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El nuevo fetiche

El nuevo fetiche
21 de febrero de 2012 - 00:00

La modernidad, período que se extendió durante los últimos cinco siglos, está en crisis. Hoy vivimos, no una época de cambios sino un cambio de época. En este milenio que comienza emerge algo impropiamente llamado posmodernidad, que parece muy diferente de todo cuanto nos ha precedido, conformando un nuevo paradigma.

En la Edad Media la cultura giraba en torno a la figura divina, en torno a la idea de Dios. En la modernidad se centra en el ser humano, en la razón y en sus dos hijas preferidas: la ciencia y la tecnología.

Uno de los símbolos que mejor expresa este paso es la pintura de Miguel Ángel “La creación de Adán”, que está en el techo de la Capilla Sixtina:

Dios Padre, con una larga barba, recubierto de vestimentas, representa el teocentrismo de la época ante el hombre desnudo, fuertemente atraído hacia la Tierra. El hombre extiende el dedo para no perder el contacto con lo trascendente, con lo divino. La desnudez de Adán traduce la llegada del antropocentrismo y de la revolución que la modernidad representa en nuestra cultura.

El episodio característico de la modernidad sucedió en 1682, cuando el señor Halley, basado exclusivamente en cálculos matemáticos -pues no disponía de instrumentos ópticos-, previó que un cometa volvería a aparecer en el cielo de Londres dentro de 76 años. Muchos le tomaron por loco. ¿Cómo, encerrado en su gabinete, basado en cálculos hechos sobre un  papel, iba a poder predecir el movimiento de los astros en el cielo? ¿Quién sino Dios domina la bóveda celeste?

El señor Halley murió en 1742, antes de que se cumplieran los 76 años previstos. En 1758 el cometa, que hoy lleva su nombre, volvió a iluminar los cielos de Londres. ¡Era la gloria de la razón!  

“Si es así -dijeron-, si la razón es capaz de prever los movimientos de los astros, como demostraron Copérnico y Galileo, y después Newton, uno de los pilares de nuestra cultura, entonces ella podrá resolver todos los dramas humanos. Pondrá fin al sufrimiento, al dolor, al hambre, a la peste. ¡Creará un mundo de luces, progreso y felicidad!”.

Cinco siglos después, el saldo no es de los más positivos. Muy al contrario. Los datos son de la FAO: somos 7 mil millones de personas en el planeta, de las que la mitad vive por debajo del nivel de pobreza, y 852 millones sobreviven con hambre crónica.

Hay quien afirma que el problema del hambre es causado por el exceso de bocas. Y por eso propone el control de la natalidad. Yo me opongo al control, aunque estoy de acuerdo con la planificación familiar. El primero es impositivo, el segundo respeta la libertad de la pareja. Y no acepto el argumento de que hay excesivas bocas; ni que faltan alimentos. Según la FAO, el mundo produce lo suficiente para alimentar 11 mil millones de bocas. Lo que hay es falta de justicia, de compartimiento y excesiva concentración de la riqueza.

Por atravesar un período de mucha inseguridad, las personas buscan  respuestas fuera de lo razonable. Obsérvese, por ejemplo, el fenómeno del  esoterismo: nunca Dios estuvo tan en boga como ahora. Suscita pasiones y fundamentalismos, a favor y en contra.

La crisis de la modernidad culmina en el momento en que el sistema  capitalista alcanza su suprema hegemonía con el fin del socialismo, y  adquiere un nuevo carácter, llamado neoliberal. 

¿Cuáles son las claves de lectura de dicho cambio del liberalismo al neoliberalismo? Bajo el liberalismo se hablaba mucho de desarrollo. En la  década de 1960 surgió la teoría del desarrollo, que incluía también la noción de subdesarrollo; y se creó la Alianza para el Progreso, destinada a “desarrollar” América Latina.

La palabra “desarrollo” tiene cierto componente ético porque al menos se imagina que todos deben resultar beneficiados. Hoy el término es “modernización”, que no tiene contenido humano sino una fuerte connotación tecnológica.

Modernizar es equiparse tecnológicamente, competir, lograr que mi empresa, mi ciudad, mi país, se aproximen al paradigma primermundista, aunque ello signifique sacrificio para millones de personas. El mercado es el nuevo fetiche religioso de la sociedad en que vivimos.

Antes por la mañana nuestros abuelos consultaban la Biblia. Nuestros padres el servicio de meteorología. Hoy se consultan los índices del mercado.

Ante una catástrofe o un acontecimiento inesperado dicen los comentaristas económicos: “Veamos cómo reacciona el mercado”. Y yo imagino un señor, el señor Mercado, encerrado en su castillo y gritando por el celular: “No me gustó el discurso del ministro. Estoy enojado”. Y a esa misma hora los telediarios destacan: “El mercado no reaccionó bien ante el discurso ministerial”.

El mercado ahora es internacional, globalizado, se mueve según sus propias reglas, y no de acuerdo con las necesidades humanas.

De hecho predomina la globocolonización, la imposición al planeta del modelo anglosajón de sociedad. Centrado en el consumismo, en la especulación, en la transformación del mundo en un casino global.

Ante la crisis financiera que afecta al capitalismo, y en especial a los derechos sociales conquistados en los últimos dos siglos, es hora de preguntarse cuál será el paradigma de la posmodernidad. ¿Mercado o “globalización de la solidaridad”, en expresión del papa Juan Pablo II?

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