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El Telégrafo
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Pizarnik, entre el grito y el silencio

Pizarnik, entre el grito y el silencio
30 de septiembre de 2013 - 00:00

La poesía de Alejandra Pizarnik se inscribe en el panorama literario latinoamericano como una de las voces femeninas más influyentes de su generación. Junto a las obras de Alfonsina Storni, Olga Orozco, Amelia Biagioni, Susana Thènon y Juana Bignozzi, entre otras, su poesía traza una línea y un estilo poéticos que marcarán definitivamente la manera de concebir el acto de la escritura en lo posterior. Su lírica, entre el silencio y la procacidad, es una constante interrogante, un sumergirse en las hendeduras del lenguaje, por ello nos obliga a reflexionar insistentemente sobre los límites de la creación desde la sensibilidad contemporánea.

Los clisés que han signado su obra por la repetición hasta el hastío de ciertas imágenes no han podido aplacar su voz, sino que han acentuado el mito de una ceremonia lírica en constante alusión a sí misma, en reconstrucción y destrucción. Su obra poética propone una manera de ver el mundo en la que este se resquebraja y muestra sus máscaras, su deformidad. Marcada por esa “disolución lingüística” que surge del surrealismo, hace suyo el “cadáver del lenguaje” y lo puebla de sentidos múltiples; lleva hasta el extremo su discurso en un movimiento que se aproxima a un gran vacío, a una fosa común donde se sepultan el yo, el mundo y el lenguaje. Esa tumba es el espacio del silencio.

Nuestro análisis realiza una lectura llevada por esos bordes filosos de su escritura, por la paradoja que funda su poesía: la de nombrar el silencio. Dicho tema es recurrente —fundamental, para nosotros— en la poesía de Alejandra Pizarnik y ya algunos críticos han tratado este tópico desde distintas perspectivas, donde la más recurrente ha sido el psicoanálisis freudiano, por esa idea del surrealismo de juntar vida y obra, y que siempre ha devenido en una labor crítica que no deslinda el aspecto biográfico de la obra como un universo imaginado.

En su siguiente obra, Los trabajos y las noches (1965), hay, en la primera parte, un movimiento hacia el tú de la enunciación. El apóstrofe lírico es también un recurso pizarnikiano de desdoblamiento, la necesidad de encuentro con el otro: Tú eliges el lugar de la herida / en donde hablamos nuestro silencio...En la poesía, toda una tradición encuentra la música en los límites del lenguaje. La idea de que la poesía lleva a la música por supuesto no es reciente, la concepción de que la estructura del universo está ordenada por la armonía es tan antigua como Homero y el origen del poeta músico se remonta hasta el mito de Orfeo. Es un reconocimiento recurrente en los poetas que la música posee un código más profundo y que el lenguaje, cuando se eleva plenamente, roza el umbral de la música. El lenguaje es un camino hacia la condición genitora de lo musical. En el movimiento simbolista la estrecha relación entre los medios lingüísticos y musicales está elaborada muy cuidadosamente en su poesía. Cuando la conciencia de la crisis del lenguaje se hace latente, el poeta moderno tiende a un trabajo en el que la energía del texto se lleva al momento pleno de expresión de la música.

Ahora bien, esa búsqueda del poeta en los límites del lenguaje no solo se eleva en un movimiento espiritual del ideal de plenitud, es decir, hacia la música. Existe un momento decisivo en que el poeta calla y el movimiento del espíritu, en lo que hasta ahora era una modulación articulada, entra en el silencio. Dos figuras emblemáticas del espíritu moderno nos han mostrado esa elección: Hölderlin y Rimbaud. Su renuncia está más allá de su búsqueda, es un hecho mítico más que vigoroso, precisamente porque su silencio permanece en la oscuridad. En los dos se ha hablado de un acto de soberanía antes que una negación de su poética. El silencio de Hörderlin se ha considerado como un acto de culminación y el de Rimbaud, como la superioridad de la acción sobre la palabra. En los dos, un movimiento hacia el más noble de los actos: el silencio. Aun así, la renuncia emblemática de estos dos poetas abre una nueva dimensión dentro de la poesía occidental: el silencio es el ideal más allá de la música. El silencio, entonces, se vuelve una tentación. Y en esa línea de la poética de la ruina se inscribe la obra de Alejandra Pizarnik.

Se podría dividir a la poesía de Pizarnik en dos etapas. Una primera corresponde a la poesía desde su primer libro, La tierra más ajena, hasta Los trabajos y las noches, en los que se mira a la escritura como posible espacio de salvación, de reunificación del yo, un lugar de refugio. A partir de Extracción de la piedra de locura, Pizarnik direcciona todo su universo significativo hacia la preocupación por la creación poética; las mismas circunstancias existenciales se reducen a instancias de la problemática de la escritura.

En el primer momento, el acto poético es complementario a la percepción del mundo. El poema significa trascendencia y la posibilidad de mantenerse vivo. Después, la obra de Pizarnik rechaza la idea del objeto y el lenguaje referencial, y el acto de la escritura poética se independiza de lo real. Esta idea de superar al lenguaje por medio del lenguaje ha caracterizado a la poesía a partir del romanticismo. Esta pérdida de certeza, en tanto que ausencia y obsesión, preside la estética y crítica modernas.

Dada la gran influencia que había ejercido en ella el movimiento surrealista, el primer impulso de la obra pizarnikiana se orienta hacia la idea de que la poesía debe entramarse como la música. En ese universo, el silencio en la escritura se manifiesta como una señal, como en la composición musical, puente de una nueva serie de significaciones. Las imágenes líricas se intercalan para dar paso a un silencio que es origen de una nueva configuración de imágenes.

En la primera parte de su obra ese objetivo es claro: una estructura fragmentaria, poemas cortos, fugaces como gritos. La zona sagrada donde se resuelven las contradicciones del lenguaje es la música. En su primer libro, La tierra más ajena (1955), se siente claramente esa la influencia de Rimbaud desde el epígrafe que abre el texto: “¡Ah! El infinito egoísmo de la adolescencia,/ el optimismo estudioso: ¡cuán lleno de/ flores estaba el mundo ese verano! Los aires y las formas muriendo…” Los poemas se forjan en un aniquilamiento constante de imágenes que se suceden abruptamente, al claro estilo surrealista de exhibir el texto como en el sueño y dejar fluir las manifestaciones del inconsciente:

No querer blancos rodando
en planta movible.
No querer voces robando
semillosas arqueada aéreas.
No querer vencer al imán
al final la alpargata se deshilacha.
No querer tocar abstractos
llegar a mi último pelo marrón.
No querer vencer colas blandas
los árboles sitúan las hojas.
No querer traer sin caos
portátiles vocablos.

(Días contra el ensueño)

La fase de este primer libro es todavía experimental, quizá por ello Pizarnik renegaría después de esta obra. En estos poemas los recursos se dimensionan sobre la base de la escritura automática, el juego de asociación libre y la exploración del azar. La revolución del lenguaje se hace latente producto de las lecturas de los simbolistas, dadaístas y, sobre todo, del surrealismo de Breton:

(…) los pelos ríen moviendo
las huellas de varios marcianos
cognac bordeaux-amarillento
rasca retretes sanguíneos (…)

(Humo)


(…) pensar innato en moldeadas rejas
torta trashumeante de vela sin fogón
quisiera ser masa lingüística
para cortarle la barba (…)

(Ajedrez)

A partir de su segundo libro, La última inocencia (1956), hay un mayor trabajo lingüístico y otras temáticas se hacen recurrentes: la noche, el miedo, la poesía, la muerte:

noche que te vas
dame la mano
(Algo)

el tiempo tiene miedo
el miedo tiene tiempo
el miedo (…)
y miedo
mucho miedo
miedo
(Canto)

(…) ¡Qué sé yo! ¡Faltan palabras,
falta candor, falta poesía
cuando la sangre llora y llora!
(Noche)


la muerte se muere de risa pero la vida
se muere de llanto pero la muerte pero la vida
pero nada nada nada
(Balada de la piedra que llora)

Por esa continua trasgresión del lenguaje a la que se ve abocado el poema desde sus inicios, el yo poético siempre asoma fragmentado, en clara oposición frente al mundo. Aparece aquí también el tan manido poema Sólo un nombre, del que tantas interpretaciones se han dado por su inquietante juego con su propio nombre:

alejandra alejandra
debajo estoy yo
Alejandra

Y es quizá después de este poema, el texto final de la “última inocencia”, que la obsesión por la palabra se hace latente hasta el hastío en su poética. Su verdadero sentido se irá descubriendo a través de toda su obra para, en su último libro publicado en vida, El infierno musical (1971), sentenciar: “Por eso cada palabra dice lo que dice y además más y otra cosa.” (Palabra que sana) Así, el juego de la palabra es el juego del infinito, del más allá, incluso del nombre propio.

En Las aventuras perdidas (1958) se densifican los temas recurrentes de los libros anteriores: la noche se vuelve el lugar en el que se inserta el hablante poético, la soledad y la tentación de la muerte marcan el universo del poema, y otra preocupación se vislumbra en medio de esas imágenes cargadas de abismo: el silencio, el vacío:

Pero hace tanta soledad
que las palabras se suicidan
(Hija del viento)

(…) descríbeme la casa del vacío,
háblame de esas palabras vestidas de
féretros
que habitan mi inocencia.
(Artes invisibles)

No es la soledad con alas,
es el silencio de la prisionera,
es la mudez de pájaros y viento,(…)
(Peregrinaje)

El hablante poético se declara prisionero del lenguaje cuando el mundo al que intenta recurrir le devuelve su mudez. La imposibilidad de comunicar ese mundo hace que el yo trate de recuperar su esencia en otra época, cuando la palabra no estaba “vestida de féretros”, petrificada, en ese espacio de plenitud de la infancia del que nos habla Goldberg:

¿Y qué?
¿Y qué me da a mí,
a mí que he perdido mi nombre,
el nombre que me era dulce sustancia
en épocas remotas, cuando yo no era
sino una niña engañada por su sangre?
(Mucho más allá, p. 95)

En Árbol de Diana (1962), su siguiente libro, Octavio Paz, a manera de prólogo, define desde distintas acepciones el texto de Pizarnik en una suerte de paráfrasis lírica; así, desde la química, dice: “Cristalización verbal por amalgama de insomnio pasional y lucidez meridiana en una disolución de realidad sometida a las más altas temperaturas.” (Árbol de Diana) Las líneas que firma Paz en París en abril de 1962 son tan significantes como el libro mismo.

La disolución de la realidad es la atmósfera del texto; los poemas son cortos, concisos y el silencio emerge como una realidad angustiante: “Solo la sed/ el silencio/ ningún encuentro”; el poema “danzando como palabras en la boca de un mudo”. El universo del hablante poético se llena de sombras y “ella tiene miedo de no saber nombrar lo que no existe”. Otra vez el desdoblamiento constante del ser: “yo y la que fui nos sentamos en el umbral de mi mirada”. En ese universo, la poesía no puede decir, establecer vínculos, y el poeta lleva consigo “el poema que no digo, el que no merezco.” El poema está destinado a testificar el silencio de las cosas, la mudez y la crisis del mundo que no puede ser atrapado con el lenguaje: “Como un poema enterado/ del silencio de las cosas/ hablas para no verme”. Pero ello es la constatación de una realidad, mas no una revelación:

Aquí vivimos con una mano en la garganta. Que nada es posible ya lo sabían los que inventaban lluvias y tejían palabras con el tormento de la ausencia. Por eso en sus plegarias había un sonido de manos enamoradas de la niebla. (p. 131)

En su siguiente obra, Los trabajos y las noches (1965), hay, en la primera parte, un movimiento hacia el tú de la enunciación. El apóstrofe lírico es también un recurso pizarnikiano de desdoblamiento, la necesidad de encuentro con el otro:

Tú eliges el lugar de la herida
en donde hablamos nuestro silencio.
Tú haces de mi vida esta ceremonia pura.
(Poema, p. 155)

Tú haces el silencio de las lilas que aletean
en mi tragedia del viento en el corazón.
Tú hiciste de mi vida un cuento para niños
en donde naufragios y muertes
son pretextos de ceremonias adorables.
(Reconocimiento, p.161)

En el silencio del poema irrumpe el otro, pero es siempre un extraño, una sombra que se ha apropiado del espacio:

Alguien entra en el silencio y me abandona.
Ahora la soledad no está sola.
Tú hablas como la noche.
Te anuncias como la sed.
(Encuentro, p. 163)

No el poema de tu ausencia,
sólo un dibujo, una grieta en un muro,
algo en el viento, un sabor amargo.
(Nombrarte)

En un segundo momento de la obra, el hablante poético queda abandonado y la noche domina el escenario:

Y cuando es de noche, siempre,
una tribu de palabras mutiladas
busca asilo en mi garganta,
para que no canten ellos,
los funestos, los dueños del silencio.
(Anillos de ceniza, p. 181)

El silencio se evoca como espacio de encuentro: “Espacio./ Silencio ardiente. ¿Qué se dan entre sí las sombras?” Pero dicha evocación está siempre en un más allá, a la espera de concretarse en el poema: “Un hilo de ausencia/ un hilo de miserable unión”. (Fronteras inútiles) El hablante poético, que es una figura de preterición del poeta, está “en busca de su imposible lugar de reposo.” (‘Los ojos abiertos’, p. 192.) Lugar del vacío, de la ausencia, ese inalcanzable no solo es espacio de plenitud al que el poeta quiere llegar porque ha advertido la mudez del mundo, sino que también produce espanto, la incertidumbre del límite:

Arpa de silencio
en donde anida el miedo.
Gemido lunar de las cosa
significando ausencia.
(Memoria, p. 201)


No conozco.
No reconozco.
Oscuro. Silencio.
(Del otro lado, p. 203)

A partir de Extracción de la piedra de locura (1968), la obsesión por el lenguaje se vuelve el hilo conductor y el silencio se tematiza, se lo quiere atrapar en un movimiento esencialmente paradójico: nombrándolo, que ya se advierte en su obra anterior, pero con un nuevo matiz: ahora es el centro generador de su poética. En medio de imágenes que se suceden abruptamente en el poema, la idea del silencio aparece como una condena, como condición última, lapidaria: “No temas, nada sobrevendrá, ya no hay violadores de tumbas. El silencio, el silencio siempre, las monedas de oro del sueño.” (Extracción de la piedra de locura). Es el silencio el que da lugar a la existencia del poema, un agujero negro que genera movimiento constante, infinito de destrucción y constitución: “Mis palabras exigen silencio y espacios abandonados.” (La noche, el poema)

La búsqueda de lo absoluto, del silencio, lleva irremediablemente a la caída. Por ello, la única “salvación” es la acogida de ese abismo, la condena de querer atraparlo en el texto. Entre el poeta y su poesía solo existe un espacio posible: el silencio. Dicho silencio se alimenta de la imposibilidad de comunicarse. El lenguaje es un refugio para esa debilidad.

En la obra pizarnikiana, el acto poético se debate entre dos extremos: el silencio y el grito. Entre la angustia de aceptar o rechazar el mundo se encuentra el vacío, un espacio absoluto que se acoge como lo incesante:

Habla de lo que sabes. Habla de lo que vibra en tu médula y hace luces y sombras en tu mirada, habla del dolor incesante de tus huesos, habla del vértigo, habla de tu respiración, de tu desolación, de tu traición. Es tan oscuro, tan en silencio el proceso al que me obligo. Oh habla del silencio.

(Extracción de la piedra de locura).

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