Donde se cuenta la historia del fin de una vuelta de tuerca y de su abuela desalmada
No hay seguridad de que se encuentre aquí una tuerca ni su última vuelta, peor su abuela desalmada. Pero la oferta es buena, siempre que no se la cumpla, en una época en que las ofertas llueven “a millares surgir¨y no solo que no se cumplen sino que se descumplen, es decir, suceden al revés, como cuando nos ofrecen un suculento caldo de bolas y terminan dándonos un picaporte, tan desproporcionado como el del enano de Pepito.
A final de cuentas se trata de una anticipación (ciega o verdadera, da lo mismo pero no es igual), únicamente un recurso literario para mantener interesado al cliente (léase lector) deseoso de que lo anticipado haga acto de presencia.
El lector, que se llama Masiosare –nombre muy utilizado en cierto país del norte por lo que se oye en su himno patrio: “mas si osare el audaz enemigo-, y no es yucateco ni pastuzo, gallego o manabita, aunque se le endilgue alguna “virtud” parecida, se queda piola (inerte, incomunicado) frente a lo que lee.
Esto le sucede porque espera que el texto tenga un significado en si mismo (inherente, pues), pero el texto, me refiero siempre (desde hace rato) al texto literario, tiene el significado que le da el lector, quien le proyecta su contenido “único de identidad¨.
Así –sin querer queriendo, como diría El Chavo (viene de chaval y quiere decir lo mismo ) del ocho (número infinito; su grafía -8-, no tiene principio ni fin)- he (¿hemos?) llegado al inicio de lo que pudiera ser una teoría de la lectura (¿una estética de la recepción?).
Varios autores subrayan -entre ellos H. R Jauss y R. Cohen- lo valioso de los estudios de la recepción, puesto que el texto literario carece de un significado inherente. En otras palabras: no habla, solo responde.
Por eso el párrafo inicial de este artículo (que exagera a propósito para cumplir bien su papel de ejemplo), no habla sino que responde, y va de la vuelta de tuerca a las ofertas incumplidas, pasa por la abuela infame y llega al caldo de bolas, al picaporte y al enano de Pepito. Cada lector, proyectando sobre el texto su contenido identitario único, le dará un significado.
Es que, según señalan los teóricos, “el significado de una obra es la respuesta (del lector proyectando su contenido único de identidad sobre el texto) a las preguntas planteadas en este como un horizonte de expectativas”. Sartre lo expresa con gran lucidez.
Tras indicar que la lectura es “una creación dirigida”, dice: “Solo la conjugación de los esfuerzos del autor y de los lectores crea la obra literaria”.
Dicho así por el hombre de la náusea, entendemos que todo texto literario es escriptible, se completa, mutila o altera con cada lectura, es decir, no hay texto (obra, libro, cuento, novela, etcétera) sin lector. Y punto, porque aquí mueren las palabras y sus representaciones; se funda el mundo de las percepciones, es decir, de la literatura.
Entonces reaparece el cronista. Habla de un partido de fútbol y lo representa por el marcador 4 a 1, que nada tiene que ver con la percepción del enfrentamiento que no fue, en el caso, lo que dice el tanteador. De su registro de curiosidades escoge entonces seis nombres rarísimos: Sarbatín, Arnulfo, Lita. Neumotorax, Ídolo del Astillero y Obleo.
No son inventados, palabra, sino tomados de los diarios, casi siempre de los obituarios: más vale muerto penando que vivo protestando, piensa el cronista; recuerda, de pronto, un piropo andaluz: “Tienes los ojos como mis pantalones, negros y rasgaos”. Así razona.
Y oye por ahí (¿en la tele?) que “una cebra es un burro rayado”, que “se capturaron” a siete delincuentes, que “llovió durísimo” anoche y, por último, que hay un dentista “que hace sonrisas” y que un “presunto violador” abusó sexualmente de una señora”.
Pero viene lo máximo: en Guayaquil, la ciudad portuaria más grande y poblada del Pacífico sur, un hombre (alias Chuleta) fue tomado preso por sacarle la lengua a un policía. Fantástico… ¿O no?