Silencios dignos
Sorprende la cantidad de premios literarios que hay en Ecuador. Prácticamente no conozco un escritor que no haya ganado alguno. Se los puede contar por decenas en las contraportadas de los libros nacionales. El asunto es curioso: el prestigio de muchas obras en en el país pasa más por los premios que reciben que por el reconocimiento de la crítica o del público. Hay escritores que prefieren premios antes que lectores. Conozco varios casos.
Fernando Savater afirmaba alguna vez que creer en un premio literario es como creer en los reyes magos. Lo decía con cinismo, desde luego. Savater es habitual jurado de varios de los concursos literarios más importantes de España. Pero el cinismo no invalida la afirmación de Perogrullo: es ingenuo pensar que un premio autoriza o legitima la calidad de un libro.
Roberto Bolaño, en uno de esos cuentos más conocidos, se burlaba de los premios literarios y concluía al final que el mundo de la literatura era ridículo y terrible. El núcleo del cuento, por supuesto, no se encontraba en los premios en sí, sino en lo que se movía alrededor de los premios: el dinero, la insensatez, las injusticias.
Como el narrador de aquel cuento de Bolaño, pienso que lo verdaderamente revelador de los premios literarios no pasa por lo literario. Pasa más bien por su telón de fondo. Ciertos premios (y las reacciones que provocan) sirven bastante bien para adentrarse en las dinámicas de un campo cultural específico. Es decir, son un lugar privilegiado para observar las jerarquizaciones, tensiones, desplazamientos y disputas que se dan dentro de ese espacio.
Pensemos, por ejemplo, en el último premio de novela que ha entregado el Municipio de Quito. Los medios y las redes sociales no nos han privado de ninguno de sus habituales cantos a la ridiculez y al exabrupto. Se han dicho demasiadas cosas con una soltura de huesos admirable. Hay que dejar algo claro: por más que el veredicto de un jurado nos provoque sorpresa y perplejidad, no se lo puede acusar de corrupción sin mayores pruebas. Es una lamentable costumbre de la cultura nacional. Otra cosa son las formas, por supuesto. Siempre es conveniente que un miembro de un jurado evite premiar un libro que está dedicado a él. Ha habido ya algún antecedente de este tipo en la literatura ecuatoriana: Miguel Donoso se abstuvo hace varios años de premiar un libro cuya dedicatoria le estaba dirigida. Es la forma correcta de hacer las cosas. En mi opinión, al menos.
Santiago Roldós ha escrito sobre el mismo premio una nota con un título sugerente: “Algunos literatos ecuatorianos se creen Cristiano Ronaldo”. La imagen futbolera es atractiva, pero poco seria. ¿Cuáles son concretamente los literatos a quienes Roldós acusa de tomarse demasiado en serio? No lo deja claro.
Al menos en el caso de este premio municipal, no he escuchado a Leonardo Valencia o a Jorge Izquierdo pronunciarse sobre el tema. Ambos han guardado más bien un respetuoso silencio. El tono petulante y ronaldesco viene más bien del propio Roldós: a diferencia de ciertos literatos que han protagonizado o escrito sobre este premio, él afirma ser un tipo que sabe reírse de sí mismo, manejar la ironía y practicar de buena manera el arte de la bufonería. Roldós parece ser un hombre divertido, picante, flexible, tolerante. Bien por él.
Por otro lado, me sorprenden de verdad las pasiones que despiertan Valencia e Izquierdo. Tengo la suerte de haber tratado a los dos. Ambos son escritores interesantes, de los mejores que tenemos. Y ambos son tipos agradables, tranquilos. El tiempo, que es un juez inflexible, ubicará a sus novelas en el lugar que les corresponde. Pero lo verdaderamente importante ha sido la actitud pública que ambos han mostrado en este penoso asunto. El silencio, después de todo, no es una mala opción cuando el ruido insustancial e innecesario se multiplica a nuestro alrededor. A fin de cuentas, lo último que parece importar a los ruidosos es leer las novelas y hablar de ellas. (O)