Fotografía, urbanismo y ciudad
Caminando por la Plaza del Centenario observé que frente al conjunto escultórico de Agustín Querol que representa a nuestra Independencia, siguen allí, erguidos como los viejos ceibos que les dan sombra, esos queridos fotógrafos de parque que transforman instantes en fragmentos de luz y sombra.
La visibilidad pública de estos artistas del lente me lleva a pensar en la importancia que tiene la fotografía urbana en la construcción del imaginario de modernidad, a partir del “incendio grande” de 1896, cuando el Cabildo guayaquileño proyectó un armazón de hormigón y cemento que constituyó el asiento material de la urbe moderna.
El proceso de transformación urbanística que vivió Guayaquil, a inicios del siglo XX, sirvió para crear juntas municipales de sanidad, obras públicas y una Junta Patriótica del Centenario que intentó regular, por primera vez, el crecimiento urbano a largo plazo, realizando ampliaciones de vías céntricas como el Malecón y la calle Pichincha (antigua Calle del Comercio), creando la Plaza del Centenario –el monumento a los próceres fue traído por piezas de España y ensamblado en 1918- y proyectando la “urbanización del cerro Santa Ana y Las Peñas, la extensión del muro del Malecón sobre la ría, la creación del Barrio Obrero y el Parque Municipal”, como señalan los historiadores de la arquitectura Pablo Lee, Florencio Compte y Claudia Peralta.
Pero quizá las más vanguardistas utopías urbanas de esa época fueron la construcción del nuevo malecón (proyecto diseñado por J. F. Lince, en 1906, el cual contemplaba la instalación de un funicular), el túnel del cerro Santa Ana, así como la “New Guayaquil”, ciudad satélite residencial que se planeaba construir en Durán.
En este contexto, la fotografía participó del espíritu modernizador de las élites locales, mediante la publicación de almanaques, álbumes de ciudad y guías comerciales que promocionaban el rostro de la ciudad moderna. Ello también significó el despegue de la fotografía en Guayaquil y la necesidad de que los fotógrafos salgan de su estudio y recorran las calles en busca de mejores composiciones y encuadres.
Así, en 1909, Aquiles Maruri editó el álbum Recuerdo de Guayaquil, con fotografías arquitectónicas de las calles céntricas del puerto, así como de sus principales edificios. Al año siguiente, el clérigo español Juan B. Ceriola publicó el primer Guayaquil a la Vista –que alcanzaría dos ediciones (1910 y 1920)-, donde se recogen las diversas actividades de la vida moderna de la ciudad y aparecen representados –como en un álbum de familia- las más visibles instituciones y personalidades guayaquileñas. En este álbum de fototipias, la ciudad referente es Barcelona –lugar natal del autor-, por lo que sus “ramblas” son comparadas con el Malecón de Guayaquil, lo mismo que la actividad de los vapores al pie del puerto.
En medio de las fotografías arquitectónicas de inicios del siglo XX, aparecen las instituciones y personalidades más destacadas de la “vida pública” guayaquileña. Es notoria la escasa presencia de personajes de los sectores subalternos, a excepción de los representantes de las flamantes organizaciones obreras y sindicales del Guayas, cuyas fotografías siempre se ubican al final de estos “álbumes de ciudad”.
La fotografía, indudablemente, jugó un rol fundamental en el proceso de consolidación de los valores culturales modernos, al punto que hasta hoy los fotógrafos urbanos se esfuerzan en configurar escenarios basados en el monumentalismo arquitectónico. Y es que la ciudad moderna también se imagina y construye desde el registro fotográfico.
Quizá por ello, muchos foráneos piensan que Guayaquil se condensa en la imagen postal de una contradictoria “regeneración urbana “que aparece como telón de fondo en los primeros planos de los caminantes anónimos que siguen retratándose en el parque. El guiño del obturador evoca la ilusión del tiempo detenido; pero otros escenarios, dinámicos y cambiantes, esperan su turno para ser captados.