MIRADA
La historia desnuda
¿Cuál es la historia desnuda?
Piensa, recuerda: una línea a la vez, una imagen a la vez, que vaya conectándose con la otra, y así, hasta completar el ejercicio.
Escribir. Escribir para editar.
Para cortar y dejar, desnuda, la historia.
¿Cuál es la historia desnuda?
Un personaje se enfrenta a otro personaje. El primer personaje tiene mucho menos poder que el segundo personaje. Pero no significa que su poder sea nulo. El primer personaje sabe, y sabe mucho. Ha visto. Ha escuchado el horror. Y sabe, sobre todo, que quien desató el infierno (stop, borra esa palabra, qué cliché). Y sabe, sobre todo, que quien desató ese horror que él ha visto y escuchado es el segundo personaje. Por supuesto (stop, borra eso, es una muletilla, nadie tiene que suponer nada, mucho menos el lector). Para el segundo personaje, el poderoso, lo más fácil sería matar al primero, con sus manos, con manos ajenas, qué más da (stop, eso suena muy coloquial). …sería matar al primero, con sus manos, con manos ajenas, y cerrar la historia de aquella noche. Pero por morbo, por curiosidad, por una sensación que no puede definir, el personaje poderoso decide dejar con vida a aquel que sabe, no sin antes advertirle que lo tendrá cerca, muy cerca. Tan cerca que sus ojos se juntarán demasiadas veces durante una vida, en una especie de entendimiento. Tantas veces que dejarán de contarse. Tantas veces que dejarán de tener importancia los papeles, quién tiene el poder y quién no.
Esa era la historia desnuda.
¿Por qué no ganó el concurso? Era una bonita historia. Pero claro, cuando llegó a los jurados, ya no estaba desnuda. Estaba disfrazada de épica, tenía clichés por todos lados, había tantas palabras que cualquiera habría botado lejos el legajo de papeles que contenía 10.242 caracteres. Con espacios.
¿Por qué no ganó el concurso? Esa era la pregunta que una y otra vez me hice. Por supuesto (a estas alturas puedo permitirme la muletilla, porque sencillamente me da la gana), la pregunta era la incorrecta.
Los concursos, los premios, sí, son espaldarazos, pero nada más. A los escritos debe juzgarlos uno mismo, su creador. Y si se sabe en el fondo que no están terminados, que rebosan de signos, hay que podarlos, con paciencia, con vergüenza. Con pudor, más que nada.
Volver a la historia desnuda, mirarla fijamente, pues la vergüenza está en el exceso y no en la sencillez.
***
Aprendí a usar las piedras antes que la espada.
Aprendí a bajar los ojos.
Aprendí a callar.
Cuando extendí la mano, el rey miró lo que había en ella y luego me miró a la cara. Sabía. Como yo supe una vez.
No bajó los ojos, pues ese no es el gesto de un rey. Pero sí calló.
Desde entonces lo espero, recordando.
Una noche, cuando todos descansaban ya, yo recorría los pasillos de la morada del antiguo rey, rozando los objetos con mis manos, como si fueran míos. Rozaba con la vista los espacios, como si tuviera el derecho de transitar por ahí. Escuchaba, atento, solícito, los pasos de la familia real en cada habitación, mientras trataba, al mismo tiempo, de pasar desapercibido, de moverle en silencio.
Estaba acostumbrado a desaparecer. Por eso fue fácil esconderme, y lo hice en el momento justo, cuando los hombres vestidos de negro entraron al palacio, en medio de susurros y gestos ensayados para ser precisos cuando llegase el tiempo de matar. Escuché los gritos, escuché, claramente, la agonía de cada hombre y mujer que cayó herido. No vi, pues tenía los ojos bajos, en medio de la oscuridad.
Me encontraron, de todas formas, y me llevaron ante él. Un hombre vestido de blanco, en medio de una guardia negra, que me miró fijamente antes de dar la orden de mi muerte.
Recordé que había aprendido a usar las piedras, no una espada.
Recordé que había aprendido a bajar los ojos.
Recordé que había aprendido a callar, por lo menos con las palabras.
Cuando extendí la mano, el rey miró lo que había en ella y luego me miró a la cara. Levanté los ojos, por primera vez.
Desde entonces, nuestros ojos se han encontrado muchas veces.
Aprendí a usar la espada.
Aprendí a no bajar los ojos.
Aprendí a no callar, por lo menos cuando creí necesario hablar. Aunque no fuera con palabras.
Por eso, cuando el joven príncipe, el hijo del hombre de blanco, el hombre que acabó con mi vida y que luego me la dio, comenzó a comportarse como un animal furioso, hablé, a pesar del amor que le ofrecí al niño, a pesar de la muda lealtad que le había ofrecido al hombre.
Le dije: «Ha roto todas las promesas. Ha roto a la gente. Ha despedazado al reino. Si supiera que es hijo de esa gente que tanto desprecia, quizá no sería tan soberbio. No sabe, y debería saberlo, que fue un niño comprado en una noche con el fin de darle amor y otorgarle continuidad a tu casa. Pero él no es el hijo de un rey».
Entonces extendí mi mano. Y la abrí.
No bajó los ojos, pues ese no es el gesto de un rey. Pero sí calló. Sabía, como yo supe una vez.
Desde entonces lo espero, pero ya no deseo recordar. Tal vez imagino.
En una mano, como hace mucho, llevo una espada. Con su punta toco el mundo que construí con los años, objetos amados, recuerdos que seguramente desaparecerán luego del fuego.
En la otra mano llevo un guijarro azul.
***
En un principio, este relato llevaba como título ‘Un guijarro azul’. Creo que debería seguir llamándose así, y aunque dudo que lo envíe a algún concurso, esta versión más limpia que la original —algo que no me atrevería a mostrar a nadie, por vergüenza, sí, por una especie de pudor—, me satisface mucho más. No me da paz, a eso no se llega nunca. Pero es una historia que creo legible, que puede dejar algo a la imaginación como si mirásemos una figura a trasluz, desnuda bajo un vestido de gasa.
Después de este ejercicio de reescritura y edición quizá salga a buscar por las calles algo parecido a un amuleto, un guijarro azul, algo que me recuerde que debo callarme cuando sea necesario.