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Ecuador, 23 de Diciembre de 2024
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Diálogo

Eduardo Sacheri y la obsesión por contar historias

Eduardo Sacheri y la obsesión por contar historias
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Hay un antecedente en la bibliografía del escritor argentino Eduardo Sacheri (Castelar, 1967) que se convirtió en el germen de su última obra, La noche de la Usina, ganadora del Premio Alfaguara de Novela 2016 y que fue presentada en Quito por su autor la semana pasada. Los protagonistas (Fermín Perlassi y Fortunato Manzi) y el pueblo imaginario (O’Connor) que aparecen en el libro galardonado tienen su origen en su segunda novela de 2008, Aráoz y la verdad.

Lo que a Sacheri le faltaba en esa primera creación era resolver el pasado de ambos personajes, comprender su natural antagonismo y, por ello, escribió La noche de la Usina, una narración que tiene como telón de fondo el corralito argentino de 2001 y en la que se desarrolla una historia llena de estafas, revanchas, personajes frágiles, dudosos, confundidos, aun cuando están a punto de perpetrar un crimen.

Esta trama remite a la clásica cinta de William Wyler, Cómo robar un millón de dólares, en la que actúan Peter O’Toole y Audrey Hepburn, cuyos personajes, ingenuamente, creerán que están incurriendo en un gran asalto. La película, que había impactado de niño al autor de La pregunta de sus ojos (libro llevado a la pantalla grande por Juan José Campanella), fue una de sus principales referencias para confeccionar su más reciente trabajo.

En el prólogo del libro hablas de Arístides Lombardero, quien es parte de un circo y un contador innato de historias que solía visitar O’Connor, y dices que él hubiera sido el sujeto ideal para narrar La noche de la Usina, ¿te costó encontrar la voz para armar este relato?

Tenía muchas dudas cuando empecé a escribir. No sabía si contar la historia avanzando temporalmente de modo normal, o si haría flashbacks. No sabía si iba a usar la primera persona o la tercera. No sabía si rotar el protagonismo entre los distintos personajes, o mantenerlo siempre focalizado en los otros. Endilgarle esa anarquía a este contador de circo me permitió exorcizar esas dificultades. De hecho, había intentado ya varias veces escribir los primeros capítulos, pero fracasaba, y una vez que hice ese prólogo volví a escribir los primeros capítulos y la cosa funcionó. Eso de traspasar mi dificultad a un personaje es algo que he hecho a veces en otros libros. Me ha ayudado.

¿Cómo definirías el resultado cuando ya se desató la escritura?

Esta obra es un policial imperfecto, con protagonistas muy dudosos, que cometen errores. Lo catalogo como un policial porque hay un delito como núcleo, como motor de la historia. En este caso, no es la averiguación de un crimen como en otros policiales, sino que hay un plan de crimen, de un robo, entonces hay una suerte de mecanismos de relojería, de causas y efectos, propios de un policial. El hecho de que esté estructurado en cuatro actos tiene la pretensión de que la narración se acelere a medida que transcurren los actos. Se supone que cada acto debe ser más rápido que el anterior. Es un esfuerzo de ingeniería estructural superior a mis otros libros.

Tus personajes —que se los podría catalogar de incompletos, rurales, pero con una gran sabiduría— remiten a este tipo de narrativa sureña de Estados Unidos, donde hay lugares inhóspitos en los que todo puede suceder. ¿Cómo manejas la construcción de ambientes?

No había reparado en esa posible referencia al paisaje sureño. Me atrae mucho esa geografía. Me he criado en un suburbio de Buenos Aires, el mismo en el que vivo ahora. Está a 40 km de Buenos Aires y a 30 de lugares como O’Connor. Si bien lo mío es un suburbio y no un pueblo rural como O’Connor, estoy como en la frontera. Esa cosa de horizontes abiertos, de quietud, de contemplación me es bastante cercana por mi idiosincrasia, por mi forma de ser.

¿Cómo defines tu idiosincrasia?

Observación. Paciente observación. El mundo muy urbano me aturde bastante. Me siento más cómodo en los lugares lentos, me ofusca la velocidad. En este caso me permití no hablar de la crisis argentina, de un país entero, sino de una Argentina en pequeña escala, donde hay damnificados, beneficiados y acciones que se ponen en juego y se resuelven entre ellos.

¿Por qué elegiste como marco de tu historia la crisis de 2001?

Es que padecí esas circunstancias. Alguna vez —no recuerdo dónde— leí un consejo de Hemingway que decía que uno siempre tiene que contar un mundo que conozca. Me parece atinado eso si es que uno está haciendo literatura realista. Viví ese mundo, esa Argentina de 2000, 2001, que se va metiendo en un túnel de desolación, de fatalidad, en el sentido de que todos sabíamos que venía una crisis y que no había manera de escapar de ella. También estaba el hecho de tener pequeños a mis hijos, de tener una memoria muy acabada, de mi preocupación y mi angustia por cómo voy a hacer para darles de comer. A lo mejor, el hecho de haber sido profesor de Historia te otorga una cierta perspectiva de análisis, no tan subjetiva ni tan sentimental, sino que te permite mirar un escenario un poquito más sólido. Eso me sirvió mucho.

En la literatura argentina hay como una necesidad por regresar al campo, por narrar historias desde lo rural, como lo que hace Selva Almada o Samanta Schweblin. ¿Te inscribes dentro de esa corriente?

Sí, pero hay una diferencia: Tengo en esta novela una mirada más plácida en relación a ese mundo, o al menos neutra; mientras que en los trabajos de Samanta o Selva, siento que ese lugar, lejos de ser un paraíso deseable o un entorno posible, es una cosa opresiva y amenazante. No soy así. Hay una complicidad del lugar, pero lo pintamos con colores distintos.

¿Cómo valorarías la literatura argentina contemporánea, ya que has marcado esa distinción entre Selva y Samanta?

Creo que está bastante múltiple, diversificada. Se escribe bastante, se publica mucho, y eso parece bueno. Así como hay enormes editoriales, también hay todo un renglón de pequeñas editoriales, casi artesanales, que es un panorama que, si yo lo hubiera pensado hace 16 años, no me lo hubiera imaginado. Son pequeñas editoriales con un catálogo reducido, de tiradas moderadas, y de puntos de venta bastante elegidos, que le dan oportunidad a un montón de autores más jóvenes que yo. Digamos que cuando yo empecé a publicar, hace 20 años, poco menos, no existía esa red, había grandes y medianas editoriales.

Te confieso que mis afinidades van más por algunos autores de mi generación, como Claudia Piñeiro, Guillermo Martínez, Paulo De Santis o Guillermo Saccomanno, quien es anterior. Estos argentinos no solo comparten conmigo una generación, sino un deseo de contar historias o, mejor dicho, un foco en el hecho de narrar una historia con cierta dinámica, con cierta voluntad narrativa. Es como que dijeran «voy a desarrollar personajes, voy a interesarme en la forma, pero voy a contar una historia. Eso es todo lo que voy hacer». Mientras que hay otras líneas en la literatura argentina más hacia lo experimental, al juego formal del lenguaje, o a esto de narrar, de escribir un mundo cerrado, en las que la acción está bastante supeditada a la descripción. Te confieso que no leo todo porque tiendo a leer las cosas que más me gustan. Entonces no suelo someterme a leer por obligación, no me gusta que me prescriban lecturas. No sé si sucede en todos los países, pero esto de establecer un canon, legitimante y excluyente, a mí no me gusta.

Pero supongo que debes tener algunos autores de cabecera...

En Argentina, Cortázar, pero sus cuentos, no sus novelas. Los cuentos de Borges, las novelas de Osvaldo Soriano. Te diría que esos tres son centrales para mí. Tuve una época muy García Márquez como lector, y Vargas Llosa es otro tipo que me marcó mucho. De estos dos que te digo creo que ha tenido más vigencia, continuidad, Vargas Llosa que García Márquez. Si hoy tengo que decidir un libro de los dos creo que me quedo con uno de Vargas Llosa, elijo Conversación en la Catedral o La guerra de fin del mundo. Pero, por suerte, no tengo que elegir. Ese quinteto que te he nombrado ha sido clave en mí como lector.

No necesariamente como escritor...

No, porque digamos que mis acciones como escritor han estado dictadas por una necesidad emocional de libertad. Entonces creo que he hecho un esfuerzo bastante coherente y exitoso de no tener a esos monstruos en mente a la hora de escribir, si no me hubiera paralizado. Del mismo modo que prescindí del canon de lo ‘legítimo’, de la academia argentina de mi tiempo. Necesito hablar de mi mundo, de mis preguntas, de mis obsesiones y del modo en que me salga; tratar de construir algo que me dé placer como lector. Para mí, escribir es poder leer un libro que me guste leer. Es como una suerte de acto lector perfeccionado, más autónomo. Entonces, inevitablemente mi escritura tiene mucho, por llamarlo así, de amateur. Si alguien dice que soy un escritor amateur, no me ofendería, porque no me formé como un profesional, si tal cosa existe.

Ya que has mencionado a Borges, recién se recordaron los 30 años de su fallecimiento. ¿Cuál es el Borges que más te gusta y a qué le atribuyes su vigencia?

Lo que más me asombra de Borges es el manejo del lenguaje, la adjetivación perfecta. Para mí, eso es Borges. No sobra ni falta. Pero cuando digo «adjetivación», digo sintaxis, ritmo. Me refiero a que hay un equilibrio entre concisión y riqueza extraordinario e irrepetible. Los cuentos de Borges que más me gustan son, a lo mejor, los menos filosóficos, y sí los más argumentales. Pero viste que también hay algunos cuentos que se marcan en esas citas reales y apócrifas de autores que dialogan entre ellos. Ahí no puedo dejar de reconocer su maestría. Me gusta que me cuenten, me enamora Borges cuando me cuenta. Cuando el Cortázar de Rayuela se pone más experimental, más volátil, más lisérgico, me deja de contar. ¿Está mejor escrita Historias de cronopios y de famas que Rayuela? Probablemente no ¿Dejó más marca Rayuela que Bestiario? Probablemente sí. No me importa. Cuando vuelvo a Cortázar vuelvo a sus cuentos, porque me cuentan algo.

En cuanto al cine, ya que eres guionista, ¿qué es lo que buscas, qué te enamora?

Si tengo que situarte un estilo que disfruto es el cine independiente de Estados Unidos. ¿Qué le atribuyo a ese tipo de cine? Una mirada personal de un director, como los hermanos Cohen, Tarantino o Woody Allen. Pero al mismo tiempo en estos autores hay una voluntad de contar. Y vuelvo a esa obsesión mía de que me cuenten una historia. Digamos que el escalón siguiente, alejándonos de la matriz hollywoodense, sería la mayor parte de nuestro cine latinoamericano, el cine de Medio Oriente, o el cine europeo. Me gusta el sello. Y por supuesto que hay cineastas latinoamericanos que disfruto, pero me identifico más con esa otra matriz. En Argentina me gusta cómo filma (Juan José) Campanella, (Fabián) Bielinsky o (Juan) Taratuto.

¿Hay alguna distinción en tu trabajo literario de tu labor como guionista?

Como guionista hay una economía de la palabra muy cruel. No puedes hacer literatura con un guion. Puedes implicarla, lo cual es mucho más difícil, en el sentido de que vos en un guion tienes acciones y diálogo. No puedes ponerte a describir los sentimientos de tus personajes en un guion. No puedes, salvo que decidas recurrir a una voz en off, acaso perpetua, seguir el discurrir de sus pensamientos. Cuando escribes ficción, tienes un único recurso que es la palabra y con ella haces lo que quieres, mientras que ese recurso en el guion está limitado, prisionero. Además de que el guion es una cuestión absolutamente funcional, al servicio de un montón de otras cosas que después se montarán sobre eso, y no vas a ser tú quien monte las otras cosas. Va a ser un director, los actores, los técnicos, el musicalizador, y hasta los productores. Va a sufrir un montón de mediaciones. Y hay otro punto de conflicto que tiene que ver con la cuestión de que no es un trabajo solitario, entonces te encuentras en operaciones inhabituales: discutiendo, proponiendo, negociando, insistiendo. Todos esos son los puntos de diferenciación más fuertes.

Luego de este recorrido por tu labor como creador, también me gustaría saber ¿cómo evalúas el momento político actual de Argentina?

Es una pregunta delicada porque no me gusta hacerme dueño de las conclusiones. Argentina viene de un antagonismo político muy exacerbado. Creo que dentro del panorama latinoamericano los argentinos tenemos un máster hecho en la facción. El período kirchnerista se centró, sobre todo en sus últimos años, en un enfrentamiento ideológico casi religioso, en una adhesión emocional acrítica, desde las tripas mucho más que desde la cabeza. Tanto por parte de los kirchneristas como de los antikirchneristas. Y eso sigue.

¿Cómo crees que se han acomodado ambas fuerzas políticas?

Hay una suerte de equilibrio extraño de fuerzas. Por un lado, Macri está tomando algunas medidas bastante impopulares que él considera necesarias para frenar la inflación y salir de la recesión económica que tiene Argentina, pero al mismo tiempo están saliendo a la luz numerosos actos de corrupción por parte del kirchnerismo. Son como fuerzas negativas en equilibro... No sé cómo decirte... Las medidas de Macri generan un gran mal humor, pero al mismo tiempo es difícil decir que sería mejor que estén los kirchneristas, porque se están destapando actos delincuenciales, de gran envergadura. Es muy difícil imaginar qué va a pasar en el futuro.

¿Cuál ha sido la postura del sector cultural y de intelectuales?

El campo intelectual también se dividió, aunque te diría que el campo kirchnerista fue más numeroso que el antikirchnerista. El kirchnerismo logró, sobre todo a partir de su política de derechos humanos, que la intelectualidad de izquierda se volcara hacia ellos. No me atrevería a decir que masivamente, pero sí los apoyaron de más cerca. Digamos que Macri no tiene un grupo de intelectuales afines. Ahí hay como una diferencia en la profundidad de la adhesión y en el convencimiento. En todo caso, los intelectuales miran a Macri con cierta paciencia, cierta tolerancia, de veamos qué hace este tipo porque no nos gustaba lo que pasaba con el kirchnerismo. El mundo intelectual es de reacciones epidérmicas: recortan empleados de la Biblioteca Nacional y los intelectuales reaccionan inmediatamente. Darío Lopérfido (exministro de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires) se permite discutir, relativizar el número de desaparecidos durante la dictadura, y automáticamente hay un movimiento muy fuerte que exige su renuncia y lo consigue. Pero también pasa que los actos de corrupción destapados del kirchnerismo han descolocado a más de un intelectual. El intelectual que se adhirió al kirchnerismo     tendió a identificar los posibles aspectos oscuros de esta gente con un movimiento mediático, de oposición, decían que eran mentiras o exageraciones, pero ahora que los jueces están investigando y ha habido hallazgos casi obscenos, de tipos que movían maletas llenas de dinero de un lugar a otro, eso los ha descolocado.

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