Si algún candidato presidencial quiere ganar las próximas elecciones, de la tienda política que sea, solo debe proponer un país muchísimo mejor que el que tenemos ahora. Es más: debería situar a nuestra nación en niveles de expectativa social, cultural, económica y política mucho más altos de lo que los ecuatorianos oímos ayer en el Informe a la Nación, realizado por el Ejecutivo.
Si alguien somete las cifras a cualquier análisis, posiblemente no hay motivos para queja, y mucho menos para sospecha. La realidad está ahí para ser pensada. No se trata de aplaudir o de hacer apología. La razón no pide fuerza, como dicen los abuelos.
Podrán decir, afuera y dentro del país, que la realidad de esas cifras también es la mirada oficial de un país que se quiere mostrar, pero la situación está dispuesta a la verificación, sin prejuicios ni falseamientos.
Y con todo y ello todavía es insuficiente. Lo reconoce el Presidente de la República y su gabinete. Es cierto. La pobreza no puede ser una bandera sino una lucha permanente. Mientras quede un solo ser humano carente de los servicios básicos y de una vida digna, no hay motivo para ningún regocijo.
El reto de este Gobierno y de toda la sociedad es arrimar el hombro para colocar a los más pobres en otra dimensión, no para hacernos ricos ni ostentosos de lo material, sino para contar con una sociedad orgullosa de cada uno de sus miembros y no de unos pocos.
De ahí que las cifras expuestas en el Informe a la Nación no pueden ser solo motivo de regocijo, sino un reto para todos: para la empresa privada, que debe construir riqueza, pero para todos; para el sector público, que debe ser más eficiente y solidario con sus ciudadanos; con toda la llamada sociedad civil, que debe pensar y proponer salidas y respuestas a lo que los poderes plantean como problemas en su gestión. Es un reto colectivo.