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El Telégrafo
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¿Religiosos y piadosos?

¿Religiosos y piadosos?
16 de junio de 2013 - 00:00

Guayaquil es una ciudad que hoy puede ser calificada de “conservadora” en el aspecto religioso, aunque fue cuna del liberalismo ecuatoriano y como tal, acunó a ilustres exponentes del anticlericalismo en el siglo XIX. En este artículo señalamos elementos de continuidad y ruptura en el tiempo, que pueden ayudarnos a entender formas culturales de nuestra ambigua religiosidad guayaquileña.

Desde la época colonial, la mayoría de los viajeros europeos que pisaban Guayaquil constataban que los porteños eran más inclinados al comercio que al claustro, lo que contribuía al cultivo de una mentalidad práctica y secular, al punto que cuando el Cabildo no poseía los fondos suficientes para organizar las fiestas de tabla –incluidas las de Santiago el Mayor, patrono de la ciudad-, éstas se suspendían sin ningún remordimiento.

Según los cronistas de la época, las mujeres eran más piadosas que los varones. Ellas asistían convenientemente vestidas a los actos religiosos, llevando una mantilla negra o chal, guantes y vestido largo con cola.  Sin embargo, “en las predicaciones que se hacen por la noche, en tiempo de la Cuaresma, todas las mujeres, nobles o no, concurren con mantilla y vestidos sin cola; entonces, a causa del excesivo calor, están en la iglesia con la cabeza descubierta pero sin adornos, de cintas, perlas, ni joyas”, según describe el jesuita Mario Cicala.   

En el culto, las mujeres guardaban el respeto que sentían necesario, dejando su habitual afición a la moda. Cicala dice que el uso de la “cola” en los vestidos de las damas guayaquileñas no era indicio de “la menor prueba de indecencia y de vanidad”; “antes bien”, continúa, “siempre me pareció honesta y muy decente, habida cuenta de que el vestido es bajo en la parte anterior, para que pueda ajustarse con la cola. Lo que no sucede en otras ciudades, donde se lleva el vestido alto y corto”.

Resulta difícil establecer el grado de religiosidad de las guayaquileñas y guayaquileños, a pesar de los señalamientos sobre su puntual asistencia a la misa y el tradicional cumplimiento del sacramento eucarístico, especialmente entre las primeras. Cicala, en su informe, presenta la imagen de un clero preocupado por la vida espiritual de sus fieles, aunque esto hay que ponerlo en duda, pues su relación se publica en el contexto de la expulsión de los jesuitas, decretada por el rey Carlos III, en 1767.

No obstante, hay un testimonio que nos llevaría a pensar en la existencia de una sociabilidad religiosa atravesada por condiciones de estratificación social, cuando Cicala dice que las predicaciones “que eran cinco por semana, se hacían a una hora después de entrada la noche y frecuentemente desde las 23 a las 24. Y por más que el cielo amenazaba lluvia, ¿quién lo creería? sin reparar en los peligros de caídas y de mojarse, todos concurrían a la predicación con sus linternas, lo que causaba estupor y maravilla a los de la Ciudad Vieja, caminando tal vez más de media legua. Todos los del Bajo, que debían circular por larguísimos trechos a través de los puentecillos concurrían en gran muchedumbre a las predicaciones. Muchas veces sucedió que debieron permanecer con gran paciencia por una hora o dos, en la iglesia después de la predicación, en espera que dejase de llover”.

Si reparamos en las prácticas de la religiosidad popular que hoy pueden observarse, por ejemplo, en la multitudinaria procesión anual del viernes santo, en el Cristo del Consuelo, notaremos que las características descritas por el padre Cicala en el siglo XVIII, se repiten con una fidelidad asombrosa, sobre todo en la exteriorización de esa intensa religiosidad que caracteriza al peregrino, cuando el sol o la lluvia inclementes no impiden que millares de devotos recorran decenas de kilómetros (muchos de ellos descalzos y de hinojos), cumpliendo penitencias y entregando ofrecimientos al Cristo crucificado.

Y es que este modo de vivir la religiosidad popular en Guayaquil sugiere la permanencia de hábitos colectivos de larga duración, con rituales y místicas condicionadas por el origen étnico, económico y social de los creyentes.

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