Un pastor evangélico da muestras de odio y de intolerancia absoluta. Y para ello cuenta con los recursos y la habilidad para colocarse en las pantallas como un actor con cobertura mediática.
Primero fue en la peregrinación del Cristo del Consuelo y el viernes pasado en una iglesia de Guayaquil, a donde llegó con la férrea intención de derrumbar los símbolos católicos porque considera que son un insulto a su dios.
Tanta intolerancia ha indignado a otros evangelistas de la misma ciudad. Han expresado su rechazo por las acciones de ese pastor, pues consideran que el respeto que pide no lo ejerce.
Más allá de eso, hay en el fondo una corriente que no se puede dejar crecer porque generaría consecuencias imprevisibles.
Ya hemos visto que la incursión de ciertos pastores en la política, intentando imponer sus visiones de la vida y de la convivencia, denigrando a otros seres humanos por sus convicciones, elecciones y preferencias, ha sido nefasto para la consolidación de la democracia. Esos dirigentes y supuestos líderes que aspiran al poder político usando la religión como escalera, denigran el proceso de democratización. Pero sobre todo han cimentado acciones como las del pastor aludido. Ahora a la fuerza y con gran irrespeto quieren ingresar a una iglesia católica para imponer cómo ejercer la religiosidad y la espiritualidad.
Algunos sectores políticos dirán que este es un asunto particular, pero tal como se están dando las cosas es urgente la intervención del Estado. Primero para provocar un diálogo claro de los principios constitucionales que rigen la convivencia nacional y luego para estimular el respeto. Caso contrario, en la práctica, habrá que sancionar esta incitación al odio, que está contemplada en nuestra jurisdicción. Esa será la única manera de frenar un “delirante” deseo de imponerse por la fuerza a un otro distinto.