Tras posesionar a su gabinete, el presidente impuesto por el Congreso paraguayo, Federico Franco, no sabe por dónde va a conducir a su país al haberse colocado en una situación de ilegitimidad frente a su propia nación y ante la comunidad internacional.
Evidentemente, no hay cómo garantizar a sus socios más cercanos, ni a las naciones con las que mantiene relaciones diplomáticas y comerciales regulares, el desarrollo de los acuerdos, compromisos y negocios desde una condición jurídica estable.
Y no lo puede hacer porque, en la práctica, los intereses de unos pocos terratenientes, con delegación política en el Congreso, no se pueden justificar a la hora de decidir políticas públicas.
A diferencia de esos golpes de Estado que se hacían a punta de bayoneta, con la colaboración explícita de potencias extranjeras, ahora tienen que justificar que la salida de Fernando Lugo se hizo sin el debido proceso y con propósitos oscuros.
La comunidad democrática latinoamericana, por lo menos, no va aceptar que un solo gobierno, elegido democráticamente, bajo ningún pretexto sea destituido, como ya ocurrió con el de Honduras. Entonces, lo que suceda esta semana definirá el destino del gobierno de Franco.
No hay discusión: eso fue un golpe con todo el ropaje legalista, bajo la presión de los sectores oligárquicos y con la complicidad de ciertos medios de comunicación.
La Unasur adoptará las medidas más adecuadas, sin que se confundan, como algún despistado periodista de oposición ha dicho, con el bloqueo que impone EE.UU. a Cuba hace más de 50 años.
Esas medidas deben ser en favor de restituir a Lugo en su cargo, garantizar el desarrollo democrático de las instituciones y la tranquilidad en sus ciudadanos.
El único responsable de que se entorpezca ese objetivo será el usurpador Franco, quien cabildeó cuatro años para ocupar el cargo y servir a los herederos de la dictadura paraguaya.