Con la convocatoria a elecciones, oficialmente empieza el proceso electoral ecuatoriano para elegir a asambleístas, presidente y vicepresidente de la República. Y esto ocurrirá este jueves.
De no ocurrir nada extraordinario, se habría consolidado la mayor y más extensa etapa democrática de estabilidad en nuestro país. Ello, con todo lo que implica para quienes no quieren ver más allá de sus narices, constituye un enorme capital político para los ciudadanos, que redunda en un desarrollo social y económico sustentado en instituciones fuertes.
Para las nuevas generaciones, para aquellos que nacieron en la década de los noventa del siglo pasado, quizá no hay memoria clara de lo que significó el llamado “retorno a la democracia”. Desde 1979 los partidos políticos y la institucionalidad democrática sufrieron un deterioro enorme, con una carga inmensa de desprestigio y pérdida de credibilidad. La acumulación de la corrupción y de la concentración de la riqueza dieron al traste con todos los sueños y aspiraciones con que salimos de la etapa dictatorial de los setentas. Y como la historia es sabia y obliga a las naciones a colocar las cargas donde corresponden, el castigo para los responsables de toda esa época se ha vivido en la última década, que culmina con este llamado a elecciones bajo el marco constitucional definido en Montecristi.
De ahí que es importante reflexionar sobre el significado de estas próximas elecciones, no solo para asegurar la continuidad democrática sino para advertir que volver al pasado, a ese de la llamada partidocracia y del modelo neoliberal, llevará a nuevas expresiones populares que ya no van a aceptar paquetazos, salvatajes y menos congelamientos para asegurar la riqueza de unos pocos o garantizar las políticas de los organismos multilaterales y la ortodoxia liberal.