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El Telégrafo
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De las palabras a los hechos

Las palabras y la violencia

Las palabras y la violencia
26 de diciembre de 2016 - 00:00 - María del Pilar Cobo, Correctora de textos y lexicógrafa

Cada vez es más normal escuchar y ver en la prensa y en redes sociales información sobre la violencia en el mundo. Parece que, en vez de ser el lugar agradable, pacífico y amigable en el que los seres humanos convivimos en armonía, el mundo es hostil, y que sus habitantes se enfrentan por absolutamente todo: territorio, recursos naturales, poder, política y mucho más. En lugar de tratarnos como seres con los mismos derechos y responsabilidades, nos tratamos como seres extraños a los que hay que aniquilar de cualquier manera, como si nuestra supervivencia y la de nuestros grupos estuviera supeditada a la eliminación del otro, de ese otro que es siempre una amenaza, por desconocido. Y esto, que a veces llega a grados tan extremos como genocidios y etnocidios, pasa por la palabra, por cómo se cuentan los hechos y por cómo se los silencia. Por medio de la palabra nos enteramos de lo que pasa en el mundo.

En estas épocas, gracias a los avances tecnológicos, podemos saber lo que ocurre en el mundo y en nuestro país. Podemos contrastar los hechos, leer varias versiones de un mismo suceso, formarnos un criterio propio. A veces es complicado, sobre todo cuando el discurso de los victimarios, de quienes evidentemente aniquilan al otro y a sus recursos, convierte a las víctimas en criminales. Generalmente, quienes tienen las de perder en los procesos violentos son los más desprotegidos, quienes carecen del acceso a los medios hegemónicos, quienes viven vidas sencillas, cercanas a su tierra y a sus costumbres ancestrales, quienes incluso no hablan nuestro idioma: los otros.

Y son precisamente ellos quienes terminan criminalizados por los interesados en hacerse de sus recursos. Al tratarse de personas sin voz, aquellos que tienen el poder los condenan con las palabras y, obviamente, con los hechos. Por eso las lecturas, si son sesgadas, se vuelven inútiles y destructivas.

Para los lectores menos críticos también es complicado descubrir quién es el violento. Es fácil para los grupos poderosos llamar violentos a quienes defienden sus tierras, o calificar de violenta una defensa tenaz de aquello que les han heredado sus ancestros. No se trata solo de una franja de tierra, sino que incluye creencias, vivencias, memorias. Al calificar de violentos a quienes no lo son, o a quienes solo defienden lo suyo, se convierte a la palabra en cómplice del terror, de la injusticia, de la muerte.

Las palabras, como hemos constatado tantas veces, tienen el poder inmenso de construir mundos, de armar diálogos, de servir de puente entre diversos, de humanizarnos; pero la gran paradoja es que en lugar de usarlas para el bien, parece mucho más sencillo usarlas para destruir, para aniquilar a los otros. Un lector poco crítico, no solo de las palabras sino también de los hechos, puede creer fácilmente las acusaciones de violencia, porque se queda en la palabra que ataca, en la que minimiza, en la que grita y no escucha, en lugar de explorar otras voces, de ahondar en los hechos, de escuchar el clamor de la tierra y de sus habitantes ancestrales. Las palabras no son violentas, son violentos quienes las usan para aniquilar a los otros, para dejarlos sin voz.

Apuntes de gramática y ortografía

Negacionismo y negacionista, incorporados al diccionario de la RAE en 2014, son válidos para aludir a las doctrinas que niegan un hecho importante que está generalmente aceptado, sobre todo si es científico o histórico. Por ejemplo: «Trump nombra secretario medioambiental a un negacionista del cambio climático».

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