En su centenario, el escritor argentino sigue siendo inimitable
Cortázar convirtió la narrativa lúdica ficticia en un clásico (Enlace)
Rayuela es un recorrido punzante en el que el lector puede perder el equilibrio por muchas razones. La obra, publicada hace medio siglo, contiene misterios desde su origen, cuando su autor no terminaba de decidir qué términos usar para definirla. “El agujero negro de un enorme embudo”, “el libro infinito”, “una bomba atómica”, “una gigantesca humorada” o “un grito de alerta” eran las imágenes fuera de margen que Julio Cortázar usó para explicar el alcance de lo que tramaba antes de su publicación, en octubre de 1963.
A un siglo del nacimiento del escritor y a tres décadas de su desaparición, esta ‘antinovela’ o ‘contranovela’ continúa suscitando discusiones entre sus lectores que, en su mayoría, ven marcada su historia de vida luego de leerla. Los argumentos sobre el tema pueblan las páginas de periódicos y revistas, y han derivado en homenajes, foros y hasta en un doodle del buscador virtual Google en el que se muestra una ilustración junto a una de las aporías de Cortázar. Pero una de las frases más recurrentes en boca de críticos literarios, escritores, periodistas o lectores es aquella que concibe la lectura de Rayuela como un paso en la adolescencia lectora del que no siempre se sale bien librado. (IR AL ESPECIAL CELEBRANDO A CORTÁZAR)
Si por un lado persiste la intención de quitarle el estatus literario o artístico a ciertas novelas con la etiqueta de ‘literatura juvenil’, por el lado de Rayuela, el objetivo, casi generalizado, es encasillarla en una categoría no solo etaria sino también moral. Su disfrute suele juzgarse como un capricho de la adolescencia, un desahogo momentáneo que se olvidará, incluso con vergüenza, conforme se madura.
Pero esta obra que parece ser un recorrido en círculos, con 155 capítulos que pueden ser citados como fragmentos, contiene, en el número 24, una frase que habla de su naturaleza. Que descifra —adicionalmente a su Tablero de dirección— el juego de la ficción que el escritor de Todos los fuegos el fuego propone y que lo consagra como un clásico de la literatura universal. El capítulo 24 de Rayuela inicia con un diálogo entre la Maga y Gregorovius. Las frases encierran misterios que hilvanan, en un orden imposible, las partes por las que se puede saltar y suscitan, además, reflexiones que dan cuenta de su profundidad narrativa. “Es mucho más fácil hablar de las cosas tristes que de las alegres”, sentencia la Maga en una paradoja sobre el humano placer que hace posible la ficción: la contemplación de un drama.
Gregorovius eleva a ley la frase citada y agrega, de forma reveladora: “De los buenos sentimientos nace la mala literatura”. Introduce lo anterior situándolo en el “plano de la astucia literaria”, astucia que Cortázar explaya en una carta que le envió al peruano Mario Vargas Llosa desde Ginebra, el 18 de agosto de 1965. La misiva es la respuesta al envío de una versión inicial de La Casa Verde que Vargas Llosa le había dirigido a su amigo antes de publicarla. La carta contiene la elogiosa aprobación del argentino a la obra inédita que sería —junto a Aura, de Carlos Fuentes; Paradiso, de José Lezama Lima; y, por supuesto, Rayuela— una de las obras esenciales del Boom latinoamericano.
Si los dos personajes citados lanzaron ya la piedra en el juego de Cortázar, él se convierte en el funámbulo sobre el hilo que teje su ficción y que deshilvana frente al ahora nobel peruano de quien dice admirar su “enorme capacidad narrativa, (…) esa fuerza y ese lujo novelesco y ese dominio de la materia que inmediatamente pone a cualquier lector sensible en un estado muy próximo a la hipnosis (y eso no significa pérdida de lucidez, sino paso a otra forma de lucidez, que es el milagro de toda gran novela, de un Lowry o un Joyce Cary o un Dostoievski...”.
Luego de poner en claro el hechizo cómplice con el que pretende encantar a sus lectores, Cortázar especifica, frente a La Casa Verde, los pasos a seguir para que se complete la fantasía que quiere sugerirle a su amigo Vargas Llosa y que, como en las buenas conversaciones, hablan más de su propia obra que de lo que quiere infundir en la ajena: “Una complejísima estructura musical, en el sentido en que un poema sinfónico supone temas entretejidos de una manera que el oído, que los percibe consecutivamente, puede sin embargo lograr gracias a la distribución, a los timbres, a los desarrollos y los leitmotivs, algo como una estructura simultánea, un enorme pedazo de música petrificada en la que todo lo que fluía se organiza en un inmenso tapiz suspendido delante de los ojos —del oído, si quieres— como una vivencia total y simultánea”.
En este punto, ya puestas a la luz las líneas que pudieron tejer Rayuela —publicada, en España, un año antes del intercambio epistolar—, Cortázar pasa a la parte más formal de su lectura de Vargas Llosa: “Hay una sola atmósfera en que todo ocurre simultáneamente, escenarios y acciones, y eso es de lo más difícil y te lo digo por amarga experiencia personal”. La acción y descripción, concluye, se funden en el juego narrativo, complaciéndole el hecho de alcanzar ese recurso, evidente, en sus obras.
Volviendo, precisamente, al capítulo 24 de Rayuela, se puede encontrar otra máxima narrativa en las palabras de Gregorovius: “Usted ha visto muy bien que la desgracia es, digamos, más tangible, quizá porque de ella nace el desdoblamiento en objeto y sujeto. Por eso se fija tanto en el recuerdo, por eso se pueden contar tan bien las catástrofes”. A lo que Lucía, la Maga, responde como si de reafirmar el carácter universal de la literatura de su autor se tratara: “Es que la felicidad es solamente de uno y en cambio la desgracia parecería de todos”. Otra de las raíces que dieron vida al estilo del cronopio tiene que ver con Zenón de Elea, el filósofo griego que trató de demostrar que la realidad es ilusoria a través de la exposición de lo absurdo en paradojas como las que subyacen en las aporías cortazarianas.
El mayor enigma está en la lógica que dio lugar a otro gran capítulo de Rayuela, el 68, escrito en gíglico, un lenguaje inventado por Cortázar que lleva al extremo su experimentalismo y que lo confirma como clásico al volverlo irrepetible. Julio Cortázar fue, pues, “un dibujo fuera del margen, un poema sin rimas”.