Un bicentenario inusual
El bicentenario de Guayaquil ha llegado en tiempos humanos muy difíciles y altamente inciertos. Aún ni siquiera es posible vislumbrar cuándo y de qué modo la vida podrá devolvernos -si es que puede- la cotidianidad a la que estábamos acostumbrados. Imposible, pues, pensar en Guayaquil y no pensar al mismo tiempo en qué le ha dejado y dejará a mi querida ciudad la pandemia. Imposible no hacerlo, aunque tengo la impresión de que, como ciudad, poco o nada hemos cosechado de estos más de seis meses de doloroso estupor.
Ante la pantalla en la que escribo estas cuartillas me he estado preguntando si el gobierno local estará ya cavilando sobre las varias y variadas transformaciones que la urbe necesita para enfrentar cataclismos como el ocasionado por el SARS-CoV-2. Sospecho que no. Nada he escuchado ni leído al respecto. Nada que hable de políticas públicas locales capaces de gestionar espacial y socialmente la ciudad, de corregir las deplorables desviaciones del tránsito citadino, de reconfigurar ciudadanamente el espacio público, de apuntalar la reversión de la pobreza y la desigualdad, de combatir la destrucción medioambiental.
Guayaquil no es una ciudad hecha para la gente, para su tranquila y segura movilidad. Y eso que tenía geografía y riqueza para serlo. Pero, se fue llenando de cemento y, en los últimos años, se ha ido llenando además de comida, incluso a costa de parajes de apreciable valor ecológico. Desconozco si alguna vez, durante alguna administración, Guayaquil tuvo un norte urbanístico halagüeño. Si lo tuvo, ese norte se quedó en la mesa de dibujo y en el tintero, porque la ciudad se ha multiplicado erráticamente y sin integración.
¿Se imaginan cómo nos relacionaríamos con Guayaquil, si viviéramos en una ciudad respirable, con veredas y calles acogedoras, llena del multicolor de árboles, plantas y flores? ¿Se imaginan si Guayaquil existiera sin ruidos estruendosos y sin el frenesí de las bocinas? ¿Sin conductores y peatones temerarios, prepotentes e inconscientes? ¿Se imaginan si viviéramos en una ciudad sin orines ni escupitajos, sin basura desperdigada por doquier? Y, si bien los gobiernos tienen una buena cuota de responsabilidad en ello, lo cierto es que también la tenemos quienes residimos o trabajamos en ella.
¿Nos atreveríamos a deambular sueltos de huesos por las calles de Guayaquil, así como en Nueva York se pierde paseando Quinn, el personaje escritor de novelas detectivescas de La ciudad de cristal, una de las historias de Paul Auster en La trilogía de Nueva York? También sospecho que no. (O)