Han sido años, muchos años de presencia foránea para “colaborar” con nuestro desarrollo.

Lo han hecho de muchos modos y hasta reemplazando al Estado en algunas tareas. Por supuesto, la ausencia estatal cobijó a muchas organizaciones no gubernamentales y hasta las alimentó desde la misma burocracia “tercerizando” su labor.

Por eso, esas organizaciones, algunas pocas, se sintieron fuertes y también apelaron a su profesionalismo para impedir que el Estado sea responsable con lo que le toca hacer, siempre y como una obligación cívica, ciudadana, pública y legal.

Ahora son otros tiempos, lo público, legal y constitucionalmente debe estar y está en manos del Estado, de un Estado con políticas claras sobre lo que le toca hacer y, asimismo, sobre lo que puede delegar.

Y, valga la aclaración, el Estado no es solo el Gobierno central. Muchos municipios, por las razones que fuesen, optaron por delegar, sobreentendiendo que lo hacían a la sociedad civil, sus responsabilidades concretas.

De ahí que la ayuda externa deba ser pensada y evaluada reflexivamente, pero también hay que fijar unos parámetros, unos espacios y unas condiciones.

Caso contrario, tras esa ayuda se ocultan algunos intereses, que no comulgan necesariamente con lo que necesitamos. La filantropía no es para las tareas estratégicas de un Estado, menos para respaldar modelos y matrices que afirman ideologías y proyectos políticos.

No está por demás señalar que esa evaluación implica reconocer aquellas “ayudas” que significaron resolver problemas cuando no había Estado y que pudieron significar un aporte positivo y hasta humanitario.

De ser así, no solo debe continuar sino profundizarse bajo una supervisión técnica y, por qué no, política.

Por ahora, el debate ya no está abierto para sostenerse en el pasado sino para mirar el futuro con otras ópticas y prioridades.