¿Y de la identidad, qué?
La noción de “identidad” siempre nos remite a un “yo”, por lo tanto, cuando hablamos de “identidad guayaquileña”, se entiende que existe un “yo colectivo” propiamente guayaquileño. Pero, ¿qué es lo guayaquileño?, ¿dónde podemos encontrarlo?
La identidad no es una cosa u objeto que está afuera o por encima del sujeto y el tiempo histórico y social. Cuando hablamos de identidad nos referimos a la conciencia o sentido de pertenencia hacia algo que se crea a partir de la experiencia humana, en un tiempo y espacio concretos.
Más allá de exteriorizar el sentimiento de amor al terruño, ¿en qué consiste aquello de la “guayaquileñidad” como construcción discursiva que impacta en lo político y sociocultural? Consiste en un discurso utilizado por las élites locales (políticas, económicas, sociales, culturales) para reivindicar un ancestro colectivo importante y una historia “gloriosa”, basada en leyendas fundadoras como el mito del “ave fénix” que dice que Guayaquil siempre ha sabido librarse de sus incendios, pestes y lacras, para erguirse más altiva y orgullosa.
Pero no crean, apreciados lectores, que esa construcción ideológica procede únicamente de los propagandistas del Municipio o de la Junta Cívica, sino de muchos guayaquileños. A menudo, oímos frases, en el diálogo cotidiano, o escuchamos canciones que nos hablan de la apropiación y reproducción social de esos elementos simbólicos, en combinación con una fuerte emotiva. Viejas y tristes frases como: “soy más guayaquileño porque no tengo abuelos serranos” o “si Guayaquil está bien, no me importa que se joda el Ecuador”, revelan la permanencia, en pleno siglo XXI, de prejuicios y discursos regionalistas que no ayudan a construir la nación diversa, unitaria y justa que la mayoría de los ecuatorianos queremos.
A ese sectarismo que no solo proviene del lenguaje de los políticos, sino que está en el día a día, pronunciado en frases aparentemente inocentes, hay que decir “¡cuidado!”. Y es que en el fondo de las palabras, parecería que seguimos mirándonos con desconfianza, sin conocernos lo suficiente, no solo entre costeños y serranos, sino entre urbanos y rurales, indígenas y mestizos.
Dicho de otro modo, se erigen discursos ideológicos que tienden a sobreestimar el aporte propio y a rebajar el ajeno. Por eso, cuando se habla de Guayaquil en relación a los otros pueblos de Ecuador bajo un trasfondo regionalista, no se está actuando en función de patria. Este no es un problema de autonomistas o no autonomistas, sino de coherencia ética y política, de claridad meridiana. ¿Acaso los quiteños, esmeraldeños, manabitas, lojanos, latacungueños que viven aquí, no construyen con su trabajo y esfuerzo diarios, el porvenir de esta ciudad-puerto? Y aquella hermosa frase de: “Guayaquil por la patria”, ¿no fue el grito de verdaderos guayaquileños que ofrendaron sus vidas para liberar a sus hermanos del interior, cuando en 1821 se formó la “División Protectora de Quito”?
La historia nos demuestra, entonces, que somos una comunidad de hombres y mujeres libres, cuyos antepasados decidieron un día unirse para organizar y sostener una comunidad de alcance nacional que perdurara en el tiempo.
Tras esta constatación, recién podemos hablar de la identidad guayaquileña como esa construcción social cotidiana que nos incumbe a todos. Construcción de nuestro sentido de orgullo y pertenencia a lo local, que no debería ser ciega ni fanática, sino por el contrario, abierta, plural, profundamente democrática.
Porque Guayaquil es ese pequeño Ecuador a donde confluye gente de todos los lugares y de “todas las sangres”. Si algo tiene Guayaquil como rasgo característico es ese carácter híbrido (mestizo, montubio y mulato) que condiciona sus formas y expresiones socioculturales. Basta ver la arquitectura, el arte, la literatura; allí encontramos la huella de ese Guayaquil diverso, abierto a múltiples influencias, cosmopolita y respetuoso al “otro”, sea nacional o extranjero, porque su espíritu mercantil progresista le ha orientado a esa dinámica de permanente intercambio.
Así creció y se hizo la urbe, con el aporte de todos y de todas. En ese ir y venir de gentes, ideas y mercancías, Guayaquil ha ido forjando, durante casi cinco siglos, su identidad de conglomerado dinámico y abierto al mundo que su condición de ciudad-puerto le sustenta.