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El Telégrafo
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Espacios sueltos en blanco

Espacios sueltos en blanco
01 de agosto de 2016 - 00:00 - Jorge Izquierdo, escritor

Mi trabajo más reciente, la novela Te Faruru, empezó por una frase que encontré en un catálogo de museo. Tenía que ver con el padre del artista uruguayo Gonzalo Fonseca. Un dato suelto, nada más, acerca de cómo este hombre, hace más de cincuenta años, había participado y ganado un concurso literario refundido en la historia de los concursos literarios. El dato incluía un anzuelo: la lista de nombres de los miembros del jurado que otorgó el premio; la cual me sirvió para desenvolver uno de los hilos conductores de la novela. Por más que el manuscrito varió en el transcurso de los dos o tres años que me demoré en publicarlo, y por más que la misma frase inicial fue redactada varias veces de modos distintos, siempre supe, y así se mantuvo, que ese iba a ser el comienzo. Creo que mi razonamiento fue: el texto puede empezar por dónde sea, por lo tanto, lo haré empezar de la manera en que realmente empezó. No sucede lo mismo cuando escribo textos de otra índole, periodísticos o académicos, por ejemplo. En esos casos, lo primero que viene a la mente llega pero para ser tachado y eliminado.

Anoté la frase sobre el padre de Fonseca en un pequeño cuaderno amarillo que seguí llenando con referencias sueltas sobre artistas y escritores uruguayos de cabo a rabo y anduve cargando el cuadernito conmigo por todas partes durante mucho tiempo. Cuando tuve un poco de tiempo libre empecé a pasarlo a limpio. Esta expresión, pasar a limpio —se me ocurre— ya plantea una manera estupenda y sencilla de discutir cualquier proceso de edición. Y no habría que ir más allá. Yo no soy fanático de la limpieza pero también sé que me gusta habitar espacios más o menos ordenados. No soportaría llegar a la casa, a mi cuarto, por ejemplo, y encontrar prendas de ropa, sábanas y almohadas, desperdigadas en el piso. Ni que cada vez que entrara a la cocina tuviera que encontrarme con platos sucios desbordando el lavabo. Cuando cuelgo un cuadro, no se me ocurre colgarlo a la maldita sea, procuro, me esmero incluso, porque el marco esté suspendido de manera equilibrada sobre la pared. Y asimismo es mi relación con mis cuadernos de apuntes. No tengo una fijación con ellos per se, sino con cómo puedo traducir sus contenidos, cuando llegue el momento indicado, y de una manera lógica, a una planilla de Word. También me digo a mí mismo: «¡Suficiente con la lógica! Hay que lanzarse al vacío». Y así, se emprende un proceso más o menos conservador, hegeliano, podría decir, para los iniciados, de tesis, antítesis y síntesis. El proceso de lavar los platos y el proceso de editar un texto, en todo caso, son emprendimientos constantes: de ley te va a tocar volver a hacerlos. Y al mismo tiempo, lo que siempre me pregunto frente al lavabo: «¿Cuál será la última vez que lavo platos?»… ¿Cuándo será la última vez que me agacho a recoger una media, la última vez que saco un libro del estante, que lo vuelvo a colocar ahí, de manera ordenada, cuidando que esté junto a otros libros similares, por género, por autor, por idioma, por tamaño del objeto en sí, por color de la portada?…

Cuando llegué a Guayaquil, en mayo de 2015, empecé a compartir el manuscrito pasado a limpio de mi novela «sin esperanza y sin desesperación», como decía Isak Dinesen, y, entre la lista de envíos, quizás el más osado, el de más ambición, era el que había hecho al Premio Herralde de novela, otorgado por la editorial Anagrama en España. En noviembre de 2015, lancé mi primera novela Una comunidad abstracta (Cadáver exquisito) en el marco de la Feria del Libro de Quito y ahí mismo, o pocas semanas antes, salió la noticia de que mi texto, Te Faruru, había entrado a la lista corta de finalistas para el Herralde. Nada resultaría de esa súper noticia, como muchos ya se imaginaban y se empeñaban en señalarme desde la bondad de sus corazones, pero sí ocurrió que por esas mismas fechas, mi amigo Esteban Mayorga le sugirió a la gente de la Campaña Nacional de Lectura que reeditara Autogol, una colección de cuentos que apareció a inicios de 2009. Me entusiasmé tanto con esta posibilidad que me puse a reeditar esos textos viejos, algunos de los cuales ya habían cambiado significativamente pues habían aparecido en antologías. Me entusiasmé tanto que no solo los reedité sino que eliminé tres o cuatro cuentos por completo, así que la reedición llevaría el lema de «corregido y reducido» en vez del más famoso «corregido y aumentado». Pero en segunda instancia, y aun entusiasmado, decidí incluir una serie de relatos que solo habían aparecido hasta entonces en medios digitales, como un texto adjunto a Autogol: corregido y reducido que llevaría el título, todavía inédito, Nombres de hombres.

Mi entusiasmo estaba por el cielo cuando la gente de la Campaña Nacional de Lectura me dijo que ya no había mucho interés en cuentos sino en novelas cortas; que un cuestionario enviado a sus lectores había revelado que lo que el público lector exigía, a gritos, era la novela corta. Y así fue que me solicitaron los archivos digitales de Una comunidad abstracta y «esa novela que quedó finalista del Herralde».

Accedí, por supuesto. El entusiasmo en mí es un asunto perenne al que solo hay que apretarle un poco el brazo para que aflore nuevamente. Pero durante un tiempo, no sabía si la Campaña Nacional de Lectura iba a publicar uno de mis libros, ni cuál de ellos, (hubo un terremoto de por medio), y un buen día me llegó la noticia de que Te Faruru ya estaba lista para ir a ser diseñada.

Aquí viene un tema clave para a la edición: ¿cómo saber que un texto está listo para ir a ser diseñado? Debo aclarar que la versión que envié al Premio Herralde no es la versión que apareció impresa, de hecho, creo que la versión definitiva hubiera ganado el Premio (no mentira ☺). Yo seguí trabajando en Te Faruru, sin pensar en una publicación específica, sin un objetivo claro; ya eran tantas las veces que el mercado literario me daba las espaldas con sus requisitos de números de páginas, sus convenciones de género, su urgencia capitalista por la distribución, que yo no confiaba en nada más que en la brevedad, la hibridez y las cartoneras; y, esto también es clave, en los espacios en blanco que iba dejando entre párrafos. En eso. Tuve que decirle a la Campaña Nacional de Lectura que mi texto se había transformado de manera significativa. Por ejemplo, había introducido unas notas al pie de página con porciones de la trama que originalmente estaban desperdigadas por el texto y las había ampliado y editado y editado y editado…

Te Faruru, por lo tanto, se aleja de mi anterior trabajo (en donde solo había parrafitos y espacios en blanco) y me ubica por unos breves momentos, lo que dura la nota al pie de página, en el ámbito de una prosa más sostenida. Este cambio se produjo gracias al proceso de autoedición repetitivo. Siento que fue un cambio positivo, sin el cual el texto no hubiera tenido el efecto que ha tenido en mí: el de devolverme la confianza en el proyecto en el que me había embarcado.

Cecilia Velasco, la editora de la Campaña Nacional de Lectura, fue una pieza importante en la recta final de la novela. Con mucha paciencia y claridad, ella volvió sobre la nueva versión del texto, llevó a cabo (nuevamente) una serie de correcciones de rigor (puntos, comas, ortografía) y, adicionalmente, sugirió opciones de vocabulario, sintaxis y orden. La mayoría las acepté sin chistar. El único momento tenso fue cuando me envió una captura de pantalla de cómo lucía el texto editado. Los pocos que conocen algo de mis novelas saben que uso el formato del «parrafito», es decir, voy intercalando párrafos en los que se mezclan datos, citas y comentarios sueltos que he recogido acerca de artistas, escritores, sus vidas y sus obras, para construir de ese modo un flujo de lecturas. Sin embargo, para la edición de la Campaña Nacional de Lectura, se propuso la eliminación de los espacios en blanco entre párrafos. Su primer argumento era uno relativo al espacio: el número de páginas en el libro se incrementaba en 25% con los espacios. También había un argumento sustancial: para ellos una novela debía leerse «de corrido». No era un punto negociable para mí. Eliminar los espacios en blanco entre párrafos equivalía a cortar porciones significativas de texto. Se perdía la experiencia espacial, por así decirlo, y el efecto «collage» que de alguna manera busco en mis libros. Llegué a la conclusión de que si ellos no podían editar mi libro con espacios en blanco entre párrafos, simplemente se detendría la publicación y esperaría, de nuevo, otra oportunidad. Pero mi miedo resultó totalmente infundado. Iván Égüez, director de la Campaña, me escribió personalmente para decirme que el cambio que yo había solicitado ya estaba hecho y que, por favor, pasara por su departamento para firmar el contrato y la autorización de imprimir.

El editor vence, finalmente. No quise dar la impresión de lo contrario al sugerir que mis espacios en blanco se mantuvieron en el texto. El editor vence porque tiene su libro impreso con su sello, y está bien que sea así: los autores necesitamos toda la ayuda que podamos recibir. De hecho, por eso uno se hace escritor, porque necesita ayuda (carita triste con una lágrima). Citando a mi propia novela, en la que cito a Thomas Mann: «Un escritor es una persona para la cual el hecho de escribir es más difícil de lo que es para otras personas».

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