadores europeos y la Unión Europea no tiene observadores latinoamericanos? ¿Por qué ahora EE.UU. defiende a la CIDH si no se adscribe al Pacto de San José? Si es tan buena esa comisión en la defensa de los derechos humanos, ¿por qué no participa de ella y asume también las posibles sanciones en su contra?
Ha llegado la hora de mirar con lupa qué hace y para qué sirve la OEA. Y los líderes más destacados de nuestro continente lo están haciendo frontal y muy políticamente. Como debe ser todo debate.
Las costras se limpian de rato en rato para que no encallezcan y nos atrofien. Ahí está el reto: revolucionarnos a todo nivel.
De modo contrario, estaríamos sosteniendo a un imperio y a una cultura hegemónica que ya no tiene nada bueno que ofrecernos, salvo su propia rendición o renovación. Y eso lo comparten muchos estadounidenses, por si acaso. No es un capricho de unos locos socialistas.