Enfoque
Casa de la Cultura: claves y disputas en torno al proyecto de Ley
El 9 de agosto de 1944, en el gobierno de Velasco Ibarra, se firmó el decreto de creación de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, como «idea y proyecto originales de Benjamín Carrión», según recoge la Ley Constitutiva que soporta el decreto. Desde entonces han transcurrido 72 años durante los cuales la Casa de la Cultura ha pasado de ser «razón de Estado en la reconstrucción simbólica de la nación» —como afirma Rafael Polo—, a un espacio de disputa simbólica en el que están en juego contradicciones que atraviesan tensiones conceptuales permanentes alrededor de la noción de cultura, pero sobre todo de las decisiones de cómo trabajar con ella, que son fundamentalmente políticas. Sobre este último punto, cabe un debate a partir de tres claves centrales para entender la actual situación de la Casa y su relación con el proyecto de Ley de Cultura: una clave histórica-conceptual, otra metodológica y una tercera que vincula el ejercicio del poder con la figura del intelectual administrador de cultura.
Primero, hay que entender a la creación de la Casa de la Cultura en su contexto histórico, como un proyecto de cohesión de un país desmoralizado tras la derrota militar y la firma del Protocolo de Río en 1942, y a Benjamín Carrión como su creador.
Según Martha Rodríguez, en su libro Cultura y política en Ecuador: estudio sobre la creación de la Casa de la Cultura, la Casa fue un proyecto personal y privado de Carrión que triunfó y se volvió política oficial debido a tres factores: 1) su capacidad de leer coyunturas históricas; 2) sus redes sociales y vínculos nacionales e internacionales que le permitieron impulsar su proyecto, y, finalmente, 3) el posicionamiento de su tesis de la pequeña gran nación en la prensa, años antes de la creación de la Casa.
En este sentido, si miramos atrás: ¿Es posible hablar de la Casa de la Cultura como un proyecto de política cultural pública? En el país, ¿qué tipo de institucionalidad cultural ha construido proyectos personales que logran establecerse como asunto público? La Casa de la Cultura, sin duda, no es el único ejemplo de esto. ¿Cuáles son los entramados históricos de poder, de representatividad, que sostienen este tipo de instituciones-persona?
Las redes —soportadas en discursos de clase, como veremos más adelante— de lo multicultural y, además, patriarcales, ¿qué tipo de institución posibilitan? Y, por último, en términos de política cultural, sin la intención de emitir juicios valorativos fuera de un tiempo específico y sus condiciones, ¿cómo desestablizar la potente figura de Carrión y sus legados conceptuales actualmente instrumentalizados y vaciados de sentido?
Fernando Tinajero se hizo eco de esta última pregunta en una de sus charlas ‘Tres visiones de la cultura nacional’, en junio pasado en el Centro Cultural Benjamín Carrión. Ahí afirmó que: «Curiosamente lo único que han hecho es repetir las palabras de Carrión: hay que crear una gran patria de cultura […]. No basta repetir las palabras de Carrión; no es suficiente. Es necesario pensar en las políticas que nuestro tiempo exige. El mejor homenaje que se puede hacer a Carrión es darle vida a esa Casa, pero darle vida significa ponerse a tono con las exigencias del mundo actual. Esa política no se ha visto en los últimos veinte o treinta años de la Casa».
La segunda clave, sin duda, tiene una relación integral con las líneas de pensamiento de política cultural que rigen a una institución, y es de orden metodológico: habría que preguntarse, de la mano de la reflexión anterior, ¿cómo construimos en el país instituciones y procesos de gestión cultural que no respondan a proyectos personales, a sus demandas ni a las de sus circuitos ni acuerdos políticos? ¿Cómo aterrizar ideas de democracia cultural, de construcción de espacios reales de participación con un sector cultural fragmentado, escasamente organizado, entrampado en demandas de supervivencia, en redes clientelares, cansado de las permanentes refundaciones de las instituciones culturales, y con una fundamentada desconfianza en un Ministerio Cultura y Patrimonio, que de aprobarse el proyecto de Ley de Cultura, será el nuevo ente rector del Sistema Nacional de Cultura, al que pertenecerá la Casa? ¿Cómo lograr abrir fisuras para el empoderamiento de organizaciones y agentes culturales, capaces de generar demandas que rebasen la subvención pública y fondos concursables, y apunten a pensar mecanismos de redistribución del poder en la toma de decisiones y en la asignación de presupuestos, por citar dos aspectos cruciales?
Solamente con un Ministerio de Cultura y Patrimonio que se defina como articulador de agendas para trazar la cancha de juego será posible otro modelo de gobernanza. Ahora bien, en el caso de la Casa de la Cultura, abrir una discusión común, de abajo hacia arriba, para intentar responder a estos «cómo» parecería imposible bajo su estructura actual. Si bien los problemas de gestión de esta institución saltan a la luz, los ejercicios internos de autocrítica han sido insuficientes para configurar una democracia cultural distante del discurso culturalista de acceso del «pueblo» a unas determinadas expresiones simbólicas.
También hay que decir que las posturas al interior de la Casa frente a las necesidades de cambio están fragmentadas; así lo sostiene el viceministro de Cultura y Patrimonio, Juan Martín Cueva, a partir de su experiencia en las recientes socializaciones del proyecto de Ley realizadas en el país: «En estos espacios se escucharon muchas críticas a la gestión de la Casa de la Cultura desde afuera, de gente que cree que la Casa se ha ido metiendo en una lógica de no inclusión y, de alguna manera, de defensa institucional sin una mirada autocrítica. Sin embargo, debo decir que en los propios núcleos de la Casa existen posiciones críticas y cuestionadoras frente a una institución que requiere repensarse».
Y finalmente, la tercera clave vincula el ejercicio del poder con la figura del intelectual administrador de cultura. Esta idea se articula al análisis de Nelson Ullauri, gestor de la Red Cultural del Sur, quien considera que la Casa de la Cultura ha ido cayendo en una suerte de anacronismo: «Mientras la gente estaba hablando de cambios profundos en lo político, de una democratización de los procesos políticos, la Casa de la Cultura mantuvo ese imaginario como centralidad de los intelectuales, de los cultos. En algo se ha ido abriendo, pero mínimamente. Es decir, la Casa de la Cultura cae en términos anacrónicos del entendimiento de cultura». Con esta afirmación, Ullauri claramente se refiere a la figura simbólica del intelectual letrado, autoridad cultural y estética, guía de masas, hombre, blanco-mestizo, heredero de un cierto capital social que ha ocupado espacios de gobierno durante décadas en la Casa, desde la Presidencia de la Matriz Quito y los Núcleos capitales de provincia hasta las seis secciones académicas.
El intelectual administrador de las instituciones culturales responde históricamente a la idea del intelectual, especialmente escritor, que según el investigador Julio Ramos, buscó ya entrado el siglo XX un espacio de diferenciación de la masa urbana como funcionario o creador de institucionalidad cultural. Cabe entonces cuestionarse si bajo este legado simbólico, que determina unas características específicas de quienes estarían en la capacidad de asumir estos cargos y de determinar la política cultural de la Casa, los cambios quedan truncos. Aquí hago referencia a un problema que, a criterio de Ana Rodríguez, exviceministra de Cultura y Patrimonio, es epistemológico, de horizontes conceptuales y metodológicos: «La idea del arte para el pueblo, de ‘la casa de todos’ tiene que tener en unos intelectuales, específicamente consagrados por una cierta élite, a sus representantes. La presencia de una minoría que no pertenecería a ese modelo blanco, letrado, escritor reconocido, de la familia tal... muestra la foto multicultural. Esta discusión no está en su registro epistemológico». Con esta afirmación, Ana Rodríguez se refiere al registro epistemológico de quienes trabajan por la defensa institucional de la Casa y sus estructuras, encabezados por su presidente, el escritor Raúl Pérez Torres. Y cierra preguntándose: «¿Por qué los otros no tenemos derecho a soñar la Casa, los que no somos miembros y no queremos ser miembros de los colegios de escritores o sabios? Yo tengo derecho a soñar la Casa».
Con estas tres claves propuestas, podemos aproximarnos a dos puntos álgidos de discusión sobre el actual proyecto de Ley de Cultura y la Casa de la Cultura Ecuatoriana: su modelo de gestión y gobernanza (el carácter nacional de la Casa y los procesos de designación de autoridades, principalmente) y la autonomía.
Sobre el primer punto, Ana Rodríguez reconoce que más allá de las líneas discursivas y sus implicaciones en la política cultural, el problema fundamental de la Casa es el ejercicio del gobierno y la participación: «No me preocupan tanto los grandes relatos como el manejo de formas internas y de procesos». Como ejemplo, basta revisar, a criterio de Ana Rodríguez, las contradicciones existentes entre la Ley Orgánica de la Casa de la Cultura Ecuatoriana y los estatutos vigentes. Actualmente los órganos de gobierno de la Casa son la Junta Plenaria y el Consejo Ejecutivo. Este último, según la Ley Orgánica, debe estar conformado por los representantes de seis de los veintitrés núcleos provinciales. Estos representantes son electos por la Junta Plenaria más el presidente. Sin embargo, Ana Rodríguez afirma: «El estatuto de la Casa redefine el Consejo Ejecutivo violando la Ley Orgánica, y propone que sean tres miembros de la matriz más tres núcleos, más el presidente, quienes conforman el Consejo. Es decir, el Consejo Ejecutivo es un órgano totalmente controlado por la matriz». Este tipo de contradicciones jurídicas no es menor, pues en el Consejo Ejecutivo recae la responsabilidad de viabilizar las decisiones de la Junta Plenaria, con un poder de decisión concentrado en la matriz, centralizado en Quito, y con capacidad de elegir a los miembros de las secciones académicas de la Casa.
Los procesos de designación de autoridades que presentan incongruencias normativas, como la anterior, se interrelacionan con los entramados de poder, redes clientelares y la figura simbólica del intelectual administrador de cultura, analizados en este artículo. Estos procesos quedarían fracturados en caso de aprobarse el proyecto de Ley, con la apertura del modelo de gobernanza a agentes culturales que no necesitan ser reconocidos como miembros de la Casa para ejercer el derecho a la participación: «Hasta el momento, la Asamblea provincial solo permitía la participación a los miembros. Ahora con el proyecto de Ley se establece que en estas asambleas provinciales pueden participar actores culturales de la suscripción territorial respectiva, que deben tener RUAC (Registro Único de Actores Culturales) como una forma de certificar que son artistas o gestores culturales», señala Juan Martín Cueva. Las asambleas de cada núcleo eligen a los directores provinciales que pueden o no ser miembros de la Casa. Asimismo, para ser presidente de la sede, nombrado por la Junta Plenaria, basta ser miembro de una de las asambleas provinciales.
A pesar de esta apertura, la mayor dificultad en este mecanismo de participación está en la resistencia de los agentes culturales a la obligatoriedad de habilitar su RUAC para ejercer el derecho a la participación en estos espacios, que se producen por las críticas y temores del sector a la normalización, control y uso de la información proporcionada en el Registro. Habría que preguntarse, entonces, si las transformaciones paulatinas de los modelos de gestión y gobernanza ocurren cuando los agentes culturales hacen uso estratégico de estas posibilidades creadas por la normativa jurídica. ¿De qué agentes culturales hablamos cuando en el contexto ecuatoriano la ausencia de organización, asociatividad y la desarticulación determinan nuestras acciones como sector? ¿A quiénes se considera interlocutores legítimos en estos procesos? ¿O, más bien, las prácticas de resistencia a formas de poder y gobernanza de instituciones como la Casa de la Cultura se ejercen fuera de las reglas propuestas? Al respecto, Nelson Ullari comenta: «Para la gente que ha sido cercana o está dentro de la Casa, será más fácil seguir en esa ambigüedad. Mejor que no haya Ley de Cultura para mantenerse en los espacios que se siguen manteniendo. Las Leyes no determinan los procesos culturales, artísticos y creativos, sino facilitan condiciones y puntos de diálogo».
El otro aspecto relacionado al modelo de gestión es la Casa Matriz con su valor histórico y funciones actuales frente a lo que propone el proyecto de Ley. Explica Juan Martín Cueva: «La idea es la siguiente: lo que requieren los núcleos de la Casa de la Cultura para trabajar en red es un espacio de coordinación, de seguimiento y evaluación. En este momento hay veintitrés núcleos y hay una provincia que no tiene núcleo, Pichincha, pero que tiene la matriz. Eso genera de alguna manera un desequilibrio. De lo que se trata es que todas las provincias tengan un núcleo y que la matriz se convierta en la sede nacional de la Casa. No tiene atribuciones directas de ejecución sino de coordinación y se ocupa de las relaciones internacionales de la Casa. La disposición transitoria establece que esta sede sea en Quito, por un sentido práctico». Para esta incluso se han planteado varios nombres: sede, matriz, dirección, y la creación de un Núcleo Pichincha; este último tiene sus antecedentes de constitución en documentos de 2015 que no han sido ejecutados (sobre lo que valdría la pena escribir otro artículo).
Por sobre los nombres en discusión, uno de los conflictos principales está en el cambio de manejo presupuestario que significaría esta organización: la sede se convierte en una instancia de planificación, y el Núcleo Pichincha en un ente ejecutor, al igual que los otros núcleos, lo que significaría, en términos prácticos, una redistribución de un presupuesto global de la Casa que hoy se concentra en el 52% en la matriz.
Uno de los elementos discursivos más utilizados por quienes defienden a la institución es la autonomía. Fernando Tinajero, en una de sus conferencias de ‘Tres visiones de la cultura nacional’, citada al inicio de este artículo, comentó: «Los que no saben bien dicen que la Casa nació autónoma. No es cierto. La Casa nació como una entidad adscrita al Ministerio de Educación. El Ministro de Educación tenía que presidir las sesiones cuando concurría y el presidente de la Casa tenía que presentar ante el Ministerio los planes, los presupuestos y los informes. Lo que pasa es que la personalidad de Carrión había crecido tanto que en la práctica la Casa de la Cultura fue autónoma desde ese momento. Nadie podía decirle que no a Benjamín Carrión». Esta postura sobre autonomía a la que alude Tinajero se articula claramente a la tesis de Martha Rodríguez, explicada como primera clave de aproximación a este texto. Por otra parte, la autonomía, en lo referente a la gestión administrativa y financiera que estipula el proyecto de Ley, se inscribe en los procesos de toma de decisiones en cuanto a programación y líneas de actuación bajo el paraguas y el direccionamiento de una política pública guiada por el ente rector del Sistema Nacional de Cultura: el Ministerio de Cultura y Patrimonio. A esto se suman las formas de rendición de cuentas y de transparentar el manejo de recursos públicos: «Se trata de impulsar mecanismos de transparencia como ética de lo público, una ética básica. Se han inventado sus formas de rendir cuentas que no corresponden a una institución pública», afirma Ana Rodríguez.
Dentro del proyecto de Ley, la Casa de la Cultura no es la única instancia que figura como autónoma: la autonomía es transversal a todas las instituciones que conforman el Sistema Nacional de Cultura, según explica Juan Martín Cueva: «En alguna medida, el Ministerio de Cultura y Patrimonio en la práctica se ha convertido en un organizador de eventos, ejecutor de proyectos. Y la idea es redefinir ese rol del Ministerio como entidad rectora, que construye las políticas públicas, que propone líneas de trabajo en cultura. Es la institución encargada de la regulación y el control, de la articulación del sistema. La idea es que vaya soltando tareas que asumió no sé por qué. Entonces, autonomía no significa que puedes hacer lo que quieras sin rendirle cuentas a nadie; significa que, al estar más cerca de la población, de las dinámicas, de los procesos, eres la instancia más indicada para la ejecución directa, pero enmarcándote en la política que define la entidad rectora».
Estos son algunos elementos de juicio que permiten entender de manera integral problemas de orden histórico, estructural, normativo, de gobernanza y procesos. Se requieren lecturas políticas complejas que permitan generar reflexiones sobre las problemáticas de la Casa que, sin duda, rebasan la aprobación de un instrumento jurídico; sin embargo, ciertos artículos de la Ley podrían convertirse en una herramienta de incidencia para el uso estratégico de los agentes culturales.
Ahora bien, ¿de qué sirve una Ley en manos de un sector cultural agotado, incrédulo, desinteresado en estos espacios de ejercicio político vinculados a la transformación institucional? Lo único cierto es que la Casa de la Cultura necesita cambios urgentes que no serán posibles bajo sus estructuras actuales.