François Hollande puede ser un campanazo para el mundo, en particular para Europa: la crisis económica no se resuelve con las medidas que la provocaron.
En otras palabras, los franceses le han dicho a su continente que no hay fórmulas mágicas colocando todo el peso de la economía en el sector privado, incluyendo el destino de los Estados y de los ciudadanos, sin que los gobiernos puedan definir una regulación en favor del bien público.
Ese candidato, ahora presidente electo, es quien dijo sin ruborizarse ni recelo que el modelo de la Revolución Ciudadana, en un país tan lejano para los franceses, como Ecuador, es un ejemplo a seguir. Y no es una exageración.
Los hechos lo han probado: sin recurrir al FMI ni a los organismos multilaterales como generadores de políticas públicas en las épocas donde los bancos gobernaban con presidentes títeres, se ha podido crecer y hasta desarrollar.
Y ese modelo que admira Hollande será la razón para que ahora Francia afronte, de entrada, la crisis económica con otros paradigmas y no sometiéndose a lo que Alemania impone por el poder de “veto” sobre el resto del continente.
Ello implica proponer una ilusión movilizadora por fuera del esquema tradicional de superar la crisis. Además, constituye la oportunidad para fortalecer otros lazos con las economías emergentes, socavar esa xenofobia que proponía el actual mandatario francés y la candidata de la ultraderecha, reforzar las políticas públicas y contar con la gente a la hora de tomar decisiones.
Hollande es un político inteligente y visionario. Y como tal delata una profunda inclinación hacia un humanismo de izquierda, sin recelo ni tapujos.
Nuestro gobierno debe estrechar más los lazos con el del presidente electo y con ello acentuar la corriente mundial a favor de la transformación del planeta, en pro de los más pobres y de un cambio de paradigma potente para los seres humanos, y no solo para el capital transnacional y especulador que domina la economía.