Los hechos violentos ocurridos en países árabes tras la divulgación de un filme en EE.UU., condenables, sobre todo por la muerte de personas como el embajador en Libia, ponen de nuevo en debate hasta dónde llega la soberanía de los estadounidenses.
Y a la vez la necesidad imperiosa de que la paz no solo sea un buen ingrediente de fervorosos discursos sino la compleja estructura de una política mundial para respetar las diferencias y asumir la autodeterminación como un valor universal.
Hablar de soberanía no es solo un asunto que involucre fronteras o geografías, también implica reconocimiento a las culturas y las espiritualidades de cada uno de los pueblos y naciones.
EE.UU. ha considerado que sus intereses se extienden más allá de sus fronteras y también por encima de las creencias de los otros. De ahí que muchos de sus ciudadanos y hasta algunos de sus realizadores cinematográficos expresen, cada uno a su modo, sus intolerancias y sus irrespetos a otras culturas, como ocurrió con el filme que ha provocado la ira de los creyentes en el Islam, que ya cuesta más de una decena de muertos.
Si EE.UU. aboga por la paz, debe sembrar paz; le toca exhibir políticas y acciones a favor de ese valor supremo de convivencia entre los pueblos. Y eso lo podrá hacer en la misma proporción que saque sus bases militares de todos los continentes, que garantice acuerdos y convenios para el desarrollo autónomo de naciones que si bien requieren ayuda no pueden ser tutelados en todo; pero también forjando dentro de sus fronteras, las de EE.UU., una cultura de paz, disminuyendo el armamentismo y forjando valores como la solidaridad, que muchos de sus ciudadanos la ejercen por encima de las políticas estatales.
Las amenazas de desplazamientos militares por los actos violentos en países árabes no ayudan para nada a esa necesaria paz de la que tanto se habla, pero con el dedo en el gatillo.