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El Telégrafo
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El olor de la memoria

El olor de la memoria
26 de febrero de 2013 - 00:00

PUERTO ADENTRO

Guayaquil es un caleidoscopio de olores, colores y sabores, una amalgama de experiencias sensoriales que atiborran el paisaje en un concierto barroco tropical donde confluyen espacios y tiempos disímiles.

Guayaquil también se siente, desde el corazón y la piel, cuando se respiran los tradicionales olores de la tierra, como a lo largo del Estero Salado –al parecer, menos contaminado que antes-, con ese aire salino de manglar, o en el Malecón del Guayas donde aún quedan espacios de contacto directo con el paisaje fluvial, a pesar de unas horribles mallas de plástico que la Fundación Malecón 2000 colocó junto a las barandas para “precautelar” las jardineras de ese espacio público privatizado.

Otros lugares emblemáticos donde se respira el Guayaquil profundo se vinculan con la historia material del puerto, como la producción cacaotera y cafetera. ¿Quién no respira hondo cuando pasa por la calle Eloy Alfaro, al pie de la fábrica “La Universal” y percibe el olor del “cacao de arriba”? ¿Y cuando recorriendo la Av. Carlos Julio Arosemena, bajo el promontorio del camino que sube a Bellavista, distingue en su olfato un sabroso aroma que proviene de la antigua fábrica de “Si Café”, hoy “Don Café”?

Pero las mejores andanzas olfativas indudablemente se viven en el mercado. En Caraguay, sobre todo pescados y cangrejos; en el Mercado Central, especialmente un herbolario junto a frutas costeñas y serranas; mientras que en la calle Pichincha, entre Sucre y Colón, aunque no hay mercado, nos invade el olor de las especias, aquellas que enloquecieron a Marco Polo, Vasco da Gama, James Cook y otros viajeros legendarios.

La trama olfatoria de la ciudad depende, en buena medida, de su riqueza gastronómica. Por eso, cada vez que circundamos esos sitios opera en nuestros sentidos una sinfonía perfecta, donde el olor y la vista nos remiten a sabores familiares que nos seducen hasta la eternidad.

En la fenomenología de los sentidos se reconstruye la memoria de Guayaquil, que es igual a todas las ciudades, pero a la vez distinta, con su “fealdad atractiva”, como alguna vez la calificó el escritor Miguel Donoso Pareja. Las autopistas del recuerdo nos regresan a esos olores perdidos de la infancia que nos hablan de un barrio, una calle, un encuentro, una caricia: el pan de las cinco emanando su fragancia en las callejuelas del sur, la alegría rebosante del canguil y el algodón de azúcar en La Macarena, el zumo de naranja recién exprimido en El Montreal.

Esos tiempos y espacios ya no existen, pero en esas calles hoy “regeneradas”, todavía perdura la magia que los concibió. En el viejo “barrio chino”, entre las calles Pedro Carbo, Sucre, Colón y Chile, aún se huele el guantán y el chaulafán, recién preparados, aunque muchos de esos lugares cedieron frente al embate de la globalización, que construyó “malls” impersonales, donde el mejor cliente es un autómata, un comprador compulsivo que recorre, desprovisto de sentido, un “templo” sin esencia ni alma.

Qué difícil hablar de estas cosas sin parecer nostálgico, pero prefiero la 9 de Octubre atiborrada de vendedores ambulantes y gente moviéndose con libertad, entre los espléndidos olores gastronómicos de un día de fiesta. No como ahora, cuando somos habitantes de una ciudad reglada, normada y domesticada por corporaciones privadas.

Pero si algo tiene Guayaquil es una cultura popular que rebosa dinamismo y creatividad, más allá de la cultura del miedo que se quiere imponer desde el gobierno local –si no, que lo cuenten los vendedores ambulantes del centro que, a diario, son perseguidos y agredidos por los policías municipales-. El guayaquileño sabe que, arrinconado y todo, siempre hay la posibilidad de despertar porque, a fin de cuentas, la dignidad es lo último que se pierde.

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