Ecuatorianistas
Microrrelato: género apocalíptico en la literatura ecuatoriana
No se me ocurre territorio más apocalíptico que el microrrelato, dentro de la producción de la conservadora literatura ecuatoriana, por muchas razones que enunciaré a la lo largo de este texto. Por ejemplo, tomemos por premisa inicial dos asuntos muy apocalípticos que le incumbe. Uno de ellos es la primera acepción de la palabra ‘apocalipsis’, que es renovación, ya que el microrrelato viene travistiéndose desde tiempos muy antiguos con ropas cortas como los aforismos, los adagios y las fabulas que ya constaban en los apuntes de Hipócrates —400 años antes de Cristo—, hasta llegar a la ‘tuitliteratura’, género polémico debido a que su práctica masiva ha llevado a cuestionar la calidad literaria de sus participantes; pero, en honor a lo apocalíptico, desde siempre el relato corto ha estado haciéndonos creer que llegó a su fin cuando en realidad solo hemos llegado a uno de sus tantos principios. Seguramente nos esperan muchas historias escritas usando quién sabe qué adminículos y sintetizando aún más el lenguaje.
Otra razón por la que el microrrelato merece recibir el término apocalíptico es el auge que ha tenido desde fines del milenio anterior hasta estas décadas siguientes. Entre los estudios del fin del mundo hay un movimiento llamado milenaristas, quienes creen que cada mil años se cierra un ciclo para iniciar uno nuevo. Así como anunciaron el apocalipsis de los objetos computarizados al empezar el año 2000, los milenaristas también dijeron que con él todos los registros de la humanidad serían aniquilados; entre ellos, los relatos extensos y otras tantas variaciones de los archivos.
Hay uno que otro milenarista, quien también vio en el auge de las redes sociales, con su nueva de comunicación escueta, el fin de lo extenso. Por lo tanto, el microrrelato sería un género mutante, un sobreviviente entre eras: raro y a la vez fascinante. Una alternativa para el que no desea leer a profundidad, pero sí necesita sentir que algo de cultura consume y elabora. Lo que queda luego del final de los grandes textos épicos.
Antes de entrar al microrrelato ecuatoriano hay que definir por qué este término y no otro. La nominación ‘microrrelato’ es objeto de numerosos congresos y mesas que lo diseccionan, y son tres las expresiones más conocidas para nombrar a este género breve: microcuento, microrrelato y minificción. Es interesante que, dependiendo del término que se use, los resultados en las búsquedas en Internet son distintos.
El microcuento, estudiado desde las teorías de Lauro Zavala y Juan Armando Epple, se refiere a una estructura clásica: inicio-desarollo-cierre. Usualmente, el final es revelador y el título ayuda a comprender parte del espíritu del cuento. El texto es un universo en sí mismo y todo se resuelve dentro de este espacio y tiempo. Por ejemplo, en este micro, un hombre despierta de un sueño en el que encontraba el amor:
Del ideal
La flaca. Nunca la olvidaré. Su cara triangular, profunda y misteriosa, como las ruinas del Macchu Picchu. Su piel de película quemada. Sus ojos espesos y abatidos. Se parecía a los amores de Gardel. Lástima que no vivió nunca. Explotó como una pompa de jabón en el momento en que Adriana me despertó para el desayuno.
Raúl Pérez Torres (Inédito)
El microrrelato, denominación que empleo aquí, implica un rango un poco más amplio —a él se acogen estudiosos como Violeta Rojo y David Lagmanovich— y se refiere una mutación genérica. Acogiéndose a la amplitud de la palabra ‘relato’, esta es un paraguas bajo el que se cubren otras formas que se han ido actualizando poco a poco, algunas ya existían, como el bestiario, pero también caben nuevos experimentos como la ‘nanoficción’. Por ejemplo, un texto de Jorge Dávila y una nanoficción de Marcela Ribadeneira:
Despedidas
Ellos estaban enamoradísimos y sus adioses eran tan largos, que a veces duraban hasta que volvían a encontrarse.
Jorge Dávila, El arte de la brevedad
La infiel
Tiene demasiados cepillos de dientes, en demasiados lugares.
Marcela Ribadeneira, Matrioskas
Pero existe un nombre más que tiene mucha vigencia actualmente, y esta es una nueva variación de la palabra: la minificción. Comprendiendo por ‘ficción’ cualquiera de las variaciones del relato anteriores, y, sumado a esto, cualquier diálogo adicional con la imaginación donde cabrían referentes como el cine, la música o más literatura. La minificción practicada por los minificcionistas mexicanos contemporáneos Alberto Chimal y José Luis Zarate, por ejemplo, emplea cualquier plataforma para existir. Es conocido que muchas de las colecciones de cuentos de estos mexicanos han iniciado por ejercicios de Twitter que luego han madurado en papel. En este texto del ecuatoriano Huilo Ruales, las referencias al cine y al psicoanálisis son evidentes:
El mujeriego
Mónica Belucci entra sin pedir permiso y se dirige a mi habitación casi sin darme tiempo a esconder en el clóset a Nicole Kidman. Furiosa, me da una bofetada que por poco me destornilla la cabeza.
Qué hacías anoche con Catherine Zeta Jones, me dice, carimojada de lágrimas y rimel. Nada, hablábamos sobre los periodistas secuestrados en Irán.
Farsante, por qué entonces tenías tu carota de Frankestein hundida en sus pechos de silicona.
Estaba sollozando de la pena de la muerte del Papa vegetal y cuando sollozo necesito pechos, desde niño fui así.
Eres un crápula.
No te disgustes, le digo, mientras abro su blusa sintiendo desde ya las ondas tibias que emanan de sus senos divinos.
Los siete mugrientos gatos de mamá maúllan de hambre y también de dolor a causa de sus bastonazos severos y cariñosos.
—Ya está listo tu desayuno, mi amor, ¿te lo llevo o desayunas acá en la cocina? —grita mamá, sin salir de su tos eterna que parece combatir con los maullidos y el estruendo de las viejas ollas.
Me gustaría gritarle: prefiero que me lo traigas. Vieja maldita, farsante, que no puede ni con ella misma.
Pero cómo responderle, si la lengua de Mónica, como una anguila luchando contra la muerte en una playa nocturna, coletea desesperada al fondo de mi boca.
Huilo Ruales, Esmog: 100 grajeas para morir de pie
Una vez aclarado el universo teórico, volvemos al microrrelato en Ecuador. En 2006 tuve un primera aproximación, llamada ‘El punto G de la literatura’ —aludiendo al carácter esquivo del género, comparable su fugacidad con la del orgasmo—, debido a lo impreciso de sus límites. Tal como sucede con aquel espacio donde reside una fuente de gozo femenino, el microrrelato tampoco deja muy claro cómo, por medio de una particular combinación de palabras, logra obrar en sus aficionados epifanías y revelaciones que muchos seguimos degustando por largo tiempo luego de su lectura.
En ese entonces eran escasos los estudios acerca del microrrelato en América y todavía en Ecuador no se había estudiado la tradición breve, así que, rastreando el género desde el siglo XIX, lo que concluí con esta primera investigación es que el inicio de la escritura mínima está ligado a la aparición de la prensa y de medios de comunicación escritos. Las revistas literarias de Ecuador, que aparecieron a mediados del siglo XIX, incluyeron en sus publicaciones muchos textos cortos que debieron encajar en los lugares sobrantes que dejaba la publicidad.
Estas primeras construcciones fueron herederas del Modernismo y recorrieron los bordes de la poesía, como es el caso de los aportes del guayaquileño Medardo Ángel Silva a la escritura breve. Según cuenta la leyenda, su muerte fue anunciada por medio de un texto llamado ‘El viaje’ (él llamaba estancias a estos experimentos cortos), publicado en mayo de 1918 en la revista Patria. Allí el escritor hablaría macabramente de un negro país al que iba a dirigirse muy ponto.
Se que hay un negro país (¿Dónde?) al que iré algún día. Las estrellas desveladas me oyeron preguntar ¿Cuándo? Pero bien sé que nadie sobre la negra tierra, podrá decírmelo... La mensajera vendrá por mí, a cierta hora. ¿Quién eres? preguntará mi corazón. Ella, cubierta la faz por negros tules, nada responderá. Silenciosamente ha de sentarse en mi barca; tomará el gobernalle... Y partiremos1.
Luego de las primicias de Silva, brevedad y fractalidad se afianzaron en las vanguardias ecuatorianas con Pablo Palacio y Humberto Salvador. Ambos narradores usaron el tono lúdico y fragmentando en sus historias Vida del ahorcado (1932), Débora (1927) y En la ciudad se ha perdido una novela (1929), de tal manera que generaron trozos autónomos, comprensibles y juguetones, que se diferencian del resto del cuerpo de la novela por su tamaño de letra y su grafía.
Odio
Quiero entenebrecer la alegría de alguien.
Quiero turbar la paz del que esté tranquilo.
Quiero deslizarme lentamente en lo tuyo para que no tengas sosiego; justamente como el parásito que ha tenido el acierto de localizarse en tu cerebro y que te congestionará uno de estos días, sin anuncio ni remordimiento.
Pablo Palacio, Vida del ahorcado
Después vinieron diez años de realismo enjuto y serio, sin juegos; pero en 1940, siguiendo el mismo camino limítrofe de Palacio, el quiteño Jorge Carrera Andrade publica en 1940 un libro de poesía, Microgramas, que consistía en breves definiciones líricas de elementos de la naturaleza. Siguiendo la inspiración de las greguerías de Ramón Gómez de la Serna, Carrera Andrade compararía a una araña de suelo con algo similar a una «charretera caída del hombro del tiempo».
Otra vez viene un salto desconcertante hasta la década de 1980. Según la teórica Nancy Mendieta Cabrera en el estudio Antología crítica del microrrelato: un vistazo sobre la producción ecuatoriana (2015), esta década fue importante por los talleres literarios dirigidos por escritores que vivieron en otros países, como Miguel Donoso Pareja, ya que ellos motivaron ejercicios de escritura escueta que se incorporaron como propuestas desafiantes para templar el oficio. Tal vez obraban bajo la inspiración de las prácticas mínimas de Juan José Arreola y Augusto Monterroso. Lo cierto es que, animados por el desafío, importantes narradores que se iniciaron en este periodo, como Iván Égüez, Abdón Ubidia y Raúl Pérez Torres, tienen en sus libros uno que otro microrrelato. Se extraña entre quienes han ejercitado la brevedad más nombres de escritoras que se sumen a Gilda Holst y Liliana Miraglia, también de este período.
Podría afirmar que desde entonces no hemos parado de crear microcuentos en Ecuador. En muchos casos como demostración de virtuosismo más que por otra razón. Además, en El punto G de la literatura, añado que cada vez más cuentistas de las nuevas generaciones prefieren las formas breves para iniciar su vida literaria, posiblemente ansiosos por nacer de forma prematura. Aunque suene a sentencia radical, el microrelato es un linaje más que una habilidad. Saber sus raíces y características esenciales inviste a sus practicantes de la responsabilidad de una tradición.
En los ochenta surgen las publicaciones del padre fundacional del nuevo microrrelato contemporáneo: Oswaldo Encalada, quien inaugura, con Los juegos tardíos y La muerte por agua, los primeros tomos exclusivamente de microrrelatos en Ecuador.
Siguiendo la misma línea de libros constituidos únicamente por trabajos muy breves, se suma, principalmente, Jorge Dávila Vázquez, Arte de la brevedad (2001) y Minimalia (2005). Lo seguirán Luis Aguilar Monsalve con Mínimo mirador (2010), Edgar Allan García con 333 MICRO-BIOS (2011), Marcelo Báez con Lienzos y camafeos (2011). Por mi parte, he realizado homenajes al género en los cuentarios Balas perdidas (2010) y Caja de magia (2013). Sin embargo, todos estos textos se encuentran dispersos, o en estudios singulares, porque la micronarrativa ecuatoriana no se termina de consolidar. No por la falta de iniciativas para su creación, sino a un problema de documentación y mala memoria.
Ha habido iniciativas como la gestión municipal Microquito, concurso en el que se narraba lo esencial de la capital en cien palabras y que desde 2010 tuvo tres ediciones; otros convocados por la Espol (Escuela Superior Politécnica del Ecuador); el del Ministerio Coordinador de Patrimonio y la Universidad Central de Quito hace un año; antologías temáticas; festivales de micronarrativa con invitados internacionales como Ciudad mínima, de cuya génesis formé parte en 2012, y otros proyectos que incluyeron prácticas de virtualidad y competencias de tuitliteratura. Pero necesitan ampliar y disciplinar sus ejercicios para pasar de la novedad a la autorreflexión, consolidando la creación de un mapa de la microescritura en Ecuador que dialogue en serio con toda la producción latinoamericana y salga del mero entusiasmo. En otras palabras, se debe dejar de mirar al microrrelato como una curiosidad vistosa y más como un serio trabajo de escritura.
Como este ensayo empezó hablando del apocalipsis, concluye también con una profecía apocalíptica acerca. En Seis propuestas para el próximo milenio (1998), Ítalo Calvino afirma que la levedad, la rapidez, la exactitud, la visibilidad, la multiplicidad y la consistencia serán los sinos de esta nueva era. Al referirse a la rapidez, dice que puede que la extensión de la historia varíe, aumentando o disminuyendo contenido o acciones en lo que se cuenta, pero siempre habrá algo para ser relatado, que estimule la atención de los lectores-oyentes.
Si los siguientes años traen una desaparición progresiva de las formas breves hasta su extinción, lo único seguro es que los relatos en sí no desaparecerán porque van unidos a nuestra historia como especie. Tal vez surja algún nuevo medio para sostener las historias del mundo, aunque sea uno donde se expongan sílabas solamente.
Notas
- Pérez Pimentel, Rodolfo (s/f). El suicidio de Medardo Ángel Silva. Ecuador profundo. Recuperado de https://goo.gl/94w3u4.
Bibliografía
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