Las diversiones públicas
En el antiguo Guayaquil, las diversiones públicas se desarrollaban con gran boato, destacándose la pelea de gallos, los toros y los paseos fluviales en balsa, canoa o vapor. También era significativa la pasión de los guayaquileños por los gallos, al punto que en 1825, durante el régimen grancolombiano, el intendente Pedro Santander ordenó doble vigilancia porque las riñas en las galleras atentaban contra el “orden y decencia en aquella diversión”. El gusto por los gallos está íntimamente relacionado con la presencia de un nutrido sector de origen montubio, fiel seguidor de esa diversión popular.
En 1826 un viajero europeo describió la pasión por las peleas de gallos en Guayaquil, que puede compararse, por su arraigo popular, a lo que hoy es el fútbol: “Una casa particular, en cuyo patio hay una especie de anfiteatro destinado para los espectadores, reúne siempre una concurrencia numerosa de aficionados. En este lugar se apuestan hasta sumas considerables en pro o en contra de los gallos combatientes.
Armados de una navaja en forma de espolones, se lanzan los dos gallos uno contra otro, y algunas veces expiran los dos a la primera acción. El gusto de este divertimiento es tan grande y general, que se encuentran de estos gallos cuidados para este objeto, en todas las calles y en cada puerta, en el interior de las piezas de la gente mediana, amarrados a los ángulos de la cama”.
Las corridas de toros también eran muy populares y se realizaban en las principales plazas (especialmente los días de fiesta), y podían durar “hasta diez y seis días seguidos”, según lo narra el viajero Victorino Brandin. Desde la época colonial, la gente asistía a los toros disfrazada con máscaras, lo cual generaba ciertos “excesos” que casi siempre eran castigados por la autoridad.
Un anuncio de 1877, publicado por la “Empresa de la Plaza de Toros”, confirma que aún permanecía la costumbre de utilizar máscaras en las funciones taurinas, lo que en la Colonia estuvo ligado al baile del fandango, nombre genérico de las danzas criollas -con fuerte influencia africana- que se extendieron por toda América.
Entre los jóvenes era común aprovechar la temporada invernal para cazar venados y cocodrilos. Pero en verano, la mayoría recorría el malecón al caer la tarde o en la noche, aprovechando la brisa de Chanduy, en romántico embeleso con una buena compañía –escoltada, claro está, por la infaltable “chaperona”-: “Un hombre debe tener un corazón de acero y un alma de plomo para poder resistir los encantos de las noches tropicales y de las bellas chicas que se encuentran alrededor de él”, comentaba deslumbrado ante las bellezas porteñas el viajero Fréderick Walpole.
Pero lo que realmente caracterizó a los guayaquileños fue su gusto por divertirse en reuniones y bailes. Así comentaba el viajero estadounidense Adrian Terry, en 1831: “A menudo he presenciando estos bailes vernáculos, que son muy divertidos y sobrepasan cualquier descripción. Se forma un círculo, a veces al aire libre, pero más frecuentemente en una sala.
Un violín y una guitarra son todos los instrumentos; dos o más mujeres acompañan la música cantando en voz alta y chillona en un tono monótono mientras marcan el tiempo golpeando en una puerta o una mesa con las manos o con palos; mientras más ruido hay mayor es el movimiento”.
Con el paso de los años se dejó de escuchar la sonoridad montubia en la ciudad y se introdujeron bailes de salón europeos, de apariencia “pelucona”: polcas, mazurcas, valses, contradanzas, redowas, que contrastaban con los ritmos de origen africano que siempre se bailaron en Guayaquil.
Desde el fandango hasta la salsa, la música sabrosa se afincó definitivamente en el gusto popular, introduciéndose en el nervio vital de este puerto bohemio y sandunguero, escenario perfecto para la expansión de los deleites corporales, tanto en público como en privado. Pero el tema de la rumba porteña da para uno o dos artículos que están por venir.